El FBI: una historia de amor

La agencia arrastra una larga trayectoria de extraños compañeros de cama y defensores despechados
Por RAFIA ZAKARIA (THE BAFFLER)

Ha sido una aventura amorosa incierta. Desde los aciagos primeros días tras la elección del presidente Donald Trump, el Partido Demócrata ha ido cayendo rendido ante el FBI. Tales han sido los contratiempos y vicisitudes de este romance que en el momento en que, en mayo de 2017, llegó el despido del director del FBI, James Comey, no hubo aplausos que coronaran el final de un hombre que les había costado las elecciones. Poco después del despido de Comey, el antiguo jefe del FBI, Robert Mueller, fue nombrado fiscal especial y los demócratas habían encontrado a su héroe encumbrado y bienamado. Ahora que el informe Mueller se ha hecho público en su totalidad, y sin pruebas suficientes para un juicio político (a lo Nancy Pelosi), no saben muy bien qué hacer con todo el amor que habían estado prodigando a una agencia encargada de la aplicación de la ley que nunca había mostrado demasiado cariño por ellos.

Andrew McCabe también es herencia de aquel fatídico día de mayo. McCabe fue designado director en funciones del FBI, un cargo que ocupó durante menos de un año antes de ser despedido pocos días antes de la fecha oficial de su jubilación. Ahora nos ofrece un libro de audaz título, The Threat: How the FBI Protects America in the Age of Terror and Trump (La amenaza: cómo protege el FBI a Estados Unidos en la era del terrorismo y de Trump). En su opinión, el FBI es la moderación que mantiene en su sitio a los poderes políticos del gobierno, incluido el ejecutivo que lo sustenta. El debilitamiento de dicha restricción puede tener consecuencias desastrosas para los presidentes e incluso los candidatos presidenciales. Sin embargo, en su libro observamos la diferencia entre el héroe que se enfrenta al peligro mortal y actúa en cualquier momento que McCabe se imagina que es, y la realidad de un FBI politizado y marcado por las meteduras de pata tremendamente burocráticas (como la “incorrecta” divulgación de información a los medios) que en realidad derivaron en su deceso como director en funciones.

Es un ejercicio curioso leer el libro de McCabe después (y no al mismo tiempo) que el exasperadamente largo y terriblemente impreciso informe de Mueller. No hay nada como examinar el testamento de un hombre que casi fue un héroe ungido, cuando la misma causa de su heroísmo (en este caso la aparentemente fallida investigación rusa) se ha declarado improcedente. Y, sin embargo, aquí estamos haciendo exactamente eso. Lo patético del caso, además de la casi exoneración del hombre a quien Andrew McCabe declara una amenaza para la democracia estadounidense (y que puede que lo sea, pero no por la causa alegada), es tener que contemplar la avidez con la que gran parte de los demócratas y la mayoría de los progresistas abrazaron y arrullaron a McCabe, Mueller y a la idea de rectitud del FBI. El FBI con sus conclusiones objetivas y Robert Mueller con su látigo acusatorio lanzarían los golpes condenatorios, demostrarían la amorfa colusión que tanto se ha insinuado y que los liberaría del azote de la Era de Trump.

Pero eso no iba a suceder. La facilidad con que los progresistas blancos estadounidenses alejaron las dudas sobre el pasado extralimitado del FBI es una de las lecciones imperiosas del momento. McCabe, que durante las entrevistas con los medios y las charlas sobre el libro declara: “Adoro al FBI”, no se disculpa en absoluto por nada de esto. Al explicar la transformación de la agencia en el mastodonte que aparece tras un ataque terrorista en que se ha convertido, McCabe describe la estrategia del departamento de contraterrorismo de la agencia como si se tratara de un niño en una playa que se encuentra una piedrecilla brillante y luego otra y otra, y las va metiendo todas en su bolsillo. Tras el 11-S, el FBI fue cogiendo un sospechoso, luego otro y otro, y fue arrestándolos a todos.

La metáfora, como todas las réplicas ingeniosas y ocasionalmente almibaradas de McCabe, esconde una cruel realidad. En dicho caso no se trataba de piedrecillas sin sentimientos, sino personas de verdad, su brillo era una amenaza menos tangible que el hecho de ser musulmanes o de proceder del sur de Asia u Oriente Medio. Las vidas de estas “piedrecillas”, que sufrieron las consecuencias de un FBI que no sabía lo que no sabía sobre terrorismo, fueron arruinadas durante las casi dos décadas que fueron objeto de ataques y hostigamientos. Este hecho, por supuesto, queda fuera de La amenaza, como casi cualquier reflexión acerca de la arquitectura de la islamofobia sobre la que Trump erigió su victoria electoral.

