Por: Victor Currea.
Las manifestaciones masivas en varios países de América Latina son el reflejo de unas preocupaciones sociales más grandes. Las dinámicas políticas que allí se expresan corresponden a años de malestar. A pesar de que en ellas se manifiestan las particularidades propias de las tensiones locales del orden nacional, también hay elementos comunes, que aquí intentamos describir. Dichos elementos cambian de intensidad de un contexto a otro, pero igual aparecen como una realidad política en otros países de la región, aunque allí no se hayan dado grandes manifestaciones, lo que debería servir de alerta para unos gobiernos que, a pesar de las protestas sociales, tratan de mantener sus políticas.
Dos elementos simbólicos del poder de las manifestaciones fue el desplazamiento temporal del gobierno de Ecuador, de Quito a Guayaquil, y la renuncia de todo el gabinete de ministros chileno; aunque tales cambios en Chile ya han sido calificados de cosméticos, lo importante no son los funcionarios solamente sino, principalmente, las agendas políticas que busquen implementarse.
Partamos de una realidad: América Latina es la región más desigual del mundo, y las medidas de los llamados “paquetazos” no buscaban hacerla más igual sino ahondar la desigualdad. En Ecuador, las medidas económicas tomadas por el presidente Lenin Moreno fueron el detonante de un malestar creciente frente al gobierno central por su giro a la derecha; estas políticas fueron producto de una dinámica ya conocida en la región: recomendaciones, léase más bien obligaciones impuestas por el Fondo Monetario Internacional (FMI), para otorgar un préstamo por 4.200 millones de dólares, incluidas en el famoso decreto 883. Uno de los elementos en discusión es el de la necesidad real de solicitar dicho crédito. Además de las agendas neoliberales, pesan en Ecuador las tensiones entre centro y periferia y las reivindicaciones de la población indígena. En Chile, el detonante fue un aumento en el costo del transporte público; pero reducir el malestar social a ese solo hecho es un gran error.
Hay una serie de datos que muestra la exclusión económica creciente y el aumento de la brecha social, y que explica muy bien la consigna ¡No son 30 pesos, son 30 años! En Haití las protestas se están dando desde febrero pasado y obedecen al malestar general frente a los problemas de la desigualdad y a la corrupción en el manejo de los recursos del petróleo. En Argentina se registran el desempleo más alto en los últimos 14 años y un salario que no compensa la inflación.
Las medidas económicas llevaron al quiebre de más del 50% de las pequeñas y medianas industrias. Allí, en septiembre, hubo marchas para exigir un plan de emergencia alimentaria. Las medidas económicas que buscan imponerse ya fueron aplicadas en la región en el año ochenta, refrendadas por las políticas del Consenso de Washington en los años noventa, y que retrocedieron, en parte, por una oleada de gobiernos progresistas al comienzo de este siglo. Esas mismas políticas han sido desenmascaradas por el premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, y fueron el motivo para que el mismo FMI pidiera perdón en África en algunos casos.
La lucha por el Estado Social de Derecho
A pesar de las críticas al modelo capitalista en su fase neoliberal, los reclamos y las aspiraciones no corresponden de ninguna manera a un cuestionamiento de fondo del modo de producción. Dicho de otra manera, lo que se reivindica en las calles es la defensa del Estado Social de Derecho, reconocido por muchas constituciones de Latinoamérica en las últimas décadas.
Podría incluso plantearse una aceptación mayoritaria, especialmente de las clases medias, de condiciones de injusticia social no tan marcadas, ni tan intempestivas. Es decir, lo que se critica en el fondo no es la anunciada explotación del hombre por el hombre, sino una alteración en la cotidianidad de dichas condiciones. Las banderas más radicales piden la salida del poder de Piñera y de Moreno, un cambio en el gobierno haitiano y una nueva constitución política en Chile.
Como en las Revueltas Árabes, las consignas han sido, en estricto sentido, reformistas, y su giro a consignas más radicales (como la salida de Piñera o de Moreno) es más bien la respuesta ante las medidas represivas implantadas por los Estados. En todo caso es difícil pensar en un escenario sostenido de radicalización, como el que vivieron en su momento Egipto y Túnez.
