Monetizaciones, concesiones y otros eufemismos privatizadores

Por Alberto Acosta y John Cajas-Guijarro

“Esta es la técnica estándar de la privatización: cortar el presupuesto para asegurarse que las cosas no funcionen. La gente se molesta y se usa de excusa para pasarlo a manos del capital privado”

Noam Chomsky

El mundo da vueltas, y más aún el Ecuador: nación que a veces parece un trompo (peonza), pero de cabeza. Como ya ha sucedido varias veces en la historia del país, pasamos fluctuando entre crisis profundas y desperdicios de coyunturas favorables. El período correísta de 2007-2017 es un buen ejemplo: transitamos de ser el “jaguar latinoamericano” a entramparnos en un serio estancamiento económico.[1] Luego, vendría el morenismo y un manejo económico aletargado y desastroso entre 2017-2019, que no solo ahondó el estancamiento, sino que hasta exacerbó la tragedia del coronavirus en 2020.

Entre el desperdicio y la tragedia, el país ha vuelto al punto de partida, pues hasta en el aire se percibe cierta sensación de retorno a las décadas de los 80 y 90. Así, ni hemos resuelto nuestros problemas estructurales ni hemos superado las viejas recetas. Las discusiones y las “soluciones milagrosas” se repiten casi tanto como los Buendía en Macondo… Ni la peor crisis de las últimas décadas ha sido suficiente para replantearnos las cosas. Basta con ver el “renovado” debate de las privatizaciones abierto desde las iniciales declaraciones del presidente Guillermo Lasso.

¿De verdad no se cansan de presentar a la privatización de las empresas y activos estatales y a la reducción del tamaño del Estado como la panacea para los problemas que nos aquejan? Tan tozudos son algunos defensores de estos dogmas, que hasta serían capaces de recomendar la privatización del propio infierno en el día del juicio final. Imbuidos del espíritu privatizador, con un fervor inigualable, varios “profetas” siguen insistiendo en la misma cantaleta. Ni siquiera tienen creatividad para adornar sus viejos discursos. Para colmo, los grandes medios de comunicación retruecan como caja de resonancia el mensaje. Y por supuesto muchos empresarios criollos y extranjeros se frotan las manos haciendo números de los potenciales negocios que podrían hacer.

Con este empuje, el afán privatizador irrumpe –de nuevo y con enorme fuerza– en la sociedad ecuato­riana. Gracias a ese afán, ahora nos toca la tediosa tarea de volver a discutir una novelería típica de los años noventa, cuando el dogma neoliberal se expandía aceleradamente en Nuestra América y en otras partes del planeta.[2] Pero bueno, no podíamos esperar nada diferente de este gobierno (y quizá de ningún otro gobierno siendo francos). El propio Guillermo Lasso anunció horas antes de asumir el poder presidencial su desespero por privatizarlo todo.[3]

Según nuestros economistas ortodoxos, la opción privatizadora ofrece varios beneficios a través de empresas privadas que superarían la ineficiencia natural y crónica de las empresas estatales. El dogma se completa con la expectativa de un seguro y positivo resultado en el rendimiento de las empresas privatizadas que modernizarían su capacidad de ges­tión y eliminarían los subsidios y los déficits del sector público, creando posibilidades para atraer nuevos recursos internos y externos.

En este escenario, al Estado sólo le correspondería hacer respetar las reglas del juego de los intereses privados, facilitar el flujo de capitales y bienes nacionales e internacionales, vigilar la libre fijación de los precios, garantizar la propiedad privada, controlar el desen­volvimiento de los salarios, contribuir a una mayor apertura de la propiedad accionaría y mantener el orden público. El Estado, por tanto, se mantendría al margen de la actividad económica para evitar distorsiones, sosteniendo, eso si, el ambiente propi­cio para “el comportamiento racional” –en términos de la propiedad privada– de los individuos. Aquí emergen con fuerza el tema de los arbitrajes nacionales e internacionales con los que el gobierno quiere favorecer las inversiones privadas. El funcionamiento del mer­cado estaría protegido por esta actitud estatal que, en forma anónima e imparcial, equilibraría las fuerzas contrapues­tas. Hasta allí llega la poesía.

Sin duda que el problema de la eficiencia o ineficiencia estatal no es simple, de modo que no se lo puede asumir cual dato inequívoco y proceder a la búsqueda de pragmáticas soluciones. Es más, recordemos que el Estado puede ser ineficiente pero solo hasta cuando toca aplicar algún salvataje al propio sector privado en tiempos de crisis… Por ejemplo, en las crisis financieras, los Estados se han vuelto hasta una boya de salvación ante las graves pérdidas financieras privadas. Además, ¿cuál es la evidencia de que las privatizaciones / concesiones / monetizaciones de activos estatales realmente van a aumentar la tasa de crecimiento de la economía e inclusive asegurar la gobernabilidad?

En definitiva, el planteamiento privatizador –tan afín a los esquemas fondomone­taristas y tan propio de envejecidas ideas librecambistas– merece un análisis más detenido y contextualizado. Por ende, hay que evitar la trivialización de esta cuestión, en la medida que se intenta reducir el tema del Estado a un dilema simplista: más Estado o más mercado, aterrizándolo en estatización o priva­tización. ¡Estas no son épocas como para seguir entrampados en estas viejas novelerías!

El Estado: un instrumento inseparable del sistema capitalista

Las campañas privatizadoras son tan dogmáticas que hasta pretenden avasa­llar como atrasa-pueblos a quienes se oponen y aún a aquellos que desean conocer algo más sobre el tema y que cuestionan ciertos elementos de su propuesta. Pero más allá del dogma, cabe destacar que el problema no es sólo el simple traspaso de la propiedad pública a la esfera de la propiedad privada o el mantenimiento de algunas empresas y actividades en manos estatales. Los problemas estructurales, más aún en tiempos de crisis profundas, no pueden reducirse a la simpleza de cuánto Estado y cuánto mercado deben participar en la economía.

En primer término, no hay la contra­dicción radical que se quiere presentar entre el Estado y el sector privado. El Estado, por su composición social no representa un actor antagónico, sino que refleja la propia correlación de las fuerzas sociales internas, incluyendo, cada vez más, la presencia influyente de capitalistas foráneos e inclusive en la práctica de organismos internacionales como el FMI. Además, en ningún país, en circunstancia alguna, el discurso que impulsa el retiro del Estado de la economía ha eliminado su participación. La presencia estatal o su ausencia relativa se ajusta a determinadas rela­ciones sociales que buscan defender uno u otro grupo o marco de privile­gios.