El nuevo FBI desencadenó un mundo de garantías en aplicación de la Ley de Vigilancia de la Inteligencia Extranjera (FISA, por sus siglas en inglés), una recopilación de información sin orden judicial, toda una maraña de prácticas coercitivas en aplicación de la ley, ninguna de las cuales recibieron críticas, excepto las de un puñado de organizaciones incondicionales en la defensa de los derechos civiles. Entre sus filas se decía que eran patriotas estadounidenses ataviados con polo y de color caqui que escucharían a cualquiera, que podían interrogar y arrestar a cualquiera alegando “pruebas secretas” que ni siquiera sus propios abogados podían ver. Con la excepción de cientos de miles de estadounidenses musulmanes aterrorizados y amenazados, todo el mundo podía acurrucarse cómodamente bajo el abrazo protector del FBI.

Fue este “irreprochable” estatus lo que respaldaron republicanos y demócratas, que marchaban obedientemente a toque de tambor en favor de la seguridad que marcaba la agencia, sin siquiera considerar la posibilidad de criticar la construcción del complejo industrial dedicado a la captura de terroristas que era la agencia tras el 11-S. La Ley Patriota, que aniquiló derechos y otorgó un poder sin precedentes y miles de millones en partidas presupuestarias a la agencia, no recibió una oposición rotunda, ni en su fase inicial ni en los proyectos de ley renovados que fueron surgiendo en los años posteriores. Los republicanos estaban especialmente prendados; el patriotismo, según su fórmula, era equivalente a un eufórico y eterno romance con la agencia responsable de mantener a salvo a Estados Unidos en los años posteriores a los ataques del 11 de septiembre de 2001.

Habría durado para siempre si no hubiera sido por un hombre llamado James Comey, el jefe de casi dos metros de altura de McCabe, que se tomó  el credo “no político” de la agencia un poco demasiado literalmente. Enredado con la supervisión de la investigación de los correos electrónicos de Hillary Clinton, se imaginó (como solo lo podía hacer una agencia ebria de poder y dinero como el FBI) que no había elecciones en 2016. Decepcionó a los republicanos que habían convertido los correos de Clinton en la columna vertebral de su campaña para reconquistar la Casa Blanca al anunciar que no había suficientes pruebas para procesar a Clinton. La consiguiente virulencia republicana pudo alarmar al imponente hombre a cargo de la multitud de héroes del FBI; once días antes de las elecciones hizo una segunda declaración, y esta vez anunció que la investigación de Clinton “seguía en marcha”.

Ese fue, sin duda, el momento del desencanto de los demócratas con la agencia; el reconocimiento republicano con ese monstruo que aparece tras un ataque terrorista llegó a principios de 2017 y sigue vigente desde entonces. La investigación rusa, que ha llevado a los republicanos a acusar al FBI de ser enemigo de los estadounidenses, de corrupción en sus investigaciones y a tildar a sus agentes de mentirosos, ha dejado al presidente republicano asediado, perjudicado y en guerra con una agencia que la derecha ve ahora como parte del aparato del estado.

El libro de Andrew McCabe no proporciona información directa sobre los motivos que llevaron a James Comey (amante de la cerveza y del cine clásico) a decidir que no había suficientes pruebas para acusar a Hillary Clinton por su servidor de correo electrónico, o a anunciar públicamente que Clinton seguía siendo objeto de investigación. Por el contenido de su libro se puede deducir que lo usaría como un modo de pulir las credenciales de la organización por encima de la esfera política. Hubiera sido creíble si no fuera por la ausencia de conclusiones sobre el informe Mueller. Con esta información adicional se puede extraer una hipótesis más verosímil de otra anécdota que McCabe menciona despreocupadamente en su libro: su técnica especial para desabrocharse rápidamente el cinturón de seguridad. El FBI, convertido en una agencia repleta de generosidad que está por encima de todo reproche, es el cinturón de seguridad que proporciona la restricción necesaria y el gobierno es un coche que no se puede conducir a menos que se utilice el cinturón. McCabe lo admite en su libro al insinuar, de forma inquietante, que una población que no confía ni cree en el FBI puede ser “ingobernable.”

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Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler.

Traducción de Paloma Farré / ctxt.es

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