En 2017, el 1% de la población chilena se quedó con el 26,5% de la riqueza, mientras el 50% solo accedió al 2,1% de la misma. En las clases altas, el transporte representa solo el 2% de los gastos, mientras que en sectores pobres este rubro puede representar hasta un 30% de los ingresos. A esto debe agregarse que las medidas de Piñera incluían incrementos de las tarifas de la luz y el agua, sin dejar de lado la crisis de los sistemas de pensiones y de salud. En efecto, el 80% de las pensiones está por debajo del salario mínimo.
Otras causas fueron la privatización del agua (lo que hace más de una década generó el estallido social de Bolivia), la corrupción y hasta la alta tasa de suicidios de ancianos, asociada con las pésimas condiciones de los pensionados.
En Ecuador, las protestas se dispararon por una medida principal: la eliminación de los subsidios del combustible, medida que representaría la afectación de todos los precios, incluyendo los de los alimentos y el transporte. Lo que está en juego es el modelo de capitalismo: si uno basado en las teorías de Keynes o uno basado en las teorías de Hayek. Marx no aparece en esta pugna como el sujeto central.
El papel de las fuerzas militares
Las dictaduras militares del siglo XX fueron sinónimo de injusticia social y represión, pero quienes hoy asumen esas tareas son gobiernos civiles elegidos democráticamente. A pesar de una muy mencionada transición democrática en América Latina, el comportamiento de las fuerzas militares en Ecuador, Chile y Colombia sigue estando determinado por la lógica de la Guerra Fría: la seguridad nacional y el enemigo interno. Prácticas de tortura, desaparición y violencia sexual en Chile recuerdan la época de la dictadura y ratifican la urgencia de un cambio en la doctrina militar.
Al final de las dictaduras, las fuerzas armadas de la región no han tenido un proceso adecuado de reforma de su doctrina, pero tampoco la han experimentado durante los gobiernos llamados de izquierda del presente siglo. Dicho de otra manera, el militar promedio de Ecuador o de Chile sigue siendo el mismo de hace unas décadas. Y sin esas reformas a la doctrina es difícil consolidar espacios realmente democráticos. En Colombia, por ejemplo, la paz no será posible sin la revisión de la doctrina militar; así lo demuestran los asesinatos de Dimar Torres y de Flower Trompetero.
Además de la inmunidad ofrecida, las fuerzas armadas de Latinoamérica han gozado de sistemas de salud y de pensión diferentes al resto de la población y, por tanto, han sido menos golpeados por las políticas neoliberales.
Las medidas tomadas, de carácter represivo, como la detención de líderes, toques de queda (Ecuador) y militarización de las ciudades (Chile), no consiguieron disminuir la furia social sino, por el contrario, la aumentaron. La torpeza de Piñera de decir que “estamos en guerra contra un enemigo poderoso” es parte de la lógica militarista con que las élites intentaron responder. Lo que hay detrás del mal manejo de la fuerza pública es el uso de la represión para responder y gestionar una problemática social que va mucho más allá del control del orden público.
El sujeto político
Aunque hay colectivos determinantes en la protesta social, como los indígenas en Ecuador, simbólicamente relevantes, como las Madres de la Plaza de Mayo de Argentina, o manifiestamente visibles, como los estudiantes en Chile y Colombia, lo cierto es que no hay una vanguardia obrera o campesina, como dirían militantes de la vieja izquierda.El sujeto político latinoamericano de hoy es una mezcla que incluye a obreros portuarios de Chile y líderes religiosos y raperos en Haití. Por su puesto, allí también se reflejan los movimientos sociales que han venido creciendo y consolidándose en América Latina, como las minorías sexuales, las organizaciones de mujeres y las expresiones juveniles, especialmente las canalizadas a través del movimiento estudiantil. Así mismo, es relevante la presencia de las mujeres de manera masiva en las manifestaciones de Ecuador, Argentina y Chile.
Como dato interesante sobre ese sujeto político debe mencionarse que ningún partido está ni al frente ni detrás de la movilización social, aunque si haya casos de oportunismo político.