En la presentación de la ortodoxia librecambista, reembalsamada en los últimos años en varios países de la región, nada se dice sobre los factores que han ge­nerado que se retome la discusión. Incluso descuidan el hecho de que la presencia activa del Estado en el proceso de busqueda del “desarrollo” fue im­pulsada por los mismos organismos internacio­nales, que ahora arremeten en contra de la inter­vención estatal. No se menciona para nada la crisis del sistema, que ha motivado una severa crítica al papel del Estado interventor como promotor y garante del sistema capitalista; inter­vención impulsada por John Maynard Keynes como consecuencia de la crisis de los años treinta, paradójicamente nacida a raíz de los excesos del librecambismo.

Tam­poco se mencionan las presiones a reducir el gasto público provocadas por el creciente peso del servicio de la deuda externa; deuda que, por cierto, beneficia en gran medida a los mismos grandes agentes privados, por ejemplo, con obras públicas, compras públicas y demás pagos estatales al sector privado financiados con dicho endeudamiento. Y mucho menos se habla de los ingentes subsidios obtenidos por el sec­tor privado con el acceso a bienes y servicios producidos por entidades y empresas públicas, hasta el punto de que varias de dichas corporaciones públicas terminen al borde de la desaparición o sufren la acumulación de déficits permanentes. Asimismo, nunca se discuten las razones que impiden capitalizar a las empresas estatales empleando sus utilidades cuando, por el contrario, sobran los casos donde se las ha obligado a contratar créditos externos que luego no se destinan a dichas empresas.

Para el caso ecuatoriano, en este momento se debería tener en cuenta las renovadas demandas al Estado para enfrentar los retos derivados de la pandemia del coronavirus. Pero no, lo que interesa es monetizar algunos activos del Estado para intentar salir del “actual bache” –la mayor crisis de la historia económica del país[4]– sobre todo para atender las enormes demandas del servicio de la deuda externa, que desde 2021 a 2025 demandarán más de 20 mil millones de dólares.

Así, a esta campaña en contra de la acción estatal, no le interesa que el Estado ecuatoriano haya transferido a lo largo de las últimas decadas millonarios recursos a los empresarios priva­dos, a través de múltiples vías incluyendo la omnipresente corrupción (inducida en varias veces por los propios agentes económicos privados). Para nada importa que el Estado garan­tice con un sistema complejo de subsi­dios implícitos y poco transparentes la tan socorrida “eficiente privada”.

Igualmente, no se puede olvidar que los Estados suelen invertir en diversos proyectos que, por su baja rentabilidad de corto plazo y por los enormes reque­rimientos de capital involucrados, no pueden ser asumidos por el empresario privado. En el caso ecuatoriano, particularmente en los dos auges petroleros, el Estado asumió cada vez más tareas en beneficio de grupos monopólicos y oligopóli­cos, cuando adicionalmente éstos usu­fructuaban de fáciles negocios. Ahora, en medio de la crisis, surge el afán privatizador para ampliar o al menos mantener las tasas de ganancia del capital.

Anotemos un punto adicional. Inclusive quienes cuestionan la ideología dominante, sustentada en la filosofia liberal, pretenden presentar al Estado como un ente fuera de la so­ciedad, que está sobre ella y que actúa en forma neutra para normarla. Así, los defensores de estas visiones estatistas quieren desconocer las relaciones sociales existentes en el Estado, en cuyo seno se expresan tendencias diversas, como producto de mútiples correlaciones de fuerzas económicas y sociales prevalecien­tes en la sociedad. Y por eso simplemente creen que es preciso “asaltar” el Estado para desde allí administrar el capitalismo provocando las transformaciones que consideran necesarias. Vaya ingenuidad de esta lectura tan propia de ámbitos progresistas.

El Estado: una suerte de “empresa reparadora” del sistema

Sin negar la presencia muchas veces masiva e indignante de ineficiencia y burocratismo en el aparato estatal, en el Ecuador no ha habido una experiencia estatizante como en otros paises latinoamericanos. Aunque esto no significa que las cosas deben seguir como están.

Para comprender el alcance de la ingerencia estatal en la economía, cabría analizar la incidencia de las actividades en que par­ticipan las empresas públicas, así como los impactos –incluso potencialmente multiplicadores– que pueden tener dentro de varios sectores tanto la obra pública como las compras estatales. Salvo algunos sectores como los estratégicos –en especial petróleo, electricidad, comunicaciones– la participación de las empresas estatales es suma­mente limitada como para ejercer una influencia profunda en la dinámica de las respectivas ramas y subramas de la economía. Además, de ninguna manera se puede concluir que la eficiencia en el sector privado ecuatoriano es siempre mayor que en el estatal. Mucho depende el contexto, los objetivos de las empresas públicas (donde la prestación de servicios puede ser más relevante que maximizar la rentabilidad), e incluso la actividad concreta realizada.

Para colmo, los problemas de una empresa estatal no son fácilmente gene­ralizables para todo el Estado. Empíricamente resulta muy dificil ase­verar que por definición las empresas estatales no son más eficientes que las privadas, puesto que habría que comparar en situaciones de eficiencia y mercado similares cada caso concreto.

Tampoco podemos olvidar que el Estado no solo asumió una y otra vez la tarea de apoyar el funcionamiento del sector pri­vado, sino que incluso ha intervenido como “reparadora” del sistema. La lista de ejemplos es enorme: basta recordar lo sucedido desde la estatización de las pérdidas del Banco “La Previsora”, en 1977, hasta el gran salvajate bancario de fines del siglo XX.  Podríamos añadir los salvatajes en las décadas de los 80 y 90 con la famosa “sucreti­zación” de la deuda externa contratada libremente por los ac­tores privados, el masivo financiamiento estatal de todo el sistema financiero privado con la compra de cuentas especiales en divisas (aunque con ciertas preferencias para algunos bancos), con la sobreprotección por décadas con aranceles y subsidios a grandes grupos económicos.

Un caso luminoso es el relacionado al sumi­nistro de electricidad de Guayaquil a cargo de la empresa privada EMELEC, que pudo funcionar por décadas como una empresa privada ex­tranjera sumamente rentable, sólo gracias a la garantía estatal. Por contrato el Estado le aseguraba ganancias mínimas y en dólares de 9,5% sobre activos fijos, a más de que no pagó por muchos años los com­bustibles a CEPE (ahora PETROECUADOR), y la energía eléctrica a INECEL, ente estatal que generaba la casi totalidad de la electricidad que comercializa dicha empresa privada. Y si bien esa situación se superó, a través de un proceso abiertamente nocivo para el Estado, no podemos olvidar los enormes beneficios que recibieron una serie de empresas de generación térmica de electricidad en especial desde el gobierno de Sixto Durán Ballén hasta llegar a varias empresas que en la actualidad suministran electricidad generada con energía solar, gracias a monumentales subsidos estatales.[5]

Tomando como referencia esta realidad, francamente no convendría tanto hablar de privatizaciones; lo lógico sería más bien buscar la desprivatización del Estado entendida como una real eliminación de la estructura estatal al servicio de monopolios y oligopolios tanto nacionales como transnacionales. En definitiva, lo lógico sería replantear al Estado para que deje de servir de instrumento de acumulación del capital (tarea sin duda compleja y que puede requerir el inicio de una transformación de la propia sociedad). Además, en muchos casos, el tema no se resuelve con la estatización de servicios públicos, como el suministro de agua, por ejemplo, sino con su comunalización. Empero, antes aún de ana­lizar estas contrapuestas posiciones y de pensar en redimensionar el Estado, es necesario que se discuta cual debe ser su función. Repensarlo es ponerlo al día en función de las demandas de la sociedad y no a gusto de las demandas del capital sea en tiempos neoliberales o progresistas.

