Por Miguel Rodríguez Andreu
¿Quién tiene el altavoz en la creación de memoria en los países exyugoslavos? Hubo voces que gritaron por la libertad y el respeto alejándose de nacionalismos intransingentes, pero las élites políticas siguen utilizando la palabra “genocidio” para alimentar la adhesión nacional. ¿Cómo superar el pasado con formas antagónicas de memoria colectiva?
El verano no suele traer buenas noticias a la región. Ya recuerda Isaak Begoña en su novela Londres-Sarajevo que “(j)unio es el mes de las desgracias en los Balcanes”. La noche del 30 de junio moría en Belgrado con 72 años la dramaturga exyugoslava Borka Pavićević. La sociedad civil balcánica la echará de menos. Intelectual, voz crítica incansable y activista por la paz durante los años de la guerra, fundó en la capital serbia el Centro para la Descontaminación Cultural: un refugio de libertad contra cualquier forma de autoritarismo.
Borka alegaba en una entrevista “que existe la política del recuerdo y existe la política del olvido”. Asumía con un equilibrio tan típicamente balcánico de entereza, escepticismo y disidencia que el “sistema” estaba arrasando con las referencias históricas que abogaban por la libertad, para imponer una agenda donde el nacionalismo intransigente de los 90 se afianzaba como memoria colectiva de la mano de las élites políticas. Protagonista del fabuloso teatro yugoslavo, los tentáculos de su pensamiento se aferraban a Mira Trailović, Danilo Kiš o George Orwell: “quien controla el pasado controla el futuro, quien controla el presente controla el pasado”.
Con cierta frecuencia, en la antigua Yugoslavia, homologamos el discurso ondeado con banderas nacionales, ignorando las voces críticas que se resisten a seguir los esquematismos de los bandos enfrentados, las voces discordantes que se vinculan más allá de las fronteras étnicas. Este pasado 1 de julio se cumplían 18 años de la muerte de Josip Reihl-Kir, jefe croata de la policía de Osijek (Croacia), asesinado con una ráfaga de balas por Antun Gudelj, un nacionalista croata. Reihl-Kir intentaba evitar el conflicto entre serbios y croatas. Su recuerdo emerge de la mano de los que reclaman un legado de paz. Borka Pavićević era una de ellas.
El olvido tiene una sola dimensión, el recuerdo múltiple, y, sin embargo, hay voluntad y discrecionalidad tanto en el hecho de olvidar como en el de recordar. El proceso de construcción estatal posyugoslavo busca efectivamente eso, una historia de memorias disgregadas y selectivas que sirva para la autoreferencia y la homogeneidad nacional: una pista deslizante hacia la diferenciación con los vecinos. La pregunta es quién tiene el altavoz más grande, porque si miramos realmente la historia balcánica “esta es a menudo redonda como una lágrima, y la escriben los derrotados; por eso nuestros libros de historia [están] tan empapados de dolor”, que decía el escritor y excombatiente bosnio Faruk Šehić.
En este mes de agosto de 1995 se producía la Operación Tormenta: entorno a 250.000 serbios fueron expulsados ante el avance de las fuerzas croatas. Lejos de crearse una narrativa nacional que se enlace emocionalmente con las víctimas, la élite croata la silencia como parte de un proyecto sin mácula: la creación de un Estado croata para los croatas. Decía la presidenta croata, Kolinda Grabar-Kitarović, que la Operación Tormenta: “es la corona de nuestra lucha histórica por la libertad”. Dejan Jović, un politólogo croata, se presentaba en las pasadas elecciones europeas por un partido que representaba a los serbios de Croacia (SDSS): “hemos puesto el espejo en frente de la cara y la conciencia de la gente”. Formas antagónicas de memorizar para el bien o para el mal a una sociedad.