Los movimientos sociales que están en las calles hay que entenderlos también más allá de la izquierda tradicional. En Ecuador, algunas de las voces de la protesta también se consideran contrarias a Correa. En el caso actual del Líbano y de Irak, ese sujeto político es no solo suprapartidista, sino también supraétnico y suprarreligioso.
Respuestas de las élites
Las élites latinoamericanas han respondido a las protestas sociales principalmente mediante dos mecanismos: la argumentación proveniente de la tecnocracia y las medidas represivas de las fuerzas militares. Estas dos respuestas son esenciales al modelo neoliberal, tal y como se ha visto en otras experiencias.La lógica neoliberal se sostiene en una argumentación tecnocrática, según la cual, para resumir, el mercado puede ofrecer justicia, mientras que, por otra parte, el descontento social ante las medidas económicas se entiende como una “externalidad” que puede resolverse por vía militar. Por eso, es necesario crear, con el apoyo de los medios oficiales de comunicación, un manifestante cercano a la delincuencia común. Llaman la atención los videos que sugieren que el incendio del metro de Santiago de Chile fue producido por agentes estatales.
Aunque los gobiernos contra los que se protesta, como son los de Macri, Piñera, Bolsonaro y Duque, fueron elegidos democráticamente, lo cierto es que los autoritarismos, en lo político y en lo militar, siguen siendo una agenda no superada de la realidad latinoamericana.
La teoría de la conspiración chavista
Al igual que los dictadores y gobiernos autoritarios del mundo árabe, las élites latinoamericanas buscan desviar el análisis de las protestas hacia una supuesta conspiración internacional, en este caso impulsada desde Caracas.
No obstante, las condiciones objetivas de injusticia social que motivaron las manifestaciones son, en primer lugar, innegables. En segundo lugar, es sorprendente la movilización de amplios sectores de las clases medias que no fácilmente se identificarían con el proyecto de Venezuela, al cual en general ni siquiera conocen. En tercer término, dicho argumento presupone el reconocimiento de una capacidad del gobierno venezolano para influir en toda la región. Lo cierto es que si algo es fácil de reconocer en el experimento venezolano es su falta de capacidad de gestión de los problemas internos. Cuesta trabajo pensar que dichas fallas, que ponen en juego su propia supervivencia, no aparecen en un complot con pretensiones regionales. Y como un cuarto elemento para el análisis, dicha teoría presupone una inmadurez política total de los pueblos latinoamericanos que responderían como títeres a una orden externa.
Otras expresiones en el mundo
Al mismo tiempo, se han dado protestas en Hong Kong, Bolivia, Uruguay, Líbano e Irak, aunque no todas tienen la misma naturaleza. En Hong Kong, las marchas obedecen a una histórica lucha por la democracia frente al régimen de China; en Bolivia, las marchas –a favor y en contra– tienen como detonante el resultado electoral; las manifestaciones en Uruguay se dieron como rechazo a la propuesta política de devolverles la agenda de seguridad a los militares uruguayos. Las protestas de Barcelona son fruto de un proceso de nacionalismo, mientras que las de París sí se explican dentro de la lucha contra el modelo socioeconómico imperante.Las políticas neoliberales explicaron el estallido en Túnez, la corrupción en Egipto, el neoliberalismo en Siria y el autoritarismo en Libia. Esas fueron agendas determinantes, pero no únicas, pues la causalidad realmente es mul-tifactorial. A diferencia del mundo árabe –que es una nación distribuida en varios países– y sus revueltas, América Latina está compuesta por países plurinacionales. Pero más allá de eso, las elecciones en América Latina si actúan como válvulas de escape para desviar el descontento social, lo que no se observó en el Oriente Medio.
Además, los pasos atrás dados por los gobiernos de Ecuador y Chile se contraponen a la arrogancia con que los líderes árabes manejaron sus crisis. Las revueltas árabes enseñaron que si no se resuelven las agendas económicas se pasa a reclamos de orden más político.Hoy día, en Irak y en el Líbano, las marchas tienen un componente socioeconómico, mucho más cercano a lo que se observa en América Latina. En Irak, el 60% de la población tiene menos de 25 años y el desempleo juvenil sube al 40%; en Irak, rico en petróleo, las protestas se asocian con una pésima gestión de lo público y la incapacidad para resolver viejas tensiones.
