Por Carlos Abel Suárez
La fórmula de una nueva versión del peronismo, encabezada por Alberto Fernández, derrotó al presidente Mauricio Macri, quien pretendía un segundo período, y lo reemplazará como está previsto el próximo 10 de diciembre.
La última campaña electoral será recordada por lo sucia y carente de alguna idea original. La política argentina transcurre como en esas telenovelas eternas, donde cada episodio es parecido al anterior, una pizca de dramatismo, pero por la pobreza del libreto y del canal, nadie desparece del todo, hasta los extras salen por una puerta y entran por la otra cambiándose de ropa y maquillaje.
Los guarismos, que fueron 48,10 % de los votos para Alberto Fernández-Cristina Fernández de Kirchner, 40,38% para Mauricio Macri- Miguel Ángel Pichetto, 6,17% para Roberto Lavagna-Juan Manuel Urtubey, y 2,16% para Nicolás Del Caño-Romina del Plá (FIT-Unidad), con una participación del 80,86% del total del padrón, dan lugar a un largo debate en los medios de comunicación y entre los analistas sobre su interpretación y consecuencias.
Una primera y simple explicación de estos resultados está en la confluencia de dos fenómenos. En primer lugar, la incapacidad del gobierno de Macri para dar una respuesta técnica y política a la crisis económica, que terminó en el salvataje del Fondo Monetario Internacional. Ese evidente fracaso, señalado hasta por los más conocidos economistas de la derecha, culminó aislándolo de los principales grupos económicos del país, que constituían su natural base de apoyo.
El segundo factor determinante en la elección fue la unidad del peronismo, un armado de acuerdos y alianzas, que hasta hace un año atrás se veía como imposible.
La unidad pudo constituirse porque Cristina Fernández dio un paso al costado y ofreció la candidatura presidencial a quien de colaborador se había convertido en duro adversario. En efecto, desde que Alberto Fernández renunció a la jefatura de gabinete de su gobierno en julio de 2008, fue para el kirchnerismo un traidor al servicio de las corporaciones. La respuesta de Fernández no tendría un tono menor. En las elecciones de 2015, Fernández fue jefe de campaña del entonces candidato a la presidencia Sergio Massa. Las diferencias del pasado se esfumaron, Fernández fue candidato a presidente y Cristina, vice.
Desde ese momento comenzó la agonía de lo que podía ser una tercera fuerza, donde sectores peronistas no kirchneristas y otros aliados, enfrentarían con éxito tanto a Macri como a Cristina.
Obviamente, la jugada descolocó a Macri, quien tuvo que salir a la caza de una pata peronista incorporando a Miguel Ángel Pichetto, un personaje clave en los arreglos parlamentarios, particularmente en el Senado, de todos los gobiernos, pero sin peso territorial propio, o sea, sin votos.
La mitad de la batalla estaba ganada para el Frente de Todos. Cristina puso lo suyo, un núcleo compacto de militantes, que no alcanzan para una mayoría, mientras que Alberto Fernández, un todo terreno en los cabildeos – que estuvo con Menem y Cavallo, pasó a jugar con Duhalde y luego con Néstor Kirchner – aportó su notable capacidad de operador político, experto en la negociación con empresarios, burócratas sindicales, intendentes y gobernadores, primordiales para legitimar la franquicia peronista. Su renuncia al gobierno de Cristina, tras la muerte de Kirchner y sus críticas severas mostraban la independencia de criterio, necesaria para contrarrestar durante la campaña la imagen negativa de la expresidenta, al mismo tiempo que ampliaba su apoyo electoral.
El nuevo escenario político no resuelve por sí mismo los agudos problemas que acosan a la sociedad argentina. Una fuerte caída de las acciones de las empresas argentinas que operan en Wall Street fue una primera señal de los mercados. Aunque rápidamente matizada por la promesa de una transición pactada, con bandera blanca y bendecida por un oportuno llamado de Trump a Fernández que, junto con la felicitación, aseguró el apoyo de Estados Unidos para “superar los desafíos económicos de la Argentina”, según el comunicado oficial de la Casa Blanca.
