La renuncia del secretario de Defensa de Estados Unidos, Jim Mattis, evidenció una vez más lo difícil que puede llegar ser lidiar con el presidente Donald Trump. El Perro loco, como apodan al general Mattis, se convirtió en el funcionario número 34 en dejar la administración. Una extensa lista para un período de menos de dos años de gobierno, que no incluye, a propósito, el gran inventario de despidos del mandatario. Pero la dimisión de Mattis no solo refleja el conflictivo ambiente de trabajo en la Casa Blanca, sino que expone que la relación de Trump con los militares no es tan amorosa como él la hace parecer.
Mattis, un hombre respetado en el plano internacional y que encarnaba la estabilidad dentro de una administración turbulenta, dejó su cargo tras meses de sostener una relación problemática con el presidente. El general retirado de cuatro estrellas le insistía a Trump que debía tratar a sus aliados con respeto, pero él mandatario siempre hizo caso omiso a sus consejos y en los últimos meses decidió enfrentarse a los dirigentes de las potencias occidentales. Por ello decidió retirarse. “Usted tiene el derecho de tener un secretario de Defensa cuyos puntos de vista estén mejor alineados con los suyos”, aseguró Mattis tras su partida. La retirada de tropas en Siria anunciada el miércoles parece haber significado la fractura definitiva de la relación, una decisión que, además, ha elevado un coro de protestas en varios sectores. “Creo que la pregunta para cualquier futuro secretario de Defensa, o cualquiera de los que van al equipo de Trump ahora, es si quieren ser como Jim Mattis e intentar defender los principios que defendió, comenzando con alianzas, o incorporarse al enfoque del presidente”, aseguró Leon Panetta, exdirector de la CIA.
Mattis no ha sido el único en tener problemas. El general Herbert Raymond McMaster, quien se desempeñó como asesor de seguridad de Trump, y John Kelly, general retirado de la Marina que encabezó el Departamento de Seguridad Nacional, también se alejaron del presidente tras no coincidir con él en las estrategias militares que debía seguir el país. Aunque los tres generales no se llevaban bien entre sí, compartían las mismas cualidades: todos eran institucionalistas y buscaban controlar el comportamiento explosivo del presidente.
Kelly llegó al Departamento de Seguridad Nacional bañado en los elogios de Trump por su plan para combatir los cruces ilegales en la frontera con México. Pero el romance entre los dos no duró mucho. El general cuestionó al presidente por desconocer la situación migratoria; además, tuvo una serie de errores en el manejo de escándalos de algunos de sus funcionarios.
Cuestionar a Trump fue, tal vez, su peor desgracia, pues hay que recordar que el presidente se ufana de tener un amplio conocimiento en todas las ramas posibles. “No hay nadie más grande o mejor en el ejército que yo. Sé más sobre ofensiva y defensiva de lo que nunca entenderán, créanme. Sé más de ISIS de lo que los generales saben. No hay nadie que entienda el horror de la energía nuclear más que yo”, ha dicho Trump, entre otras cosas.
La omnipotencia de Trump con sus asesores también le generó conflictos con McMaster, quien fue el reemplazo como asesor de seguridad nacional de otro general: Michael Flynn. Trump y McMaster nunca tuvieron una relación sólida. El presidente se aburría del estilo del general, más informativo que proactivo. Trump buscaba, en su llegada, acción militar rápida y efectiva para mostrar resultados. El galardonado periodista Bob Woodward relató en su libro, Miedo, que en una conversación en el Pentágono, poco después de su posesión, el presidente se negó a escuchar las múltiples voces que hablaban de tratados, acuerdos y el orden normativo internacional. Por el contrario, exigió un despliegue rápido de operaciones. “¿Cuándo vamos a ganar algunas guerras?”, preguntó Trump a sus asesores. “Tenemos estos gráficos. ¿Cuándo vamos a ganar algunas guerras? ¿Por qué intentan imponerme esto? Deberían estar matando gente. No necesitan una estrategia para matar gente”, reiteró.
Esas constantes diferencias en la estrategia dificultaron la relación de Trump con sus funcionarios. Además, aunque el mandatario promulgaba su profundo amor por las fuerzas militares, algunas de sus declaraciones y acciones muestran lo contrario, y han golpeado su relación con los líderes de las tropas. No solo criticó a John McCain, el difunto senador considerado por muchos como un héroe de guerra, por ser capturado por el enemigo, sino que, además, arremetió contra William McRaven, líder de la operación que dio de baja a Osama Bin Laden, por no haber actuado más rápido. Las constantes críticas se suman a los desplantes del mandatario. Faltó a la ceremonia en el cementerio estadounidense Aisne-Marne en Francia, donde hay 2.289 lápidas de soldados de su país, porque, según informó la Casa Blanca, estaba lloviendo. Desde su posesión no ha visitado, hasta ahora, sus tropas en zona de combate, como otros presidentes. Por el contrario, ha pasado más de 100 días en sus campos de golf. Trump destaca que en su primer año en el cargo les dio el aumento salarial más grande a las fuerzas militares en una década, pero un detector de mentiras encontró que esto era falso, pues los aumentos que dio Barack Obama en su primer gobierno fueron mucho más altos. Todo esto ha conducido a un desinfle en la popularidad del presidente. Desde 2016, según Military Times, el porcentaje de tropas que desaprueban a Trump ha crecido de 37 a 43 %.
Con la partida de “los generales de Trump”, como las bautizó en una época, ahora el presidente comenzará su tercer año de gobierno sin nadie que detenga sus impulsos y amenazas. Lo preocupante tras la partida de Mattis y el resto de comandantes es que Trump se libró de los puntos competentes de estabilidad en su gobierno, aquellos que estudiaron por décadas cómo mantener el orden global reduciendo los conflictos y las intervenciones estadounidenses. Ahora, con el camino libre, ¿cuáles serán los planes militares de Trump para el próximo año?
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