El discurso de libertad económica desregulada reviste al mercado laboral de un tono meritocrático falaz, más relacionado con cuestiones de clase que con el hipotético talento
Por José Antonio Llosa
El objetivo de cualquier investigación se resume en el análisis de las paradojas, y la juventud actual navega en una situación paradójica hiriente. La imagen de la juventud posmoderna aventurera, flexible, abierta al cambio, dinámica y creativa dibuja una fachada que oculta las aspiraciones de estabilidad y crecimiento que las y los jóvenes siguen manifestando hoy, igual que lo hacían antes. En nuestros análisis detectamos que las y los jóvenes con mayor nivel de formación son quienes viven su presente y futuro con mayor angustia y dolor. Aquí radica la paradoja, ya que la lógica meritocrática neoliberal demanda la mayor formación posible, con el consiguiente desarrollo competencial, como receta ideal para un futuro prometedor. El contraste con la realidad muestra que al rebuscar en la historia de los nuevos emprendedores rápidamente se detecta que la consecución de éxito guarda más relación con el código postal que con el CV. Al pensar en la precariedad laboral desde la óptica de la calidad de vida, encontramos que un ingrediente básico tiene que ver con las expectativas y las promesas que se quiebran –no sólo aspectos monetarios o de contratación–. Por ello, la juventud más formada se pega un batacazo mayor al descubrir que la garantía del futuro prometedor es, en muchos casos, un espejismo. El discurso de la empleabilidad, el de “quien quiere, puede”, se quiebra impactando directamente en la línea de flotación de ese pacto meritocrático. La juventud más empleable, la más prometedora, también resulta la más desesperanzada al descubrir que las promesas sobre su futuro son ya cosa del pasado.
El profesor Josep María Blanch define esta paradoja con elocuencia: “Los jóvenes millennials siguen pensando como fordistas”. La infinita diversidad de modelos familiares que se pueden construir en la actualidad poco tiene que ver con el modelo tradicional, pero en común guardan con los fordistas la necesidad de cierta estabilidad para que se puedan llevar a cabo. Cuando nos topamos con la metáfora de este profesor, vimos alumbrar una explicación sencilla para una situación compleja. Hay quien afirma que la juventud actual se encuentra en un proceso de transición entre un modelo de sociedad estable y uno líquido. Miente. Hemos de desterrar el término de transición de cualquier proceso social que haya tenido lugar en la última década. La transición, como idea, presupone cierta armonía, progresividad y consenso, y el salto entre modelos estables y flexibles de vida posee un carácter impuesto, antinatural y en cierto modo cínico. Impuesto porque la Crisis –con mayúscula– ha sido herramienta conductora para dirigir y legitimar un escenario permanente de inestabilidad, volatilidad y desigualdad. Cínico, porque el discurso de libertad económica desregulada reviste al mercado laboral de un tono meritocrático falaz, más relacionado con cuestiones de clase que con el hipotético talento. Antinatural en dos términos, ya que las personas tendemos a la estabilidad, y el cambio, cuando es racional, se caracteriza por su carácter progresivo.
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