Por Juan Cuvi y Érika Arteaga
¿Qué sesgo ideológico tenían los tres periodistas asesinados en la frontera con Colombia que impidieron la solidaridad de algunos actores políticos ecuatorianos? ¿Cuáles eran sus supuestas intenciones de “control geopolítico” en la región, cuando únicamente salieron a reportar en la frontera la violencia que viven a diario las poblaciones de Esmeraldas? Javier Ortega, Paúl Rivas y Efraín Segarra no eran más que unos apasionados profesionales del periodismo. No eran Murdoch ni Trump. Sin embargo, Rafael Correa y sus obtusos prosélitos descalificaron su secuestro y el dolor del gremio de comunicadores y de todo un país, que vivió con el alma en un hilo un crimen que marca un antes y un después en la defensa de la vida y la libertad.
En su burdo análisis de los hechos, pasaron del más inhumano cinismo a la más abyecta hipocresía (compararon el #NosFaltanTres con el #NosFalta Glas, ex vicepresidente correísta encarcelado por corrupción). De haber insinuado en un inicio que todo se resumía a un montaje del gobierno, terminaron expresando un pesar demasiado fingido como para ser creíble. Habría sido preferible un inocuo silencio. Porque después de haber denigrado, perseguido, calumniado y desacreditado al periodismo honesto durante diez años, cualquier condolencia del correísmo resulta una impostura.
La idea del supuesto montaje con que los correístas pretendieron desmerecer el suplicio de los tres periodistas tiene que interpretarse desde el plano sicológico. No hay más. Porque a la luz del desenlace, ese argumento refleja una estupidez política incuantificable, y la irracional idea de que todo se vale en política con tal de atacar al adversario. Sí, también perder la conciencia, burlarse del dolor de los familiares de los periodistas asesinados y tratar de confundir a un país entero pretendiendo reducir el problema a la traición de Moreno.
Es extremadamente grave que, en la secuela de esta tragedia, que continúa con el secuestro adicional de una pareja de comerciantes y con la población de la zona atemorizada e incomunicada, el problema se reduzca a un argumento tan peregrino. Insinuar que “conmigo estaban mejor” es un acto tramposo, irresponsable y mezquino. Como si lo que actualmente sucede en el país no fuera el resultado de diez años y más de historia. Como si todo hubiera ocurrido por arte de magia: un día teníamos carreteras y paz y al día siguiente miseria, narcotráfico y secuestros en la frontera.
En La historia de los espejos, Don Durito afirma que la justicia no es dar castigo, es reponerle a cada cual lo que merece y cada cual merece lo que el espejo le devuelve: él mismo. El peor enemigo de los proyectos populistas son los espejos, porque los obligan a mirarse en su verdadera dimensión. En ese reflejo ya no caben la apología pagada ni la grandilocuencia publicitaria. Si durante una década el correato se dedicó a hostigar al periodismo ecuatoriano de todas las tendencias fue porque lo obligaba a contemplar sus miserias. Sus defectos y limitaciones. Su farsa. Los periodistas ejecutados demostraron la valentía de la que carecen los correístas. Su desprecio es una proyección. Eso es todo. Y les atormenta todavía más porque trabajaban en un periódico convencional como El Comercio, “prensa corrupta y alineada con la derecha internacional” en palabras del ex presidente Correa.
No sorprende, entonces, que regímenes y partidos populistas de América Latina guarden un vergonzoso silencio a propósito de los periodistas asesinados. Sí sorprende, en cambio, que la vieja izquierda del continente plegue a esta temerosa indiferencia. Como la que, por ejemplo, expresó la autodenominada Cumbre de los Pueblos luego de su reunión en Lima, en abril pasado. En su resolución final, a propósito de la VIII Cumbre de las Américas, no existe una sola frase de solidaridad con el pueblo ecuatoriano. Muy al contrario, hacen pública una sospechosa defensa del ex presidente Correa, a pesar de los indicios de responsabilidad penal en casos de corrupción que hoy pesan en su contra, así como de las sospechas de permisibilidad con el narcotráfico que le han sido imputadas por el actual gobierno.
¿No se supone que “la lucha con el pueblo es lo importante” y que debemos actuar “codo a codo con las luchas de abajo”? Tal parece que la solidaridad en la izquierda se la debemos a los caudillos y no a los pueblos. Cabe preguntarse, entonces, cuál es el concepto de pueblo que manejan las organizaciones que suscriben la resolución de marras. ¿Se refieren únicamente a los grupos y movimiento afines a una tendencia política que ha oficializado un discurso desde el control tecnoburocrático? ¿Nunca pensaron en un pueblo –el ecuatoriano– dolido por un asesinato brutal e indignado por la prepotencia de las transnacionales del crimen?
Porque lo que hoy está en juego en el Ecuador es la posibilidad de una ampliación irreversible del narcotráfico como la expresión más violenta, despiadada e inhumana del capitalismo. Reducir el conflicto a una simple contradicción política interna o al proceso electoral colombiano sería un acto de irresponsable simplismo. El narcotráfico es un problema tan global como el capitalismo, porque son hermanos siameses. Y en todo lado agreden preferentemente a los pueblos, no a las élites políticas. Lo acaban de poner en evidencia las últimas revelaciones sobre el crimen de Ayotzinapa y sus posibles responsables.
A menos que todavía subsistan teorías absurdas sobre el papel estratégico del narcotráfico en la destrucción de las sociedades capitalistas hegemónicas, la izquierda latinoamericana no puede continuar mirando hacia otro lado, porque la mayor devastación de ese negocio siempre recaerá sobre nuestros pueblos, sobre nuestra frágil institucionalidad. Y esa amenaza estructural no se combate con una retórica de izquierda ni con la pomposidad del populismo.
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