Por Ron Capshaw
Un amigo íntimo respaldó esta afirmación al decir que “[Rieber] pensó siempre que era mucho mejor tratar con los autócratas que con las democracias. Decía que a un autócrata sólo tienes realmente que sobornarlo una vez. En el caso de las democracias, hay que seguir haciéndolo una y otra vez”. Pero quedaba claro que la relación de Rieber con los regímenes fascistas iba más allá de la obtención de beneficios.
La relación entre el sector de negocios norteamericano y los estados fascistas es anterior a los tratos de Rieber con Franco y Hitler en la década de 1930. Ya en los años 20, empresarios como J.P. Morgan cultivaron los lazos económicos con el fascista italiano Benito Mussolini, cuando este se hizo con el control de Italia.
La impresión de los líderes empresariales era que la economía centralizada de Mussolini proporcionaba estabilidad económica y por tanto beneficios a quienes comerciaran con él. Al inicio de su administración, el presidente Franklin Roosevelt expresó su admiración por el enfoque económico de Mussolini. El primer embajador en Roma de Roosevelt, Breckinridge Long, solía elogiar con regularidad a Mussolini y su modelo fascista en sus despachos al presidente, lo que tuvo como resultado algunas declaraciones comprensivas del presidente. En una carta de 1933 escribía Roosevelt:
“Parece que no se cuestiona que [Mussolini] está de veras interesado en lo que hacemos, y yo estoy muy interesado y hondamente impresionado por lo que ha conseguido, así como por su propósito de levantar Italia, de cuya honestidad hay pruebas”.
Una década después, los magnates de negocios norteamericanos pensaban lo mismo de Hitler. Creían que Hitler había salvado a Alemania de la ruina económica y había creado una economía floreciente. Henry Ford, destacado antisemita norteamericano en su época, resumió la detestable frase del momento con un “se pueden hacer negocios con Hitler”, estableciendo rentables relaciones comerciales con los nazis.
Pero había límites a lo que los grandes negocios podían exportar a Mussolini y Hitler. A mediados de los años 30, el Congresos estableció restricciones a lo que podía ser objeto de comercio con países que se encontraban en guerra. Ello tenía su origen en la percepción de los legisladores de que los grandes negocios habían arrojado a Norteamérica a la carnicería de la I Guerra Mundial con el fin de proteger sus beneficios en Francia e Inglaterra.
Por consiguiente, el Congreso aprobó una serie de “leyes de neutralidad” que declaraban ilegal que las empresas norteamericanas suministraran armamento a países en guerra. Pero las empresas le sacaron partido a los resquicios de estas leyes que, si bien prohibían el comercio de armas, seguían permitiendo vender petróleo y camiones a los países beligerantes.
Hacia 1937, el Congreso prohibió, no obstante, la venta de petróleo a países en guerra. Esta ley se aprobó como respuesta a la Guerra Civil española, en la que el derechista general Franco encabezó una revuelta militar contra el gobierno republicano de izquierdas elegido en las urnas.
Las grandes empresas tenían a Franco por un cliente más rentable que al gobierno socialista republicano. Violando las leyes sobre neutralidad, enviaron petróleo y camiones, materiales cruciales para un país en guerra, al régimen de Franco respaldado por Hitler. La Alemania nazi proveía entretanto a Franco de pilotos y aviones.
Pero no todos los hombres de negocios limitaron su relación con Franco a hacer dinero sin más. Algunos tenían afinidades ideológicas con el fascismo que resultaban más importantes que el beneficio.
Y es aquí donde entra Torkild Rieber (1882-1968).
Rieber, que emigró de Noruega a los Estados Unidos, tenía un historial de los de pasar de “mendigo a millonario”. Pasó de ser marinero a la edad de quince años a presidente del consejo de administración de Texaco en 1935.
Las opiniones de Rieber hicieron casi inevitable que acabaran encontrándose él y los regímenes fascistas. Como marinero, ayudó a transportar trabajadores obligados por contrato del subcontinente indio a las plantaciones de azúcar de las Indias Occidentales (colonia entonces de Gran Bretaña). Rieber odiaba el New Deal y los sindicatos, y consideraba las economías de los regímenes fascistas como una apuesta de inversión más segura.
Pero las relaciones de Rieber con Franco y Hitler tenían su origen más en la ideología que en el hecho de hacer dinero. Rieber le envió petróleo a Franco — del orden de 3,5 millones de toneladas — a crédito. También le proporcionó a Franco valiosa información de inteligencia sobre los republicanos españoles. Con ello se ganó los elogios de l “Caudillo”, tal como se conocía al líder fascista español, que galardonó a Rieber con la distinción de Caballero de la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica.
Tras la victoria de Franco en la Guerra Civil en España en 1939, Rieber dirigió sus energías hacia la Alemania nazi después de que se iniciara la II Guerra Mundial en Europa. De su lealtad al régimen quedó constancia en su expediente en el servicio de inteligencia nazi que rezaba que el petrolero era “absolutamente pro-alemán”. Rieber, en palabras del expediente, era “un sincero admirador del Führer”.
Estas opiniones se hicieron evidentes en una visita a Alemania en la que Rieber se hospedó en la finca de Hermann Goering y cultivó sólidos lazos con el comandante de la Luftwaffe.
Al igual que en el caso de Franco, Rieber hizo algo más que suministrar petróleo a la Alemania nazi. También le proporcionó al régimen datos de inteligencia cruciales referentes a los buques norteamericanos que transportaban entonces material de guerra a una Inglaterra bombardeada por los nazis.
Rieber pasaba información a los nazis sobre lo que contenían los barcos, además de información sobre las fábrica de aviones norteamericanas. Cuando los servicios de inteligencia británicos pusieron al descubierto las actividades de Rieber y lo comunicaron a los Estados Unidos, el petrolero se vio forzado a dejar su puesto en Texaco. Pero ni siquiera esto le disuadió en sus relaciones con Franco. Después de la guerra llevó a la hija de Franco a una gira en avión por los Estados Unidos.
La explicación comunista del ascenso del fascismo en Europa era que se trataba del inexorable resultado de un capitalismo que trataba desesperadamente de conservar sus beneficios. Hay desde luego pruebas de que mucha gente del sector de negocios al otro lado del océano estableció vínculos económicos con regímenes fascistas por pura y desalmada codicia.
Pero el ejemplo de Rieber demuestra que había algo más que llenarse los bolsillos. En su apoyo a Franco y a Hitler había algo más que la bíúsqueda del beneficio. Suministró petróleo a crédito a Franco cuando no era segura su victoria en la Guerra Civil española. Pero más reveladores fueron sus esfuerzos por suministrar información de inteligencia a Franco y Hitler, continuando esta relación de espionaje después incluso del estallido de la II Guerra Mundial en Europa.
Rieber no fue objeto de sanción formal alguna a causa de sus simpatías fascistas y su apoyo a estados con los que los EE.UU. se encontraban en guerra. Y pese a verse obligado a abandonar Texaco, mantuvo una lucrativa carrera en la industria petrolífera.
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