Impulsos e intentos privatizadores correistas

Antes de desmenuzar muy rápidamente los objetivos privatizadores propuestos por el gobierno de Lasso, cabe tomar en cuenta que el proceso privatizador en el país no es un mero capricho de una u otra corriente política o económica. Hace varios años que la crisis económica del Ecuador trasciende a las formas y apariencias políticas de los gobiernos. Particularmente desde 2015, la economía ecuatoriana muestra un serio estancamiento pese a haber recibido miles de millones de dólares sobre todo las exportaciones de petróleo y de endeudamiento externo; y del estancamiento pasamos directamente al colapso gracias al coronavirus y a un manejo gubernamental desastroso. Es más, podemos decir que la crisis del capitalismo ecuatoriano es tan severa que la situación que actualmente vivimos quizá no sería muy diferente si la victoria electoral de 2021 llegaba para alguien distinto a Lasso. ¿O acaso alguna corriente política poseía la varita mágica para resolver la crisis estructural de inmediato?

Vivimos una crisis capitalista en toda su magnitud. Una crisis donde las clases dominantes -más allá de sus formas particulares- necesitan con urgencia la libertad suficiente para sobreexplotar a trabajadores y Naturaleza. En ese sentido, el proceso privatizador es otro elemento adicional que busca brindar a los grandes capitales –locales y transnacionales– la oportunidad de reactivar o fortalecer sus posibilidades de lucro. Al formar parte de un proceso más dentro de la dinámica de acumulación capitalista, no debe sorprendernos que las pretensiones privatizadoras ya venían haciendo ruido desde hace algunos años, incluso en tiempos del progresismo correísta.

Recordemos que al final de su gobierno, Rafael Correa disolvió empresas estatales y arrancó con el impulso privatizador al señalar las intenciones de vender varias empresas públicas, incluso a ratos de forma camuflada.[6] Dentro del arranque privatizador correísta destaca la Empresa Pública de Fármacos ENFARMA, creada en diciembre de 2009, la cual se dedicaría a producir medicamentos genéricos e incluso a la investigación farmacéutica. La producción de esta empresa proveería a los hospitales y centros de salud administrados por el Ministerio de Salud, el IESS, el ISSFA y el ISSPOL. De hecho, el mercado cautivo de la empresa era de aproximadamente 500 millones de dólares al año. Finalmente, la empresa terminó por ser liquidada vía decreto por el propio Correa en 2016. Aquí no podemos dejar de pensar en el aporte que pudo haber dado esta empresa en tiempos de pandemia, ni en el negocio que terminó garantizándose a los importadores privados de medicamentos.

Junto con esta empresa pública caída en desgracia, el correísmo ejecutó otros procesos privatizadores: ejemplo de ello es el ingenio azucarero Ecudos (antes Aztra), el cual pasó a manos del Estado en 2008 luego de ser incautado a la familia Isaías, y que en 2011 se lo vendió al Grupo Gloria de Perú. La venta del ingenio se hizo a pesar de que la empresa generó utilidades netas en 2008 de 3,5 millones, en 2009 de 2,4 millones y en 2010 de 7,1 millones de dólares. Para colmo, las condiciones de la venta fueron cuestionables: se vendió 70% del paquete accionario por 133,8 millones de dólares, cuando se debía obtener 174 millones (pérdida aproximada de 40 millones); además que el grupo peruano apenas pagó el 10% al contado, mientras que el 90% se pagó con un crédito de la Corporación Financiera Nacional a una tasa de 5% (recordemos que al Ecuador le cobran, en promedio, un 9% en la emisión de bonos de deuda).

Además de Aztra/Ecudos, también se promovió la privatización de las cementeras Chimborazo y Guapán. Cementos Chimborazo desde su creación perteneció al Estado, mientras que Guapán originalmente pertenecía al IESS, pero luego la cementera fue adquirida por el Ministerio de Industrias. Ambas empresas se fusionaron y conformaron la Unión Cementera Nacional, la cual pasó a ser manejada por la Empresa Pública Cementera del Ecuador (EPCE) en 2010. Aunque la cementera generó en 2014 utilidades de aproximadamente 25 millones de dólares, más del 60% del paquete accionario se vendió a fines de 2014 al mismo Grupo Gloria de Perú que, dicho sea de paso, se encontraría entre los grupos económicos más poderosos del vecino del sur.

En esta lista correista de concesiones de activos del sector público no puede faltar la entrega de los puertos más grandes del país al capital transnacional, alíado con grupos oligárquicos locales. Nos referimos a las concesiones por 50 años, sin licitación, de los puertos de Posorja, Puerto Bolívar, Manta… Y por cierto no se puede ocultar el empuje que se otorgó durante el correismo a los capitales petroleros, llegando inclusive a entregar el capo petrolero Sacha y otros campos petroleros a empresas privadas transnacionales en su gran mayoría.[7] El festín minero del siglo XXI es por supuesto otra clara manifestación de cómo en el gobierno correísa –de vacío discurso soberanista– se abría la puerta a los capitales transnacionales.

A su vez, al final de su gobierno, Correa señaló una larga lista de intenciones privatizadoras: Fabricamos Ecuador (Fabrec), GamaTC, TC Televisión, Banco del Pacífico, Diario El Telégrafo y Televisión y Radio de Ecuador (RTV Ecuador), los Correos del Ecuador, la Flota Petrolera Ecuatoriana, la liquidación de la Gran Nacional Minera Mariscal Sucre. Incluso se propuso la apertura a capitales privados para que administren las hidroeléctricas Sopladora, Manduriacu y Ocaña, y hasta la participación de capitales privados en grandes empresas públicas como la Corporación Nacional de Telecomunicaciones (CNT) – una de las empresas con el patrimonio más grande del país.

Fueron señales muy claras de que se pretendía un nuevo desmantelamiento del Estado al puro estilo neoliberal. Y todo bajo el argumento de obtener liquidez para el gobierno y afrontar el difícil momento de la economía ecuatoriana, argumento hasta indolente si recordamos todos los despilfarros del correísmo. Por ejemplo, para citar apenas dos casos, recordemos la fallida construcción de la Refinería del Pacífico y la costosa rehabilitación de la Refinería Estatal de Esmeraldas.

