Texto y fotos por Sergio A. Poveda.
Para los perezosos: El perfil de María Erselinda Gavilánez, recicladora de plásticos que rebusca eco-tachos para ganarse la vida en Ambato, pone en claro la vulnerabilidad de este oficio –incomprendido por la gente– mientras ocurría el último paro e ilustra el desinterés de los citadinos hacia las protestas por el Decreto 883 (algunos le atribuían las causas a cuestiones astrales, por ejemplo).
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Es martes, sexto día de paro, las nubes gordas brillan como espejos al sur de Ambato. Enmarcada por dos postes, se divisa a María Erselinda Gavilánez barrer los desperdicios al pie del eco-tacho junto a la calle Víctor Hugo. Un hombre tropieza en la esquina, la mira mal –asimismo el resto de transeúntes.
Oriunda de Facundo, de 65 años, tez del color del maíz tostado y vivaz, ella cumple su trabajo. Desde las 6:00 am pincha botellas de plástico con un clavo unido al palo de escoba que alza para depositarlas en sendos costales. Recicla y limpia, pero creen que ensucia la ciudad. “Voy chupando insultos”, se queja.
Esquiva una avispa y menciona que una turba de indígenas chibuleos atravesó esa misma vía la noche anterior. “No voy con ellos, para comer tengo que trabajar hoy, mañana y siempre”, remata María. Termina su faena, dice “Allasito vivo, junto al árbol” y apunta hacia las copas de tres altos eucaliptos a un kilómetro de distancia.
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La brisa hace rechistar a los pedazos de piedra en la calle, los vuelve polvo. Son restos del enfrentamiento que se dio en la Plaza de la Cámara de Comercio el 7 de octubre a las 7:40 pm. “Indígenas vienen por el puente, no vayan, les van a destrozar el carro”, gritaba J. Coronel (27) al filo de la acera en la Camilo Ponce, los automotores frenaban y daban media vuelta.
Al cabo de unos minutos un montón de ponchos colorados, conversaciones y risas se acercaban por el puente. Pum, pum, pum: tres mujeres golpearon con palos al capó de un taxi. ¿No sentían su respaldo?
Los pocos viandantes se refugiaron en las dos cafeterías abiertas antes de que los protestantes del Decreto 883 –enardecidos– se instalaran en la plaza, a la sombra del monumento a Hermes, mensajero de los dioses griegos.
La mayoría eran jóvenes de unos veintitantos años, algunos barbados y agitaban palos. Cerraron el paso: con un eco-tacho blanco en la mitad de una vía, y, en la paralela con una fila de adoquines rotos. Descansaban, pero seis motocicletas policiales les presionaron a irse, ante esto el grupo se esparció por la plaza y arrojó piedras a los vigilantes.
Gritos. Tembló el alambrado eléctrico, rodó un sombrero y se quebraron las piedras –planch, planch, planch– contra el pavimento. La bruma del gas lacrimógeno calmó los ánimos.
Pasó media hora, a la altura del ‘Redondel de los Huesos’, formaron un solo cuerpo con otra delegación que bajó desde Huachi y agarraron la Bolivariana rumbo al Centro. Entonces asomaron los moradores del sector en las terrazas, filmando lo ocurrido con sus celulares; a la vez, varios jóvenes bebían cervezas apoyándose a los postes del parque aledaño. El caos sobrevino a la medianoche.
La zona del Mall de los Andes fue el epicentro del ruido. Voces confusas, sirenas y alarmas arreciaban. “Organícense vecinos, vecinos organícense”, pedía un altavoz remoto. ‘Choros’ habían brincado al interior de algunas casas, pero fueron detenidos, dijo la Policía. En cambio, las patrullas pestañeaban luces azules y rojas al subir por las trochas de las montañas en cuyos picos las nubes hacían combas espectrales. El cielo era índigo y más arriba cobalto y sobre éstos colgaba como la punta de un péndulo la Luna de yeso que observa cada trecho de la ciudad y de los cerros, ella “sabe mejor que nadief los hechos, la información que falta hoyf, ¿no, ve?” –habían discutido temprano los deportistas en una cancha de césped sintético. Ponían caras reflexivas y decían que ese astro, mudo y lleno de cicatrices, “es responsable de los actos humanos. ¡Del paro!”.
Por su parte, los perros, inquietos hasta el amanecer, entonaron aullidos desoladores, tristes, como si en el hocico cargasen una quena.
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María habla rápido. Chilla. La chalina lila le cubre medio rostro, apenas se distinguen sus ojos debajo del sombrero, lleva botas de cuero y tiene los dedos renegridos por el contacto con la basura. ¿Se olvidó los guantes? “¿Mande? No uso porque me salen granos, me baño con alcohol y se me pasa, pero, uuuh, sí me duele la espalda… Y otras cosas”, dice con resignación.
Son las 10 de la mañana y las calles están despejadas: automotores van de arriba a abajo. Por el paro los ambateños retomaron el espacio público: en las mecánicas y parques, por ejemplo, este 8 de octubre la gente se dedica oronda al ecuavóley.
“Empezó el paro y mi esposo se quedó sin trabajo en la construcción”, dice María. Por consiguiente, todos los días zigzaguea de eco-tacho en eco-tacho. Ambato produce “300 toneladas de basura diarias”, según el Municipio y en 2017 se aprobó el Plan de Trabajo para el Reciclaje, pero continúa la mala costumbre de los ciudadanos de mezclar los desperdicios. “Por eso me demoro al separarlos”, dice María. Los dos sacos que llenó no la contentan. Le pagan 300 USD, dice. ¿Por saco? “Qué va, por la camioneta… ¡Llena de sacos!” y agrega “¡somos mil buscadores de plásticos o metales!” Vende el cargamento a cierto centro de acopio en “Santa Rosa”, liderado por el “ingeniero” –cuyo nombre no recuerda. “Así se tiene alguito para llevar el pan a la mesa, para ayudarles a mis nietos”, dice.
Amarra con sogas los dos costales a punto de reventar. Enseguida, su metro cincuenta de estatura sufre una metamorfosis. Su cuerpo adopta la forma de un triángulo rectángulo. E inclinada a cuarenta y cinco grados carga el saco celeste con la espalda. Atenaza una silla azul de plástico con la mano izquierda, y aprieta con el brazo derecho al recogedor, el otro costal y una bolsa. Por las cosas pesadas que lleva encima –está claro–es una estantería humana. Hasta me hace pensar en el Teorema de Pitágoras. Le ayudo. Camina lento, pero empeñosa. Debido a la posición gacha se podría pensar que la vereda fuese el único horizonte en su mira. Nada que ver. “Muy buenos días”, dice al reconocer las piernas de sus vecinos. “Buenos días”, le responden. Nos despedimos. Avanza. De lejos parece un bulto que cobró vida. Palpita cuando pasa al lado de la gente, y ésta parece decirle algo o devolverle la simpatía. Pronto tendrá un descanso.
escribes bien cabrón