¿Cómo se entiende que mucha, muchísima gente, el noventa y tantos por ciento de la población de un país, de pronto se sienta interpretada hasta el tuétano por una consigna tan, digamos, modesta?
Por LEONARDO SANHUEZA
Se ha hecho famosa una consigna del actual estallido social chileno: “Hasta que valga la pena vivir”. Es un buen eslogan y no necesita significar algo muy concreto para ser efectivo. De hecho, su significado es extremadamente difuso. El tópico del valor de la vida es tan dúctil como se quiera; todo ahí es muy subjetivo y cada quien tiene sus propios secuestradores del sentido vital, de modo que la intersección colectiva es muy pequeña, reducida a un umbral inquietante: las necesidades básicas. ¿Cómo se entiende que mucha, muchísima gente, el noventa y tantos por ciento de la población de un país, de pronto se sienta interpretada hasta el tuétano por una consigna tan, digamos, modesta? ¿Y cómo se entiende que eso ocurra en Chile, que hasta hace unos días se ufanaba de ser –y de hecho lo era y tal vez lo sigue siendo para medio mundo– el país más próspero de Sudamérica? La frase establece por añadidura un contrapunto con otro eslogan revolucionario, mucho más viejo: “Hasta la victoria, siempre”. Ese reemplazo del objetivo de la revuelta social no puede ser más conmovedor, porque desplaza las puertas de su utopía a las antípodas, desde el triunfo épico del pueblo sobre sus dominadores hasta la consecución de las cosas más elementales. La utopía actual es, pues, la dignidad.
Otra consigna importante surgida en estos días es la siguiente: “No son treinta pesos, son treinta años”. Como se sabe, hasta hace una semana Santiago era poco menos que una taza de leche, apenas alterada por unos pocos grupos de estudiantes secundarios que se organizaron para entrar sin pagar al metro y de paso arrastrar con ellos a todos los pasajeros que quisieran sumárseles, en protesta por un alza de 30 pesos en el pasaje. No podían saber esos muchachos que con esa acción estaban quitando una carta clave en la torre de naipes del país. Ninguna autoridad les dio tampoco alguna importancia, e incluso un expresidente del directorio del tren subterráneo, consultado sobre el asunto, los minimizó al extremo de diagnosticar que el movimiento de las evasiones masivas estaba prácticamente extinguido, diciendo una frase que ha quedado para la antología mundial de los antivisionarios: “Cabros, ya no prendió”. Al poquito rato pudimos ver las maneras que tiene Chile de no prender: estalló el país entero. Caos, fuego, saqueos, destrucción: un apocalipsis zombi queda chico. Cecilia Morel, esposa del presidente Piñera, le mandó entonces a una amiga –o a un grupo de amigas, vaya uno a saber– un curioso mensaje de audio, el cual perdió enseguida su carácter privado (una amiga menos) y se esparció por el territorio contando la primicia: la mismísima primera dama de la nación explicaba lo que ocurría en La Moneda, diciendo que estaban totalmente sobrepasados por lo que calificaba de “invasión alienígena”. Su marido, mientras tanto, celebraba el cumpleaños de uno de sus nietos en un pizzería del barrio alto de Santiago, lo que fue motivo de burla de todo el mundo, partiendo por periódicos italianos como el Corriere della Sera, que uno creería afín a alguien que alguna vez fue llamado el Berlusconi chileno y que ahora, vaya por dónde, se ha ganado en Twitter un nuevo apodo: el Pizzas. Los medios, por su parte, sobre todo los canales de televisión, empezaron a darse el festín del vandalismo, del encuadre al lumpen, del menudeo de la violencia. El foco de la situación parecía claro: Atila y los hunos han llegado a nuestro oasis. O, desde la perspectiva de la señora Morel, los marcianos llegaron ya y llegaron bailando el chachachá. Naturalmente, todo este severo guiñol infernal sonaba poco menos que a chino a cualquiera que no hubiera seguido la historia política y económica de Chile de las últimas tres décadas, las del llamado “milagro chileno”. ¿Cómo era posible que un alza insignificante de treinta pesos (menos de cuatro céntimos de euro) en el pasaje del metro pudiera provocar una explosión de furia civil de tales proporciones en el país más estable, más competitivo y más admirable de Sudamérica? No son treinta pesos, respondió la calle, son treinta años.
¿Qué eslóganes había hace treinta exactos años? Por estos mismos días de octubre, en 1989 faltaba un mes y tres semanas para la elección presidencial que decidiría quién iba a ser el sucesor de Augusto Pinochet Ugarte. El año anterior, también en octubre, había sido el plebiscito en que el dictador fue derrotado “con un lápiz y un papel”, como decía el entonces dirigente socialista Ricardo Lagos, dando a entender que, pese a las apariencias, todos los chilenos, tirano incluido, podíamos resolver nuestras diferencias de manera civilizada. En vistas a la elección presidencial, la violencia era un pésimo elemento de márketing ante una población aterrorizada por la dictadura a tal punto que incluso expresar su voluntad en un voto secreto le podía resultar un acción demasiado temeraria, de modo que era mejor no hablar muy golpeado acerca de los muertos, los torturados, los presos políticos y los héroes sin nombre que le habían tendido mil barricadas a la dictadura en las poblaciones más agredidas de Chile, por no decir nada de quienes habían tenido el atrevimiento de probar con la resistencia armada y habían pagado con algo más que sangre su ocurrencia insensata. Así, siguiendo esa higiénica ruta publicitaria del plebiscito, cuyo pegajoso y emotivo y entrañable eslogan era “Chile, la alegría ya viene”, la campaña del candidato Patricio Aylwin, el mismo viejo político que había azuzado, propiciado y finalmente felicitado el golpe militar de 1973, lucía hace treinta años el eslogan “La patria justa y buena para todos”.
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