Por cierto, cabe mencionar que en el gobierno de Moreno no prosperaron esas intenciones privatizadoras.  Lo que se produjo es la disolución de varias empresas estatales, incluso de indudable importancia para la vida de una sociedad como Correos del Ecuador. En todo caso, hasta para la ejecución de las ambiciones privatizadoras, el gobierno de Moreno resultó un desastre.

El país del encuentro… privatizador

Llegados a este punto, cuando el gobierno de Lasso ha declarado su interés de abrir la puerta a privatizaciones y concesiones –a las que el gobierno anterior eufemísticamente llamaba monetizaciones– bien vale establecer algunas diferencias y por cierto adentrarse en la materia desde una lectura de economía política. Empecemos pues destacando a quiénes les interesa las privatizaciones, más allá de quienes las aceptan como una verdad revelada.

El discurso privatizador tiene interesados a nivel nacional e internacional. En este sentido, los capitales transnacionales están entre los primeros empeñados en que los Estados nacionales se deshagan de sus patrimonios, para obtenerlos por la vía de la inversión extranjera directa normal. Los capitales nacionales, muchas veces estrechamente vinculados al capital externo, también aspiran hacerse cargo de una tajada de posibles negocios, casi siempre muy lucrativos. Y por si esto fuera poco, estas preten­siones reciben el respaldo abierto de los organismos multilaterales de crédito o de gobiernos como los EEUU que en repetidas ocasiones se ha pronunciado a favor de sus connacionales, como en el mencionado caso de Emelec, o recientemente al otorgar una línea de crédito condicionada a privatizaciones y concesiones.

Ahora, con el gobierno de Guillermo Lasso parece que la intención privatizadora a ultranza se haría realidad. En este punto cabría discutir algunas de las áreas que aparecen en la mira de las privatizaciones y concesiones lassistas.

  • Venta del Banco del Pacífico

Empecemos por la pretendida venta del Banco del Pacífico, que tiene una possición preponderante en el mercado financiero del país y que realiza importantes utilidades. ¿Qué hace el Estado manejando un banco que era privado?, es una pregunta de cajón. La respuesta está en línea con lo que manifestamos anteriormente: este banco formó parte de las entidades financieras salvadas por el Estado. Y ahora, su venta sería –según una lectura muy superficial– un paso necesario para que vuelva a sus orígenes.

El asunto es más complejo. No se trata solo de impulsar un proceso transparente y de obtener el mejor precio posible. Lo que interesa es averiguar las consecuencias que podría tener dicha venta y cuáles podrían ser algunas alternativas para conseguir un objetivo más trascendente que el obtener un ingreso monetario más o menos significativo, pero con una mera perspectiva cortoplacista.

Basta recordar que en 2019 solo cinco bancos (Pichincha, Produbanco, Guayaquil, Internacional y Bolivariano) concentraron un 64 % de los créditos y 67 % de los depósitos. Si se concreta la venta del Banco del Pacífico –por su tamaño, el segundo del mercado, actualmente en manos del Estado– el poder del oligopolio bancario crecería aún más. Difícilmente se puede aceptar el argumento de que un propietario privado mejoraría los niveles de competencia en el mercado. Si ese es el objetivo, ¿por qué no impulsar un frente de banca pública y comunitaria –bancos estatales (Banecuador, CFN, Banco del Pacífico) y BIESS– en estrecha alianza con las cooperativas de ahorro y créditos, así como con las cajas comunales y otras entidades de la Economía Popular y Solidaria?

Por supuesto que urge tomar medidas para generar competencia en el mercado financiero y, por ejemplo, reducir las tasas de interés. El Estado puede abrir líneas de segundo piso para fondear (financiar) especialmente a las cooperativas que son las que más llegan a las localidades y financian a los micro y pequeños emprendimientos. Es necesario también fomentar la creación de más cajas de ahorro comunitarias complementadas con un mayor uso de medios de pago alternativos que dejen de depender del uso de dólares físicos para las transacciones. Y por cierto urge también estimar y establecer límites a la concentración de la banca: por ejemplo, impedir legalmente que un solo banco concentre más del 10% de créditos y depósitos. Aquí puede ayudar una ley antimonopolios que penalice con impuestos extraordinarios a grupos económicos y financieros de excesiva concentración.

  • Concesión de Corporación Nacional de Telecomunicaciones (CNT)

Otro de los activos del Estado que está en la mira privatizadora es la CNT. El patrimonio de esta empresa debe bordear fácilmente los 1.700 millones dólares. Su abierta privatización o concesión es muy probable que conlleve a la transnacionalización de la Corporación, pues es muy difícil creer que una empresa privada nacional pueda asumir el reto de transformar a la CNT y ponerla a competir con las transnacionales telefónicas Claro y Movistar que actualmente dominan el mercado. Por cierto, cabe no olvidar los apoyos que el correísmo brindó a estas empresas transnacionales para que sigan operando en el país cuando existía la posibilidad de que la empresa pública se encargue totalmente de las telecomunicaciones.

Sin que CNT sea una empresa que brille por su eficiencia, es una empresa rentable. Y bien podría transformarse en actor importante para ampliar sustantivamente el servicio en todo el Ecuador, al tiempo que serviría para romper el poder del oligopolio de la telefonía privada, que controlan el grueso del mercado y que en algunos casos –sobre todo Claro– obtienen utilidades anuales superiores al 90% (noventa por ciento) sobre su patrimonio neto.

  • Concesiones y privatizaciones en el sector hidrocarburífero

Una decisión de privatizar las tres refinerías existentes tiene que considerar una serie de elementos estratégicos y, en el caso pe­trolero, no se puede olvidar la experien­cia de las décadas en que las transnacio­nales dominaban toda la industria hidro­carburífera, con escasos beneficios para el país. Incluso cabe traer a la memoria los enormes subsidios que han recibido las empresas petroleras para sostener rentables sus operaciones; una cuestión que surgió hace ya muchísimas décadas cuando el Estado ecuatoriano subsidiaba las exportaciones petroleras de la Anglo, que extaría el crudo de la Península de Santa Elena. Y tampoco se puede menospre­ciar la selección del momento oportuno para proceder a la venta de las refinerias, puesto que cuando existe una sobre­oferta de determinadas empresas o cuando el sector da clara muestras de debilitamiento estructural[8], se otorgarían mayores beneficios al capital transnacional y no se conseguirían todos los resultados espera­dos. En este sentido, igualmente se propone transformar la mayor empresa del país, Petroecuador, en una sociedad anónima, es decir abrir la puerta para su paulatina privatización.

La viabilidad de una privati­zación de empresas de areas estratégicas debería depender de las posibilidades existentes para que ésta sirva de palanca para garantizar la transferencia de tecnología por parte de los inversionistas extranjeros, en campos donde sea indispensable. De todas maneras, mejor será crear condiciones adecuadas para que los en­tes estatales que actúan en campos estratégicos puedan desenvolverse en ambientes de mayor competividad. Reiteremos también que el objetivo de las empresas pública no es necesariamente la rentabilidad, más aún en el caso de sectores estratégicos donde es crucial garantizar al país al menos un mínimo de autonomía.

