Por Jesús Arboleya
Nota del editor: La Corte Suprema de Puerto Rico el miércoles (7 de agosto) dictaminó que Pedro R. Pierluisi había sido jurado como gobernador la semana pasada por motivos inconstitucionales. Wanda Vázquez, la secretaria de justicia, ahora se convierte en el tercer gobernador de Puerto Rico en los últimos cinco días.
Al momento de redactar estas líneas no estaba claro si Puerto Rico tenía un gobernador. Una puja constitucional cuestionaba la legitimidad del apresurado nombramiento de Pedro Pierluisi, sustituto de Ricardo Roselló, quien fue obligado a renunciar en medio de manifestaciones de repulsa popular, cuya masividad no ha tenido precedentes en la historia de ese país.
Sin embargo, en esto no estriba lo más relevante de lo acontecido. Con gobernador o sin él, todo el mundo sabe que Estados Unidos es quien gobierna en Puerto Rico. Ese poder es el que ahora tiembla como resultado de sus propias contradicciones.
El relato de la gran prensa es que la causa de las protestas fue la detección de algunos casos de corrupción en el cuerpo gubernamental, unido a la publicación de mensajes homofóbicos y misóginos, que Roselló había compartido con algunos de sus colaboradores. Pero la historia de los gobiernos de Puerto Rico está plagada de crímenes mucho más graves que estos y nunca antes había originado una reacción de tales proporciones.
Las movilizaciones del pueblo puertorriqueño pueden ser atribuidas a los abusos e insultos recientes, como la indiferencia del gobierno federal antes los destrozos causados por el huracán María o la imagen de Donald Trump lanzando papel sanitario a los damnificados, para recordarles que son “un país de mierda”, como ha calificado a la región.
No obstante, más allá del disgusto coyuntural, incluso del hastío ante problemas acumulados por la condición colonial, subyacen los síntomas del problema fundamental, relacionado con el deterioro de la capacidad hegemónica de Estados Unidos.
En sus momentos de auge, digamos finalizada la II Guerra Mundial, Estados Unidos podía darse el lujo de sostener a esta colonia a costa de grandes inversiones federales. Así lo aconsejaba su importancia militar, pues Puerto Rico ocupa una posición geográfica privilegiada para el control del Canal de Panamá y otras rutas del Caribe, posee costas con aguas profundas ideales para el movimiento de los submarinos en el Atlántico, así como territorios para ser utilizados como polígonos de prueba y entrenamiento de las fuerzas armadas norteamericanas. Estas cualidades disminuyeron en importancia por diversos factores, entre ellos los movimientos de oposición puertorriqueños, y el Pentágono fue perdiendo interés en la isla.
Otra razón fue en cierto momento la necesidad de expansión de algunas industrias manufactureras norteamericanas, las cuales encontraron en Puerto Rico un paraíso fiscal, menor protección laboral y ambiental, así como salarios más bajos que los del continente.
Fue una época de cierto crecimiento económico, aunque cuestionado en sus implicaciones sociales y ambientalistas, entre ellas el crecimiento galopante de la emigración, que hoy día es cuatro veces superior a la población de la isla y sigue aumentando. Tal proyecto de industrialización se vino abajo por las mismas razones globalizadoras que explican el deterioro de la manufactura norteamericana, agravadas por el rechazo de los industriales de ese país, negados a sostener una competencia a costa de sus propias contribuciones.
Por último, de cara a la Revolución Cubana, Puerto Rico pretendió ser presentado como la vitrina de Estados Unidos en América Latina. Desde esta lógica, se hicieron grandes inversiones con tal de demostrar que era “negocio” ser una colonia de Estados Unidos. Incluso seguir el modelo puertorriqueño fue la recomendación que le hizo Richard Nixon a Fidel Castro cuando se reunieron en 1959. Ahora se nos presenta como un “negocio fracasado”, y en eso estriba la importancia política de lo ocurrido en Puerto Rico para el resto de América Latina y el Caribe.
La conclusión es que Estados Unidos no está en condiciones de sostener a una colonia que le aporta poco y le cuesta bastante. Mucho menos asumirla como un estado de la Unión, como pretenden los anexionistas, que precisamente son los que ahora compiten entre ellos, por hacerse de un poder que ha volado en pedazos.
La demostración de fuerza popular mostrada por los puertorriqueños ha sido una inyección de adrenalina, para un pueblo que tiene que enfrentar la dura realidad de jamás haber podido determinar su destino. Es cierto que quizás no sea suficiente para transformar la realidad del país, pero ha sido una muestra de dignidad, en un momento que de manera especial lo requieren los latinoamericanos dentro y fuera de Estados Unidos.
Probablemente la mayoría de los puertorriqueños que salieron a la calle no votarían por la independencia si se realizara otro plebiscito. Resulta una aparente contradicción, ante las imágenes donde expresan un patriotismo, que una vida entera de colonialismo no ha podido eliminar. La explicación hay que buscarla en la ideología. Entre otras cosas, Estados Unidos se ha encargado de sembrar la idea que la independencia no es económicamente viable para Puerto Rico, el conflicto mayor es cuando la práctica ha demostrado que mucho menos lo es la dependencia.
El dilema de Estados Unidos es que incluso en el hipotético caso de que pueda deshacerse de Puerto Rico, jamás podrá hacerlo de los puertorriqueños, a los que un día bautizó como norteamericanos, con tal de usarlos como carne cañón en sus guerras.
Fuente: Progreso Semanal/ Weekly
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