Macri acosado los últimos meses por el temor a una corrida cambiaria – el Banco Central perdió 23.000 millones de dólares de sus reservas desde las PASO – tuvo que poner un control de cambios que jamás hubiese soñado. De todos modos, la transición en temas de la economía tendrá que ser coordinada con el equipo de Fernández para obturar una pérdida mayor de las divisas y evitar que, en una nueva corrida contra el peso, la inflación salte a una hiperinflación. Una experiencia traumática, insoportable social y políticamente, para los argentinos que vivieron el final del gobierno de Raúl Alfonsín y el año y medio de la primera gestión de Carlos Menem.
Al asumir Macri la economía argentina estaba estancada, con alta inflación y con el 31,5% de la población bajo la línea de pobreza, medida por ingresos. Durante la catastrófica gestión del macrismo la inflación se disparó, durante este año superará el 50% y la pobreza alcanzó en el primer semestre el 35,4%. A este panorama hay que agregar una caída de la inversión del 30%, retroceso del consumo, aumento de la desocupación, cierre de fábricas y negocios.
Este es el cuadro que enfrenta el nuevo gobierno, muy distinto del que encontraron en el año 2003 Kirchner, Alberto Fernández, como jefe de gabinete, y Roberto Lavagna en Economía, cuando tras la depresión de 1997-2001 la economía argentina rebotó con fuerte crecimiento a caballo del boom mundial de las materias primas.
Fernández no desconoce la gravedad del problema. Apenas conocido el resultado electoral mandó a Washington a uno de sus economistas de confianza, Guillermo Nielsen – ex secretario de Finanzas que junto a Lavagna negoció la reestructuración y canje de la deuda en 2005 -, para tranquilizar a los funcionarios del FMI y al propio Departamento de Estado, manifestando la disposición negociadora del futuro gobierno.
Sin embargo, más allá de obtener una reprogramación de los vencimientos y alguna flexibilidad en las condicionalidades impuestas por el FMI, no se ve cómo cumplirá Fernández con las promesas electorales de “llenar la heladera” o de “poner plata en el bolsillo de los argentinos”. Hasta ahora lo que explican los economistas próximos a Fernández, son recetas clásicas. Admiten que bajar la inflación, mejorar las cuentas públicas, déficits fiscales y de balanza de pagos, puede llevar algunos años.
La gestión del kirchnerismo se caracterizó por impulsar la demanda interna, aprovechando el viento de cola que llegaba por los espectaculares precios de las materias primas (particularmente de la soja), pero al finalizar ese ciclo, no quedó más remedio que establecer un cepo cambiario, endeudamiento y emisión monetaria. Las políticas sociales, exceptuando la Asignación Universal por Hijo (AUH)- que teniendo las mayorías parlamentarias necesarias nunca se decidió convertir en un derecho de los niños, totalmente universal e incondicional por ley – pivotearon alrededor de los subsidios focalizados. Todavía más de un millón de niños no perciben la AUH.
Cambiemos insistió en la misma receta, en lugar de emisión apeló a un endeudamiento externo extraordinario, hasta que se cortó el crédito y tuvo que acudir al pulmotor del FMI. La política social se limitó también a subsidios focalizados, una costosa maquinaria clientelar para administrar la pobreza, que siempre sigue ahí.
¿A dónde vamos?
Alberto Fernández al designar a quienes serán sus representantes en la transición mandó una señal al establishment. En lo político, una figura como Gustavo Beliz, hombre del Opus, funcionario del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en Washington, que transitó el menemismo, el cavalismo y fue ministro de Justicia de Néstor Kirchner, de donde salió disparando por las amenazas del hombre fuerte de los servicios de inteligencia, Jaime Stiuzo, que en ese momento gozaba del apoyo del Presidente. En cuanto al equipo económico de Fernández, no hay sorpresas, son profesionales conocidos en anteriores administraciones. Sostienen a viva voz que no habrá default, que van a cumplir con el pago de la deuda, pero que buscarán una renegociación, particularmente de los vencimientos a corto plazo.