Asimismo, disponer de empresas estatales en campos estratégicos puede ayudar, sobre todo si se quiere impulsar una transición posextractivista. Pero, contar con esas empresas no asegura mecánicamente otra política extractivista y peor una superación del extractivismo. Recordemos que el accionar de las empresas estatales casi siempre está motivado por las demandas del mercado mundial, e incluso ha llegado a ser –en no pocas oportunidades– mucho más dañino que las acciones de las propias transnacionales al atropellar a las comunidades en nombre del interés nacional y/o porque no tienen tecnologías y prácticas adecuadas. A modo de constatación de lo dicho, es perversa la alianza de empresas extractivistas estatales, como entre la empresa minera estatal ecuatoriana Enami y Codelco (Corporación Nacional del Cobre de Chile), esta última orientada a facilitar la ampliación de la minería en Intag, provincia de Imbabura.

  • Un redoblado impulso transnacional para los extractivismos

En línea con lo que han intentado otros gobiernos, sobre todo ahora agobiado por la megacrisis que afecta al país y más aún con el lastre de una economía dolarizada, se trata de conseguir dólares de cualquier forma. En especial, dólares provenientes de las exportaciones. Y para lograrlo se forzan las actividades extractivistas y la flexibilización laboral, con el fin de hacer realidad la ansiada competitividad.

Así, con el fin de paliar las angustias fiscales, una de las medidas que ha esgrimido el presidente Lasso –ya en campaña– es la duplicación del volumen de extracción de petróleo, de 500 mil a 1 millón de barriles diarios (sin considerar incluso todas las limitaciones ambientales y técnicas que semejante propuesta podría implicar). Y en consecuencia ha sintetizado los afanes orientados a ampliar las actividades petroleras en el Decreto 95, del 7 de julio de 2021[9].

Para empezar no se puede caer en análisis simples y comenzar a calcular –con meras “reglas de tres” o similares– cuánto sería el aumento de los ingresos petroleros necesarios para las tan alicaídas finanzas públicas. Lasso ha reconocido que tomará cuatro años cumplir con esta meta petrolera (sería oportuno conocer qué fuente o estudio especializado empleó como referencia para plantear ese plazo). Sin embargo, algo que no se toma en cuenta es la resistencia de las comunidades amazónicas que con sobradas razones defenderán con creciente firmeza sus territorios. Otro limitante: un aumento del volumen de extracción de crudo, sin un incremento de las reservas, acercará aún más la fecha en la que Ecuador dejará de exportar petróleo; caeríamos en una suerte de pan para hoy, hambre para mañana. [10]

Un mecanismo para conseguir este ambicioso y a la par complejo objetivo, a más de las privatizaciones rápidamente mencionadas en líneas anteriores, radica en concluir con los contratos petroleros de servicios y, volver a los contratos de participación. Los contratos de prestación de servicios adolecen de un problema, que radica en el costo de extracción mínimo, que bordea en promedio los 35 dólares por barril; así, cuando el precio cae, el rendimiento es menor. Con los contratos de participación la tajada estatal será menor, pero se espera contrapesar eso con mayores inversiones que permitan incrementar las tasas de extracción de crudo. La entrega de campos petroleros a empresas extranjeras –como ya lo hizo Correa en su gobierno– no será suficiente para conseguir ese esperado beneficio, pues para generar interés en las empresas privadas hay que ampliar el margen de sus utilidades.

El espaldarazo a la megaminería (ver el Decreto 151, suscrito el 5 de agosto de 2021[11]) que recibe abierto aliento de los grandes medios de comunicación –seguramente lucran hasta de la creciente publicidad de las empresas mineras– no se reflejará en beneficios importantes para el país, pero con seguridad aumentará la conflictividad social en los territorios. Veamos un par de cifras preliminares de las mismas mineras y del Estado para el caso de siete proyectos megamineros: el total de ingresos que se generaría por la megaminería en las próximas décadas podría ser de 132.432 millones de dólares. De ellos sólo unos 27.486 millones (20%) llegarían al Estado ecuatoriano en períodos que van desde once hasta más de cincuenta años.

Solo para entender lo poco que representan los 27.486 millones que se recopilaría al terminar los principales megaproyectos actualmente en cartera, notemos algunas cifras: entre 2007 y 2018, el sector público no financiero ecuatoriano (gobierno central, gobiernos seccionales, empresas públicas y demás entes estatales), recibió casi 99 mil millones por ingresos petroleros; solo el gobierno central registró por ese rubro, en esos once años, 41.822 millones de dólares: 150% veces más en un período tres veces más corto que lo que ofrece la  megaminería.

El costo de monitoreo –no necesariamente de remediación y menos aún de restauración– de los sitios de las minas de los proyectos Mirador, Fruta del Norte, Loma Larga, Río Blanco, Panantza-San Carlos, Llurimagua, Cascabel, Cangrejos, y El Domo/Curipamba, calculado a míseros 3 dólares por tonelada para procesar las más de 5 mil millones de toneladas de material que hay que extraer del subsuelo, podría llegar al menos a 14.500 millones de dólares: casi el 53% de los 27.486 millones de dólares que, se supone, recibiría el Estado. Este costo no considera, por supuesto, la contaminación del agua, los subsidios ocultos (electricidad subsidiada, por ejemplo), los costos de eventuales accidentes (muy probables dados los contextos altamente riesgosos en los cuales se están desarrollando los proyectos), como la rotura de un dique de colas y la consecuente limpieza de la contaminación asociada. Y no podríamos marginar la enorme cantidad de beneficios tributarios y arancelarios que reciben estas empresas. Si todos los proyectos estratégicos entraran en funcionamiento, habría entre 32 y 40 mil puestos de trabajo directo, menos del 0,4% de la población económicamente activa.[12]

Para alentar las inversiones extranjeras en otros ámbitos, así como también en los diversos extractivismos, el Gobierno retornó al Convenio sobre Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones entre Estados y Nacionales de otros Estados – CIADI. Como consecuencia de esta acción el régimen expidió el Decreto 165[13], el 18 de agosto de 2021, que reglamenta la Ley de Arbitraje y Mediación expedida en 1998. A través de dicho reglamento se amplía de manera profunda el ámbito de los arbitrajes, incluso prohibiendo cualquier injerencia de fuera de los centros de arbitraje y abriendo la puerta a la retroactividad en la aplicación de los arbitrajes, para asegurar más y más garantías a las inversiones privadas, en particular extranjeras. Inversiones que, por cierto, cuando han provocado controversias resueltas en arbitrajes internacionales, han generado prácticamente miles de millones de dólares en pérdidas al estado ecuatoriano.

