Michael Sandel: corrupción y medio ambiente

Si soborno es eufemismo de incentivo monetario, entonces son corruptos quienes quieren entrar al cielo comprando indulgencias, y quienes pretenden negociar derechos a contaminar y a dañar la naturaleza que, como dice Sandel, no tiene precio

Hace pocos días el académico Michael Sandel (profesor de filosofía política en la Universidad de Harvard), conocido por su célebre libro Lo que el dinero no puede comprar, y por un curso on-line sobre justicia,  estuvo en la Universidad del Rosario, ofreciendo una conferencia sobre la ética de lo público.  Unas secciones del mencionado texto, sobre los mercados de emisiones de gases efecto invernadero, y el recuerdo perenne de ese gran economista que fue Nicolas Georgescu-Roegen, han sido la fuente de inspiración para esta breve columna.

La teoría económica neoclásica (la corriente dominante de la economía), está basada en el utilitarismo, y tiene dos supuestos básicos: a) la utilidad es el rasero o medida para equiparar todos los bienes y servicios; b) las finalidades de todos los seres humanos (sean vulgares o elevadas, buenas o malas) se pueden expresar en el lenguaje de la utilidad. Esta teoría ha sido la base de todas las políticas económicas, incluyendo las neoliberales, las keynesianas, las social-demócratas, y aún de llamada economía ambiental (análisis coste-beneficio, valoración de la vida,  desarrollo sostenible, crecimiento verde, etc.).

El principio fundamental de la teoría neoclásica es que todo lo existente en el mundo tiene un sustituto y, por tanto, para todo puede existir un precio, y esto se conoce como el principio de la sustitución. En esa lógica, un consumidor racional, maximiza su utilidad si, por ejemplo, una bandeja paisa puede ser sustituida por un sancocho de bagre o por un ajiaco santafereño; un empresario racional, puede sustituir a la revoltosa y sindicalizable mano de obra humana por mudas y eficientes máquinas; un gobierno puede sustituir inversión en vías (infra-estructura) por formación de universitarios (capital humano), etc.

Sin los eufemismos propios de la ciencia “objetiva”, el curtido economista T. Schelling, uno de los estrategas de la guerra fría, señaló que detrás de los incentivos y de los mercados está el poder del soborno: un cuantioso soborno (a veces acompañado de la contra-cara de una amenaza creíble) es una oferta difícil de renunciar, y un uso estratégico de los sobornos hace posible comprar voluntades de mercenarios, políticos, actores, países y comunidades enteras, cuando el botín se denomina “regalía”, “compensación” y “premio”.

El único economista que ha destruido teóricamente el falaz y perjudicial principio de la sustitución, ha sido el rumano Nicolas Georgescu-Roegen (cuya obra cumbre es La ley de la entropía y el  proceso económico). En un artículo de los años treinta, mostró que existen necesidades y deseos humanos inalienables que no tienen sustituto: el agua o el pan que satisfacen respectivamente la sed y el hambre no pueden ser sustituidas por un par de zapatos, un viaje internacional no  es sustituto de una carrera universitaria; y resulta más sensato un ordenamiento lexicográfico o una jerarquización de necesidades (como la estilada en la pirámide de Maslow).

En los años setenta, en su obra magna, desbarató la falaz función neoclásica de producción, y mostró que el trabajo humano y los medios de producción (o capital) no pueden sustituir a la naturaleza, pues el ser humano no puede producir materia y energía, y más bien las transforma en un proceso que acentúa y acelera la degradación entrópica. En su perspectiva no se puede concebir alguna modalidad de desarrollo sustentable o sostenible, y los daños causados a la naturaleza por actividades nocivas (y cruciales para la economía) como la minería, y la extracción y combustión de petróleo, carbón y gas … no se pueden reparar.