En cuanto a cómo salir de la recesión, recuperar el salario real (que viene cayendo desde 2014), las jubilaciones y pensiones, al mismo tiempo que bajar la inflación y sacar a millones de familias de la pobreza, poco se ha dicho.
Vaca Muerta, la gran minería y el agronegocio son las perlitas del programa, es decir extrativismo y reprimarización, como locomotoras de la recuperación económica. Toda una definición. Para que funcionen – particularmente Vaca Muerta y la megaminería – tienen que estimular las inversiones mediante subsidios o legislaciones especiales.
También figura en el proyecto, un nuevo pacto económico social, similar al convocado por José Ber Gelbard en 1973, como instrumento para negociar las aspiraciones sectoriales y dirimir las diferencias. Vale recordar que el Pacto de Gelbard culminó en el Rodrigazo de 1975. Hay dudas de que ese pacto pueda funcionar en una situación como la actual, tanto por la economía global como por las condiciones políticas locales.
La alianza que llevó a Alberto Fernández a la presidencia, el Frente de Todos, está muy lejos de ser homogénea. Más allá de echar a Macri y ocupar el gobierno, en su interior tratan de convivir las más variadas posturas políticas, ideológicas y de intereses concretos. Los gobernadores peronistas constituyen un conglomerado de personajes, varios son verdaderos sátrapas, que controlan sus territorios desde 1983, negociando su statu quo con todos los que pasaron desde entonces por la Casa Rosada. Sus representantes en el Senado son parte de su poder y capacidad de negociación con el gobierno central. Están también los intendentes del conurbano, que se han perpetuado asimismo desde el retorno a la democracia y en sus municipios mal vive la población más pobre del país. De esos municipios vinieron 1.7 millones de votos de los 2 millones que fue la ventaja decisiva de Fernández sobre Macri. A su vez, tienen un protagonismo en esa alianza los burócratas sindicales, varios de ellos apoyaron y votaron a Macri en 2015, mientras otros acompañaban a Sergio Massa. Ahora todos coincidieron en el Frente de Todos. Finalmente figura el aporte significativo de los votos y de la militancia de Cristina, los de la Cámpora, el Movimiento Evita, Patria, Nuevo Encuentro, PC, católicos, evangelistas, radicales K, y varios etc.
Habrá que ver cómo funciona esta alianza a la hora de discutir la agenda de los próximos años, reforma laboral y previsional (que exige el FMI), tributaria, financiera, paritarias, política social, cambio climático, educación, salud, transportes, ley del aborto. Inevitablemente, Alberto Fernández, como en su tiempo hizo Kirchner al desprenderse de Duhalde, procurará forjar su propio liderazgo, él más que nadie lo sabe. No se puede ejercer un gobierno absolutamente presidencialista como el de Argentina sin votos propios. La historia se repite…como decía Marx en el 18 Brumario.
La izquierda en su peor momento
Estas elecciones no fueron felices para la izquierda. El Frente de Izquierda y los Trabajadores (FIT) obtuvo el 5,35% de los votos en las elecciones de 2013, con resultados inéditos en algunas provincias. Desde entonces su participación fue declinando, para llegar al 2,16 % (FIT-Unidad) de los sufragios en las elecciones del pasado domingo 27 de octubre, aun cuando la coalición se había ampliado por la suma del MST.
No hay todavía – o no es público – un debate crítico sobre su actuación durante este período. Su participación en las luchas sindicales y sociales, su protagonismo en las calles durante los últimos años es evidente e indiscutible. Sin embargo, ello no es suficiente para diseñar una estrategia y una táctica anticapitalista, que es lo que ha definido a la izquierda en todos los tiempos. En política las direcciones persisten en repetir las mismas consignas y en el seguidismo al kirchnerismo por default. La ausencia, en fin, de una discusión de los nuevos y graves problemas que enfrentan los trabajadores y los socialistas a nivel mundial.
El triunfo de Alberto Fernández no es el de las ideas de la izquierda. La crisis no lleva inevitablemente al socialismo, puede llevar a gobiernos más de derecha y autoritarios, en tanto la experiencia mundial está mostrando que el capitalismo es cada vez más incompatible con la democracia.
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