Aunque en el Líbano los medios de comunicación han hecho énfasis en que las marchas se asocian con impuestos, lo cierto es que hay una larga agenda de problemas sociales que ha obligado a un masivo cambio de ministros, como lo intentara Piñera en Chile, y a que el Gobierno rebaje en un 50% el sueldo de los más altos funcionarios.
Reflexiones finales
Hablando con un empresario venezolano de oposición, este me decía: “A mí me parece asombroso que esta sociedad, y sobre todo sus elites empresariales, políticas, intelectuales, incluso militares, no se dieron cuenta de (…) el quiebre económico del año 83, el viernes negro; el quiebre social del año 89, la gran campanada social del Caracazo…”. Esa incapacidad para leer la realidad parece que es una constante de las élites latinoamericanas. Otra de las conclusiones de estas marchas es la ruptura de los canales de comunicación institucional entre la sociedad de latinoamericanas y sus gobiernos. Ese cierre de canales refleja la poca legitimidad de los Estados, la falta de confianza en los partidos políticos y el rechazo a la burocracia institucional, que es moneda corriente en los parlamentos.En Chile, el proceso postdictadura no hizo cambios de fondo, sino que simplemente administró el modelo instaurado. Un error similar al que se cometió en Sudáfrica, donde los cambios políticos no se acompañaron de revisiones del modelo económico.Hay una narrativa oficial y de sectores cercanos a los gobiernos que pretende desviar el debate de las causas de las protestas a sus consecuencias. Así las cosas, el problema no es la política neoliberal sino las manifestaciones en su contra, ni tampoco la violencia estatal sino los hechos violentos por parte de algunos manifestantes. Podemos discutir sobre las formas violentas y no violentas.
Pero eso no resuelve dos problemas: la rabia social y la brutalidad policial; como tampoco el debate sobre la violencia estructural en América Latina.Es llamativo que a pesar de las evidencias los líderes actuales repiten alternativas ya conocidas y fallidas, como las políticas del FMI. Igualmente, preocupa la falta de recambio o la promoción de nuevos liderazgos por parte de viejos líderes. Duque fue quien dijo Uribe, Maduro quien dijo Chávez, Moreno quien dijo Correa, Fernández quien dijo Kitchner, y Piñera repite mandato.Los retos están en diferentes niveles: desde la consolidación de un sujeto político plural que permita mantener las reivindicaciones hasta la capacidad real de gobiernos alternativos para gestionar lo público de manera adecuada, pasando por la revisión del modelo neoliberal y la doctrina militar.Parte del triunfo simbólico de lo logrado hasta ahora es desmentir la idea generalizada de que Chile y su modelo neoliberal, era un ejemplo a seguir; pero sería demasiado triunfalista pensar en un cambio inmediato del modelo, porque los Estados latinoamericanos y sus élites permanecen en lo estructural sin fisuras, porque los aparatos represivos se mantienen intactos y, sobre todo, porque la edificación de modelos económicos alternativos al neoliberalismo (y su puesta en práctica) requeriría de muchos aliados que, hoy por hoy, no existen.
Por otra parte, Túnez y Bolivia demostraron en el pasado que las revueltas pueden tumbar gobiernos. Filipinas y Siria demuestran que la guerra de guerrillas puede fracasar estrepitosamente. Una guerrilla sin pueblo no hace cambios, pero un pueblo sin guerrilla sí puede hacerlos. Si a esto se suma la degradación de la guerra, la lucha armada pierde legitimidad. Pero también las revueltas árabes, al igual que las marchas contra la guerra de 2003, demuestran que la movilización social tiene límites en su alcance.
El problema es, primero, que las protestas, como tal, no necesariamente generan movimiento. Una cosa es la movilización y otra es el movimiento político. Lo segundo es que la sostenibilidad de dichas manifestaciones es discutible, debido a muchos factores. Y tercero, que los Estados no están obligados a escuchar; en otras palabras, podemos decir que el deber ser de las élites es tener en cuenta la opinión de las calles, pero en la práctica sabemos que ese deber ser es reemplazado por un pragmatismo político que ha hecho historia. Como consecuencia de estos tres factores, las manifestaciones pueden convertirse en parte del paisaje político
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