En el mismo verano de verano de 1995, casi un mes antes, más de 8.000 musulmanes fueron asesinados por fuerzas serbo-bosnias en Srebrenica; la primera ministra serbia, Ana Brnabić, se negaba no hace tanto a reconocer el tipo penal: “no fue un genocidio, sino un delito horrible del que me avergüenzo, porque fue cometido en nombre de los serbios”. Fue cometido bajo bandera serbia, pero no debería avergonzarse: ella no fue responsable, ni tampoco los serbios, las culpas no se heredan, tampoco deberían generalizarse. Los delitos penales tienen responsabilidad individual y su tarea sería incitar a la sociedad que representa a construir una memoria de denuncia contra las barbaries de la guerra, denunciando a sus protagonistas y ejecutores, denunciando a aquellos que niegan, relativizan o minimizan su gravedad.
Lo cierto es que los políticos utilizan la palabra “genocidio” para combatir a los rivales del vecindario regional, con el propósito de alimentar la adhesión nacional y agrandar la propia estatura política, aunque no haya resolución judicial que lo confirme. La última acusación de genocidio llegaba este mes de mayo pasado, cuando los parlamentarios kosovares aprobaron una resolución que condenaba a Serbia por el conflicto de 1998-1999. Sin embargo, la lucha de la desobediencia civil practicada contra la abolición de la restricción de la autonomía kosovar y la política de Milošević (de la que formaron parte cientos de miles de albano-kosovares) ha quedado en el olvido institucional. Si uno viaja por Kosovo el visitante encontrará con recurrencia monumentos y placas que solo se prestan a la exaltación del UÇK y a la lucha armada que en su momento lideraron el actual presidente, Hashim Thaçi y el primer ministro, Ramush Haradinaj, contra la policía serbia.
Desde la élite serbia se fomenta una suerte de victimismo histórico para combatir las acusaciones vertidas contra los serbios, que hunde sus raíces en la Primera Guerra Mundial (la mitad de los serbios en edad de luchar perdieron la vida en el frente), pero, principalmente, en la Segunda Guerra Mundial (el genocidio contra los serbios perpetrado por el Estado Independiente de Croacia) y los bombardeos de la OTAN a Yugoslavia en 1999. No obstante, y contradictoriamente, aunque son constantes los homenajes y referencias a los bombardeos, y se sigue recurriendo al Holocausto para compensar los crímenes con bandera propia, la capital serbia carece de un memorial por las víctimas en Staro Sajmište: un campo gestionado por las autoridades nazis –y colaboracionistas locales–, en el que murieron más de 20.000 personas (principalmente serbios, judíos y gitanos); sigue siendo una localización abandonada junto al río Sava, con un restaurante y un gimnasio. La ley al respecto sigue sin aprobarse. El 2 de mayo pasado la comunidad judía descubrió una placa en otro campo en Belgrado: Topovske supe.
Desde la UE se suele decir que la región debe superar el pasado, que solo así sus países entrarán en el club europeo –Croacia ya lo hizo en 2013–. El problema no se sustancia en superar el pasado, sino en elegir qué tipo de referencias históricas hacen a una sociedad mejor, qué tipo de memoria debe de formar parte de las generaciones venideras, una revanchista y basada en el rencor, o la que blinda a los ciudadanos contra las trampas y manipulaciones del futuro. Se trata en definitiva de rendir respeto a la memoria de las víctimas, las propias y, también, las ajenas, como también aportar instrumentos para la empatía sin reservas nacionales. El mérito está en lo que decía Borka: “lee aquello que te duela”.
Con la muerte de Borka Pavićević emergen todas esas voces oscuras del nacionalismo serbio que la acusan de traidora, por haber militado contra la guerra, haberle ofrecido, en el centro cultural que dirigía, un micrófono y un escenario al enemigo y haber reclamado los valores de fraternidad y diálogo en abierta oposición al resentimiento colectivo que anula al individuo. Es así que solía reivindicar con frecuencia al escritor croata, Slobodan Šnajder: “Llegará ese día cuando tendremos claro que nuestros mayores traidores serán nuestros más grandes patriotas”. Borka, sin duda, era una patriota.
Fuente: https://www.esglobal.org/balcanes-las-heridas-que-no-quieren-cicatrizar/
Be the first to comment