Si se lee con detenimiento –y buena fe– lo que dispone la Constitución, si se recupera el espíritu de la Constituyente y, si se revisa la Carta Magna en su integralidad, la prohibición a que el país se someta a arbitrajes internacionales no deja espacio para la duda.[14] En el artículo 419, se fija el marco de vigencia de los tratados internacionales que requieren una aprobación por parte de la función legislativa, entre los que no aparecen los mencionados arbitrajes internacionales. Los arbitrajes están expresamente prohibidos en el artículo 422. Eso sí, dejamos claro, incluso como argumento adicional para aclarar el tema, que en dicho artículo 422 se prevé la posibilidad de instancias arbitrales solo en el ámbito regional, es decir latinoamericano,[15] y también se contempla la posibilidad de un sistema de arbitraje para deuda externa soberana, que no existe todavía a nivel internacional.[16]

La experiencia en Ecuador y en el mundo nos dice que las inversiones extranjeras no vienen motivadas solo por tratados bilaterales de inversión (en donde se acepta el arbitraje internacional en el caso de controversias) sino por otras razones que tienen que ver con las posibilidades de obtener beneficios e incluso con la capacidad de aumentar la influencia de capitales transnacionales en sectores estratégicos. Es más, Ecuador, al 2017, tenía más tratados de arbitraje internacional que muchos países de la región, y sin embargo recibía solo 0,79% de la inversión que llegaba del mundo a América Latina y el Caribe. El  principal flujo de inversiones extranjeras directas hacia Ecuador provenía de Brasil, México y Panamá, países con los que Ecuador no había firmado un tratado bilateral de inversiones. Y como si lo anterior no fuese suficiente, téngase presente que –comparando dos países de la región de tamaño relativamente similar– Brasil, sin tratados bilaterales de inversión, supera en inversiones extranjeras a México, uno de los países con más tratados de inversión.

Privatizar o no privatizar, “that is (not) the question”

En este texto hemos presentado apenas una breve lectura preliminar de los principales sectores que podrían afectarse por la ola privatizadora que parece aproximarse. Sin duda faltan temas candentes y preocupantes que merecen una discusión futura mucho más detallada. Entre esos temas se puede destacar a las pretensiones de privatización (así sea “encubierta”) del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS).

Por ahora, lo que buscamos es incentivar al análisis de algunos elementos básicos de la cuestión y plantear algunas interrogantes que pueden enriquecer el debate. Incluso, cabe aprovechar el momento para empezar a repensar al Estado. Así, luego de plantearse la función que debe asumir el Estado en el conjunto de la sociedad y no solo en la economía, se podría diseñar un programa de mejo­ramiento de la eficiencia estatal (comprendiendo que los objetivos estatales deberían ser distintos a objetivos del capital). Sólo entonces se podrá debatir sobre el tema de la entrega o incluso venta de activos del sector público, que podría ser en algunos casos una herramienta para mejorar los índices de eficiencia, que no se agota en la esfera de la propiedad empresarial, sino que debe integrar otros aspectos de mayor incidencia en la macroeconomía y en la sociedad en general. Incluso, cabría pensar en la posibilidad no de la privatización sino de la entrega de la administración de empresas públicas y activos estatales a comunidades, cooperativas u otras formas alternativas de organización social de carácter no capitalista.

Así, el logro de este objetivo no necesariamente debería estar ligado a un problema de propiedad sino de gestión, que no se reduce a una supuesta dicotomía entre el Estado y la empresa privada.

Entre algunos puntos dignos de mencionar destaquemos que varias empresas públicas han sido víctimas de un manejo irresponsable y corrupto, hasta en beneficio de agentes privados. Y en este punto tampoco se puede marginar la existencia de “las puertas giratorias”, es decir la casi continúa circulación de personas que vienen del sector privado a administrar las empresas públicas o a cumplir funciones gubernamentales, de donde, luego de un tiempo -muchas veces luego de haber atendido las demandas de sus gremios o sus empresas – retornan al mundo empresarial privado, sin que se pueda consolidar un equipo de gerencia estable y preparado al frente de las empresas del Estado.

Tampoco se puede descuidar el efecto acumulativo de las sucesivas políti­cas de austeridad –motivada por la necesidad de mantener el pago del servicio de la deuda externa–, que ha ocasionado severos problemas finan­cieros a las entidades estatales, que han asumido el peso de los ajustes y se han visto imposibilitadas de mantener los ritmos de atención al público o la expan­sión y el mantenimiento de sus opera­ciones.

En el caso de los servicios públicos, afectados por la crisis económica, la impostergable búsqueda de mayor efi­ciencia, que pretende ser resuelta por la acción privatizadora, no puede perder de vista la equidad social y la responsabilidad ambiental, objetivos insepa­rables de la gestión estatal. Por lo tanto, se debe considerar el riesgo del incremento de las tarifas de los servicios públicos que sean privatizados, a más de las dificul­tades para ampliar su cobertura a los sectores más necesitados. Está claro que las necesidades sociales no suelen coincidir con el rendimiento empresarial, pues este último puede agudizar la con­centración de beneficios en la élite. En cambio, para los sectores de menores ingresos, las privatizaciones pueden implicar hasta una disminución o eliminación del acceso a deter­minados servicios públicos.

De igual manera inciden en el funciona­miento de las empresas públicas los mar­cos jurídicos vigentes y la falta de un entorno económico adecuado, que constituyen verdaderas camisas de fuerza que impiden su desenvolvimiento; el caso de Petroecuador es paradigmático en este punto. A su vez, el desenvolvimiento de las empresas públicas se ve afec­tado por interferencias políticas, impidiendo que su fun­cionamiento sea estable y armónico; es más, en no pocas ocasiones la designación de sus directivos responde a intereses coyunturales de la política par­tidista antes que a alguna visión estratégica. Por eso, antes que pensar en la venta (hasta subvaluada) de las empresas estatales, lo urgente debería ser la transformación de su gestión, buscando una posible combinación entre rentabilidad, sustentabilidad y garantía del acceso a la población, sin perder de vista en ningún momento los mencionados objetivos sociales y ambientales.

También es preciso destacar que la privatización no puede sustituir un monopolio estatal por un privado. No solo se trata del problema de que el monopolio, independientemente de su propiedad, produce ineficiencias en la asignación de recursos, sino que en el caso de los monopolios privados con­ducen a mayores concentraciones de la riqueza y por ende del poder político. Por esta razón, antes que pensar en una sus­titución de las estructuras de la propiedad monopólica, es preferible configurar condiciones para que la empresa estatal funcione como si existieran condiciones de competencia y que considere los cos­tos externos a su gestión. Y esto será factible cuando se armonice jurídica e institucionalmente la actividad de los entes estatales, cuando se elimine la debilidad en la definición de las políticas del sector público en general, y cuando se brinde una mayor participación popular y comunitario en la propia administración del Estado y de sus activos.