En el mundo y, obviamente, en Colombia, los ámbitos de la academia y la arena de la política económica, han estado influenciados,  las últimas cuatro décadas,  por el neoliberalismo (los chicago boys, y sus remedos en todo el mundo). Los grandes neoliberales académicos (F. Hayek, M. Friedman, G. Becker, J. Buchanan, G. Tullock, R. Coase, R. Frank, etc.) y los políticos (los presidentes de Estados Unidos desde R. Reagan hasta Trump, y del Reino Unido los primeros ministros desde Margaret Tatcher hasta Theresa May,  y en Colombia, los elegidos,  desde César Gaviria hasta J. M. Santos y sus posibles seguidores desde la centro-izquierda hasta la derecha) han pretendido, con cierto amargo éxito, instaurar mercados para todas las relaciones sociales y políticas: la familia, el sexo,  la política, la democracia,  la empresa, el manejo de bienes colectivos (como la salud y la educación), incluso la renta básica (o salario de ciudadanía), y los derechos a contaminar y generar destructivas externalidades (que afectan al medio ambiente) … todo eso se ha entendido como un mercado más, con precios, demanda y oferta.

¡Los neoliberales han logrado expandir la lógica de la sustitución a todo el universo de las relaciones sociales, y a toda la geografía mundial!

En contravía del neoliberalismo rampante, el profesor Sandel ha mostrado que la expansión de los mercados es ética y moralmente cuestionable: si para todo existe un precio entonces perdemos nuestra libertad y dignidad, y por tanto no somos viables como sociedad ni como especie.

En las secciones de su libro que tratan acerca de los mercados de emisiones de gases efecto invernadero (como dióxido de carbono y metano), mostró que la economía estadounidense bajo el gobierno de G. Bush, y que los burócratas del Protocolo de Kyoto (para la supuesta defensa del medio ambiente), fomentaron el mercado de emisiones de gases efecto invernadero (los famosos bonos de carbono):  una compañía o un país desarrollado con gran necesidad de emitir cantidades adicionales y crecientes de estos gases, podría comprar cuotas adicionales a un país subdesarrollado y con pocas emisiones para, supuestamente, alcanzar un equilibrio, y lograr una reducción global de las emisiones a través de la mágica mano invisible del mercado.

Sandel, sin ser economista, entendió muy bien el problema de los recursos comunes: afirmó que a los cielos no les importa si en un lugar del planeta se emite menos y en otro más, pues el tema ambiental no es el de una ridícula transacción micro-económica. Los gases efecto invernadero se han acumulado desde inicios de la primera revolución industrial hasta hoy, y la atmósfera es nuestro recurso común: en cualquier punto del planeta resulta nociva y crecientemente perjudicial una nueva emisión de gases efecto invernadero.

El profesor Sandel, como un recursivo pedagogo, muestra que estos mercados de emisiones son tan engañosos como el de un marido infiel que engaña a su esposa con una amante en Ámsterdam, y para remediar el daño incentiva monetariamente a un sujeto fiel en Lima para que continúe con la fidelidad a su esposa. Hace referencia a un sitio web en donde se muestra el ridículo de los mercados de emisiones y el de los amamantes infieles, el link es: 

Dos lecciones, en particular para algunos de nuestros ambientalistas que simpatizan con las “soluciones de mercado” son estas.

Primera: si los gobiernos latinoamericanos pudiesen preservar el Amazonas con incentivos monetarios de las grandes potencias contaminantes como Estados Unidos y China, y a cambio estas continuaran e incrementaran sus emisiones, el planeta y la humanidad estarían aún peor que hoy.

Segunda: aún si lográsemos castigar a las empresas mineras y petroleras con impuestos y elevadas regalías estatales (como lo han hecho en Ecuador y Bolivia), y el dinero fuese invertido en infraestructura y economía del conocimiento (el mal llamado capital humano), la economía colombiana y, en especial su medio ambiente, estarían peor debido a los daños irreparables y a la contaminación que no se pueden reversar ni reparar.

Al final queda un sabor agridulce pues notables académicos (keynesianos a la antigua) como P. Krugman, el profesor Sandel, y el ultra-neoliberal M. Friedman han coincidido en una fórmula un tanto distinta a los mercados de emisiones, que es la de un impuesto (o multa) a los emisores de CO2.  Este tipo de impuesto corresponde al principio de la sustitución, presente en el trabajo del neoclásico economista Pigou (¡quien contamina paga!), pero el problema es que los impuestos, aunque cuantiosos, no permiten remediar el daño irreparable causado a la naturaleza. Aunque, quizás, un muy elevado impuesto (o un tributo de carácter expropiatorio como los sugeridos por Henry George en contra de los rentistas), podría ser un mecanismo de disuasión en contra de los contaminadores.

Fuente: http://lasillavacia.com/silla-llena/red-verde/historia/michael-sandel-corrupcion-y-medio-ambiente-64757

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