Por Óscar Sánchez Vadillo
El asunto ya no es si tales maravillas son factibles o no (lo único que importa, en realidad, es que unas cuantas entidades poderosas se lo crean y lo financien), sino si algo como eso es mínimamente deseable. En concreto, yo me imagino una vida de continuos placeres como una pesadilla vegetativa, como un estado de coma inducido -¿qué diferencia hay, por cierto, entre un coma y la meditación trascendental oriental, o el mismísimo Nirvana?- en el que el individuo se convierte en absolutamente pasivo y ya no estrecha lazos con nada ni con nadie, en el que ya no existen derrotas porque se ha borrado el horizonte entero de cualquier victoria. Y me viene a la memoria Hannah Arendt, que se pasó su vida intelectual defendiendo la grandeza humana de la acción, precisamente en cuanto que la acción es la más nuestra de nuestras facultades, aquella que se sitúa por encima de la labor y la fabricación por su capacidad de definirnos y dar sentido a la existencia. Acción como acción ética y política, la vieja praxis de los griegos, esa virtualidad de cambiar nuestras vidas por intervención de la libertad y la decisión que sólo un puñado de gentes nostálgicas reivindican en la era del videojuego y del fitness, del porno y de las fake news. ¿Qué clase de teórico hay que ser para preferir el limbo a la acción, la inconsciencia a la deliberación? Desde luego, el mundo arendtiano de la acción no está exento de preocupaciones, de sufrimientos, más bien al contrario: allí los sufrimientos y las preocupaciones son queridos, buscados, en nombre de la libertad y de la autonomía y no del placer o del confort. Desde los cirenaicos, muchos autores de la tradición occidental (epicureísmo, libertinismo, Jeremy Bentham, un primer Nietzsche, cierto evolucionismo, Freud, el conductismo, Onfray hoy…) han postulado el Principio del Placer como el instinto básico del animal humano, a lo que hay que replicar que eso es de un reduccionismo y simpleza brutales, que el placer sin mezcla de dolor o preocupación algunas es la utopía de los tontos.
Los griegos y los romanos, en los que se inspiraba Arendt, lo sabían, y por eso, aunque eran más amigos de los placeres que nadie, entendían que nada es tan apasionante como la acción. Un patricio romano tenía una villa en el campo en la que se procuraba toda clase de comodidades y deleites, pero sabía muy bien que lo que le hacía ser lo que era, su ocupación más alta, era la participación en el Senado. Si yo fuera un patricio actual, lo primero que haría sería eso: instilar en la plebe la primacía del placer para que yo y mis iguales siguiésemos monopolizando la praxis, que es lo verdaderamente humano y merecedor de interés. La democracia, si significa algo más que un factor procedimental, tiene que significar el intento de universalizar la praxis, no de asegurar el bienestar mental y corporal de todos. El bienestar está muy bien, qué duda cabe, justamente porque sin él no se dan las condiciones para la acción, porque si tienes que luchar por el sustento no puedes materialmente pensar en nada más, y tu potencial de acción local o colectiva se reduce a cero. Hannah Arendt escribía que es un milagro que nazca un ser humano (le gustaba más, por cierto, la descripción de los hombres como “los nacidos” que como “los mortales” a que era aficionado su lúgubre maestro Heidegger), porque lo que se alumbra allí no es simplemente un organismo vivo, sino un ser dotado de la capacidad de decidir su entorno y sus relaciones –las relaciones con su entorno y el entorno de sus relaciones. Frente a esto, los ideales del trashumanismo, y con perdón lo digo, me parecen sencillamente los sueños irresponsables o maquiavélicos de un tenebroso Master of Puppets, como dirían los Metallica. Naturalmente, la acción acarrea consecuencias, y es imposible, como señalaba la propia Arendt, calcular por completo las consecuencias de cualquier acción. La mejor de las intenciones puede traer el peor de los males, y la peor, algún resultado positivo apreciable. Esto es inevitable, pero también es casi mejor así: si todo fuera calculable y previsible, si todo problema tuviera una solución unívoca, viviríamos una vida de zombis, precisamente la vida de las almas inmortales que languidecen eternamente en el Paraíso cristiano (al menos el Valhalla vikingo proporcionaba otras satisfacciones bestias, aunque sólo a los varones).