De todas maneras, existen casos donde se podría impulsar la privatización, o mejor dicho la transformación de la propiedad estatal en otras formas de propiedad que fortalezcan la economía nacional. Por ejemplo, la participación pública en varias empresas productivas o en otras con características nada priori­tarias, como aquellas destinadas al tu­rismo y a la recreación, que no ameritan el concurso del capital estatal. Estas par­ticipaciones podrían ser vendidas no solo considerando su posible rentabilidad comercial, sino que deberían ser instru­mentos para ampliar la base del accio­nariado impidiendo mayores niveles de concentración de la riqueza. Se deberían ensayar esquemas de “privatización” que otorguen paquetes de acciones, en condiciones preferenciales y con regulaciones claras que impidan su venta inmediata, a los propios trabajadores y a los mismos usuarios de las empresas afectadas. Así, no se buscaría el mayor precio en el mercado, sino ante todo mecanismos que contribuyan a una mayor democratización de la propiedad y la gestión los activos públicos.

El precio de venta, en definitiva, no debe ser el punto más importante, sino los efectos colaterales de contenido macroeconórnico, social y ambiental que se puedan derivar de una privatización o concesión. Es decir, la decisión del manejo de las empresas públicas y otros activos debe hacerse desde una perspectiva estratégica e integral.

También, como ya lo anotamos antes, es importante destacar que un ob­jetivo clave de estas acciones privatizadoras implica la búsqueda de recursos para superar deficiencias fiscales. Sin embargo, lo importante no es simplemente reducir en el corto plazo el déficit fiscal, sino tener presente el potencial valor futuro de las utilidades que gene­raría la empresa. Así, solo en los casos en que una empresa estatal lleve a condiciones deficita­rias graves, que no pueden ser resueltas en el corto o mediano plazos, y que no sea indispensable para cumplir los mencionados objetivos superiores del Estado, se podría pensar en privatizarla.

Además, el ob­jetivo de una privatización no puede ser simplemente fiscal, menos aún si se con­sidera que los ingresos obtenidos pueden tener un efecto efímero ante problemas serios del subdesarrollo. Por ejemplo, ¿para qué privatizar si un mejor manejo de las empresas públicas puede mejorar la capacidad productiva de la economía del país? Por otro lado, la aplicación de medidas privati­zadoras no puede ocultar el hecho de que el déficit muchas veces encuen­tra su origen en los esfuerzos que se realizan para servir la deuda pública ex­terna e interna.

Otro asunto que no puede pasar de­sapercibido es el destino que se da a los fondos que se consigan con la venta de las empresas estatales. Como se dijo, lo fundamental no debe ser prio­rizar la búsqueda de mayores precios, sin considerar otras posibilidades que se derivarían de este proceso. Los recursos obtenidos por esta vía de ninguna ma­nera deberían engrosar el servicio de la deuda externa o ser destinados a gastos suntuarios o a la compra de armas, por ejemplo. Por el contrario, deberían servir, por ejemplo, para impulsar procesos de reconversión productiva, teniendo presente en todo momento criterios de equidad socio­económica y ambiental, antes que simples reflexiones empresariales que contribuyan a otorgar nuevos y mayores beneficios a los grupos monopólicos.

En lugar de insistir en la ine­ficiencia de las empresas estatales –asumiendo esta afirmación como dogma cuando es difícil compro­barlo empíricamente– se debería buscar una activa cooperación entre el Estado y el sector productivo en general –priorizando la economía popular y solidaria–, no solo entre el Estado y los grandes grupos fi­nancieros. Del tamaño del Estado o del sector privado tampoco se pueden deri­var conclusiones mecanicistas sobre el grado de desenvolvimiento de un país; lo que cuenta es el grado de interrelación que se consiga entre estos dos actores sin des­cuidar a la sociedad civil, para ga­rantizar la conformación y fortalecimiento de una ciudadanía activa y de comunidades empoderadas que sean actores determinantes en los procesos de transformación del Estado y no solo conseguir una presencia aislada de cier­tos grupos sociales en calidad de nuevos propietarios.

Para completar esta reflexión cabe plantear la duda sobre los reales inte­reses de la fanaticada privatizadora, qué empresas estatales están en su mira y cuáles son los mecanismos con que pre­tenden acceder a su propiedad. Un real reorde­namiento del Estado y de sus empresas no puede iniciar antes de redefinir su papel, para luego redimensionar su participación en la economía y en la so­ciedad. Así, más que el tamaño del Estado y sus empresas interesa su incidencia en la sociedad y la calidad de sus decisiones, cuestiones clave al diseñar posibles esquemas de trans­formación de la propiedad estatal y hasta la participación del capital extranjero en la economía. Caso contrario se corre el riesgo de que una masiva e indiscri­minada privatización acentúe las ca­racterísticas concentradoras y excluyen­tes de la sociedad nacional y que, como resultado de la recomposición estructu­ral de las relaciones entre economía y política, se configure una nueva tipo­logía de Estado autoritario, que restrinja aún más los espacios democráticos.

En suma, no se pueden aceptar irreflexiva­mente viejos dogmas del liberalismo derivados de una masiva angustia fiscal, de un gran desinterés por el bienestar de las poblaciones vulnerables que se benefician de la existencia de servicios públicos, y de los inocultables intereses de algunos grupos de poder dentro y fuera del país que buscan lucrar en medio de la crisis.

En definitiva, requerimos otro Estado.[17] Y esta es una cuestión que ya no se puede simplemente analizar discutiendo sobre su tamaño y eficiencia. Vivimos nuevos momentos que conllevan retos cada vez más complejos y que plantean nuevos horizontes. Así, el plantearse un nuevo Estado -inspirado en la plurinacionalidad- debe incorporarse al Buen Vivir y a los Derechos de la Naturaleza, al tiempo que se consolidan y amplian los derechos colectivos y comunitarios. Igualmente debe incorporarse una crítica severa a la actual estructura de propiedad de la riqueza y de los medios de producción tanto en manos privadas como estatales. Esto exige crear esquemas horizontales de redistribución de riqueza y poder, así como de construcción de equidades en plural, pues están en juego varias cuestiones: una lucha de clases entre capital-trabajo; la superación efectiva del concepto de “raza” y del racismo como los elementos más crudos de dominación de estas sociedades; e incluso la construcción de sociedades que rompan con su matriz patriarcal. De esta manera, desde la crítica y desde un radical replanteamiento del Estado, se puede pensar en cómo enfrentar la crisis civilizatoria que el capitalismo nos impone (y el coronavirus ha exacerbado).

Todo lo dicho aspira a engranarse con propuestas de transformaciones profundas, civilizatorias, en las que el énfasis debe estar en asegurar simultáneamente la pluralidad y la radicalidad. Una tarea que no será posible de la noche a la mañana, sino a través de sucesivas aproximaciones que enfrenten todas aquellas maquinarias de muerte que amenazan a la supervivencia humana y a la vida en el planeta.