Es parte de la gracia, del encanto de ser hombres: después de actuar, hay que volver a actuar, a veces para tratar de deshacer la anterior actuación. Puede, incluso, que las investigaciones de los trashumanistas traigan a nuestras vidas alguna aplicación técnica que agradezcamos, por ejemplo, pero eso no quiere decir que tengamos que aceptar su planteamiento en bloque. Somos lo que somos en tanto que somos ciudadanos de una comunidad global, no sistemas nerviosos necesitados de conexiones agradables u orgiásticas. De eso, si acaso, ya nos encargaremos nosotros, decidiendo, o no, usar de los servicios ubicuos de las empresas de todo tipo que nos ofrecen eso, conexiones nerviosas excitantes o placenteras. Hasta la pasividad, a quien le guste, ha de ser escogida deliberadamente, como subrayaban los existencialistas. Para todo lo demás, hay que hacer las cosas, hay que hacerse también a uno mismo, y en eso consiste ser hombre, aunque el inexorable final sea la muerte y no podamos regenerar nuestras células a tanto el kilo indefinidamente. Por eso creo que el resumen más bello, pero también más verdadero, de la tan cacareada condición humana no tiene que nada que ver con Epicuro, Bentham, Freud, el gato Garfield o trashumanismo alguno, sino con Sófocles, en el célebre coro de Antígona que tanto gustaba precisamente a Heidegger, tal vez por motivos en su caso un tanto morbosos:
“Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre; él, que ayudado por el noto tempestuoso llega hasta el otro extreme de la espumosa mar, atravesándola a pesar de las olas que rugen, descomunales; él que fatiga la sublimísima divina tierra, inconsumible, inagotable, con el ir y venir del arado, año tras año, recorriéndola con sus mulas. Con sus trampas captura a la tribu de los pájaros incapaces de pensar y al pueblo de los animales salvajes y a los peces que viven en el mar, en las mallas de sus trenzadas redes, el ingenioso hombre que con su ingenio domina al salvaje animal montaraz; capaz de uncir con un yugo que su cuello por ambos lados sujete al caballo de poblada crin y al toro también infatigable de la sierra; y la palabra por si mismo ha aprendido y el pensamiento, rápido como el viento, y el carácter que regula la vida en sociedad, y a huir de la intemperie desapacible bajo los dardos de la nieve y de la lluvia: recursos tiene para todo, y, sin recursos, en nada se aventura hacia el futuro; solo la muerte no ha conseguido evitar, pero si se ha agenciado formas de eludir las enfermedades inevitables. Referente a la sabia inventiva, ha logrado conocimientos técnicos más allá de lo esperable y a veces los encamina hacia el mal, otras veces hacia el bien. Si cumple los usos locales y la justicia por divinos juramentos confirmada, a la cima llega de la ciudadanía; si, atrevido, del crimen hace su compañía, sin ciudad queda: ni se siente en mi mesa ni tenga pensamientos iguales a los míos, quien tal haga.”
La tierra ha dejado de ser “inconsumible, inagotable”, es cierto, y por desgracia, pero el resto del “párrafo” sofocleo sigue vigente. Hemos logrado ya “conocimientos técnicos más allá de lo esperable”, pero no se ve por qué deben encaminarnos hacia el sometimiento animal del hombre. Yo creo que si Hannah Arendt viviese hoy y leyera aquel artículo de El País diría algo como esto: el desarrollo de la ciencia y la técnica actuales, aunque increíble, no da realmente para tanto; si diera para tanto, igual ni siquiera nos convenía lo más mínimo asumirlo ciegamente; se trata de un progreso en la fabricación, más que en la acción; de modo que, por si acaso, menos promesas a largo plazo y más libertad efectiva…
Be the first to comment