 

Impulsemos pues un esfuerzo que libere las fuerzas sociales hoy atrapadas en engorrosas institucionalidades estatales, potenciando sus capacidades de autosuficiencia, autogestión y autogobierno. Hasta la discusión sobre las privatizaciones merece una nueva perspectiva desde la autogestión popular. Todo esto demanda no solo inteligencia en la crítica, ni solo profundidad en las alternativas, sino sobre todo la acción de las fuerzas políticas que lideren y viabilicen los procesos emancipatorios que tanto nos hacen falta.-

 

[1] Conviene recordar que en el gobierno de Rafael Correa se desperdició una gran oportunidad para impulsar transformaciones estructurales, existiendo una serie de condiciones casi únicas para al menos intentarlo. Sobre el particular se recomienda el libro de Alberto Acosta y John Cajas-Guijarro (2018); Una década desperdiciada: Las sombras del correísmo. CAAP, Centro Andino de Acción Popular. Disponible en https://drive.google.com/file/d/1ezro-SaBUzXlzsEllvOAjpIwJIijwiqj/view

[2] Sobre el particular se puede revisar el artículo de Alberto Acosta (1992); Riesgos y alcances de una novelería, Revista Ecuador Debate Nº 25; disponible en https://repositorio.flacsoandes.edu.ec/bitstream/10469/9144/1/REXTN-ED25-02-Acosta.pdf o el libro de Alberto Acosta y Lautaro Ojeda (1993); Centro de Educación Popular (CEDEP), Quito.

[3] Ver nota periodística: “Guillermo Lasso anuncia concesión de refinerías, carreteras, telefónica y venta del banco estatal”, Diario El Universo, 23 de mayo del 2021, https://www.eluniverso.com/noticias/politica/guillermo-lasso-anuncia-concesion-refinerias-carreteras-telefonica-venta-banco-estatal-nota/

[4] Para profundizar sobre la grave situación que atraviesa el Ecuador se recomienda el análisis de Alberto Acosta, John Cajas-Guijarro, Hugo Jácome (2021); Ecuador: al borde del naufragio – Entre la pandemia sanitaria y el pandemonio neoliberal. Disponible en https://www.rosalux.org.ec/pdfs/Ecuador-al-borde-del-naufragio.pdf

[5] Basta revisar los potentes aportes y denuncias de Arturo Villavicencio (2015); “Un cambio de matriz energética bajo toda sospecha”; como el artículo disponible en https://lalineadefuego.info/2015/06/02/un-cambio-de-matriz-energetica-bajo-toda-sospecha-por-arturo-villavicencio/

[6] Un detalle de todos estos procesos se encuentra en el libro de Alberto Acosta y John Cajas-Guijarro (2018); Una década desperdiciada: Las sombras del correísmo. CAAP, Centro Andino de Acción Popular. Disponible en https://drive.google.com/file/d/1ezro-SaBUzXlzsEllvOAjpIwJIijwiqj/view

[7] Ver una sítesis del manejo petrolero de ese gobierno en  Alberto Acosta y John Cajas-Guijarro (2018). En especial el apartado ‘La maldición de la abundancia petrolera’.

[8] Hay que tener presente la tendencia -cada vez más presente- de disminuir la dependencia de los combustibles fósiles.

[9] Disponible en https://www.fielweb.com/App_Themes/InformacionInteres/Decreto_Ejecutivo_No._95_20210607132917_20210607132920.pdf

[10] Consultar en Vicente Sebastian Espinoza, Javier Fontalvo, Jaime Martí-Herrero, Paola Ramírez, Iñigo Capelán-Pérez (2019);

“Future oil extraction in Ecuador using a Hubbert approach”. Science Direct. Disponible en https://www.sciencedirect.com/science/article/abs/pii/S0360544219311922

[11] Disponible en https://www.recursosyenergia.gob.ec/wp-content/uploads/2021/08/wp-1628209776656.pdf

[12] Sobre esta importante cuestión invitamos leer el libro de Alberto Acosta, John Cajas-Guijarro, Francisco Hurtado, William Sacher (2020); El festín minero del siglo XXI. ¿Del ocaso petrolero a una pandemia megaminera?, Abya-Yala, Fundación Rosa Luxemburg, Quito.

[13] Disponible en: https://drive.google.com/file/d/13lf57Lha9bO-UbDzma9XmPMw7a1I-rOZ/view?usp=sharing

[14] Consultar en Alberto Acosta (2021); “Presidente Guillermo Lasso viola la Constitución – ¿Con complicidad de la Corte Constitucional?”. Disponible en https://rebelion.org/presidente-guillermo-lasso-viola-la-constitucion/

[15] El segundo inciso del artículo 422: “Se exceptúan los tratados e instrumentos internacionales que establezcan la solución de controversias entre Estados y ciudadanos en Latinoamérica por instancias arbitrales regionales o por órganos jurisdiccionales de designación de los países signatarios. No podrán intervenir jueces de los Estados que como tales o sus nacionales sean parte de la controversia”.

[16] El tercer inciso del artículo 422: “En el caso de controversias relacionadas con la deuda externa, el Estado ecuatoriano promoverá soluciones arbitrales en función del origen de la deuda y con sujeción a los principios de transparencia, equidad y justicia internacional”. Sobre el tema se puede consultar la propuesta formulada desde hace más de dos décadas por Alberto Acosta y el economista peruano Oscar Ugarteche, sintetizada entre otras varias publicaciones de los autores, en el siguiente artículo: “A favor de un tribunal internacional de arbitraje de deuda soberana” (2003).  Para completar esta información, es pertinente conocer que la esencia de este Tribunal, en lo que se refiere a las normas de justicia internacional, transparencia y equidad, fueron discutidas e incluso aprobadas en dos ocasiones en el seno de Naciones Unidas, sin tener ningún resultado favorable hasta la fecha, por la oposición de las grandes potencias, que son, a su vez, los mayores acreedoras de la deuda externa.

[17] Una detallada discusión sobre el papel que debe jugar el Estado se encuentra en el artículo de Alberto Acosta (2018); “Repensando nuevamente el Estado ¿Reconstruirlo u olvidarlo”, en el libro de varios autores, América Latina: Expansión capitalista, conflictos sociales y ecológicos, Universidad de Concepción, Chile. Disponible en https://ecuadortoday.media/2019/01/04/repensando-nuevamente-el-estado-reconstruirlo-u-olvidarlo/

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Acerca de Alberto Acosta 105 Articles
Economista ecuatoriano. Compañero de lucha de los movimientos sociales. Profesor universitario. Ministro de Energía y Minas (2007). Presidente de la Asamblea Constituyente (2007-2008). Candidato a la Presidencia de la República del Ecuador por la Unidad Plurinacional de las Izquierdas (2012-2013). Autor de varios libros y artículos.

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