Será quizá unas cuatro semanas desde que empecé a experimentar un dolor, más bien una especie de ardor, en las rodillas. Estuve en la Ciudad de México hace poco y atribuí este desperfecto a las horas de caminata diaria que necesariamente hay que dar para ir de un lugar a otro. Quizá pisé mal algún hueco en las banquetas, me resbalé en un charco, o quizá son los achaques que empiezan a aparecer desde que cumplí cuarenta años. Sin embargo, no recuerdo haberme caído ni haber soportado un golpe que fuera causa de este dolor. Me encanta caminar por la ciudad, respirar ese aroma mezcla de smog, tortilla y cañería y, según el podómetro del teléfono, eran jornadas de alrededor de 12 kilómetros diarios.
Lo cierto es que el dolor aparece solamente cuando me arrodillo. Apenas intento recoger algo, tender la cama o cualquier flexión de la rodilla que implique esta postura, me queman las rodillas. Me dediqué, pues, a hacer las respectivas consultas médicas en Google y descubrí que este misterioso dolor podría ser desde una lesión muscular, hasta un problema de los nervios. Tendría que hacerme radiografías, resonancia magnética y algunos exámenes, a lo mejor con un traumatólogo, para determinarlo. Y estaba a punto de hacer una cita médica, cuando antes se atravesó por coincidencia una sesión de psicoterapia, que por cierto estoy tratando de retomar. Hablé durante la corta hora de sesión (poco, para tantas atribulaciones), acerca de este extraño y misterioso dolor que había aparecido de pronto, sin causa aparente que yo recuerde.
¿Y cuándo es que te duele? – preguntó mi terapeuta.
Solamente cuando me arrodillo.
¿Solo cuando te arrodillas? Vaya, qué interesante –replicó de un modo clásicamente psicoanalítico.
Guardé silencio. ¿Acaso había una causa de otro orden, quizá somática, que podría explicar este repentino, quemante y misterioso dolor en las rodillas? La clave –me di cuenta-, está en que solamente me duele cuando me arrodillo, pero que podría ser no solamente a causa de la mecánica natural del cuerpo humano, sino del propio acto de arrodillarse, que es una postura indudablemente llena de sentido. Entonces me puse a pensar qué es lo que, después de todo, implica hacerlo.
En primer lugar, arrodillarse es un acto de alguna manera presente en la práctica religiosa, como expresión simbólica. En la religiosidad arcaica, arrodillarse estaba relacionado con una comunicación con el inframundo y sus potencias, al tiempo que, al levantar las manos en el rezo, se trata de alcanzar las potencias celestes. En el judeocristianismo, que es la religión que domina occidente, arrodillarse está relacionado con un sentido de humildad ante lo divino. Es en esa postura de humildad de los fieles que imploran, ruegan o buscan respuestas ante Dios, muchas veces indiferente. Aunque soy ateo, he tenido que participar en no pocas misas por algún funeral o boda y por supuesto llega el tercio en el ritual, en que el sacerdote llama a ponerse de rodillas. Cuando esto acontece, una voz interior (¿acaso la del propio Dios?) me dice: tú no debes ponerte de rodillas ante nadie. Generalmente me quedo sentado, ante la mirada de reproche del resto de asistentes. Pero en un par de ocasiones, quizá por curiosidad acerca de lo religioso o sentido de respeto a los demás, me he arrodillado para ver cómo es la experiencia. Y debo decir que es bastante incómoda, al menos para mí.
Hace algunos años viví en Japón por algunos meses y quise experimentar algunas de las costumbres de su pueblo. Por ejemplo, a la hora de sentarse a la mesa que está a pocos centímetros del suelo, los japoneses se arrodillan sobre el tatami, una estera tradicional delicadamente tejida que cubre los pisos. Descubrí que era una postura natural, elegante y cómoda para ellos, pero dolorosa para los gaijines o extranjeros occidentales. Terminaba siempre azorado ante las risas de los anfitriones, quienes comprobaban mi incapacidad para ser un auténtico japonés. Lo mismo, intenté durante algún tiempo practicar kyudo, que es un arte marcial basado en la antigua arquería japonesa.
El kyudo se basa en una especie de ritual muy cercano a la meditación budista, en que por vía de la concentración del cuerpo y de la mente, se manipula un arco largo y se dispara una flecha hacía un blanco hecho de paja. En teoría, si existe alineamiento entre la mente y el cuerpo, en un estado de paz interior, la flecha alcanzará el centro exacto. La postura de disparo inicia arrodillándose en el tatami, la espalda recta, el arco posado en el piso y tomado por la mano izquierda, mientras que la derecha, recubierta con un guante especial para soportar la tensión de la cuerda, sostiene tres flechas. Luego uno va levantándose en perfecta armonía y elegancia, comprueba el objetivo, toma la cuerda, levanta el arco, lo tensa, respira profundamente y dispara. Parece fácil, pero todo el acto es sumamente complejo y uno termina extenuado y recubierto de sudor. Nunca logré dar en el blanco, pero muchos jubilados de más de 70 años con quienes practicaba, lo hacían con relativa facilidad.
Como el kyudo quizá no era para mí a pesar de su belleza, me dediqué también por un tiempo a la meditación budista. Existe una postura en el Zen llamada “zeiza”, en que uno se arrodilla y sostiene el peso del cuerpo sentándose sobre los talones, usando una almohada o una pequeña banqueta, para así mantener la columna recta, los chakras alineados y de esta manera entrar en meditación o “zazen”. Me compré una banqueta y manos a la obra, pero de todas formas no dejaba de ser una postura incómoda que no me permitía concentrarme, razón por la cual, con el tiempo, terminé desechando todo eso, para regresar derrotado a la nuestra profunda forma de vida occidental y a rituales complejos como recostarse sobre un sillón para ver Netflix por las noches.
Aparte de ayudarme a entender algunos de los sentidos detrás del acto de arrodillarse y de recordar varias experiencias propias, nada de esto alcanzaba todavía para ayudarme a explicar el acuciante, misterioso dolor que tengo en las rodillas. Debía ser algo más y se me ocurrió de pronto que, más allá del sentido religioso o de la práctica cultural de arrodillarse, esta postura significa también postración.
Me vino a la memoria una frase del filósofo Alain Badiou sobre la idea de justicia, que leí alguna vez en un pequeño libro sobre justicia, filosofía y literatura. Badiou relaciona el problema de la idea de justicia con algunos temas, como el del cuerpo, la esclavitud y la injusticia. La injusticia es clara –dice-, mientras que la justicia es oscura. Vivimos en una época que propone un cuerpo separado de las ideas, que es el cuerpo del esclavo. Se trata de un proceso de invención de una nueva esclavitud moderna: un cuerpo víctima, sometido, que solamente consume y se encuentra separado de toda idea universal, de todo principio. La justicia sería, pues, toda tentativa de luchar contra esta esclavitud moderna y se trata de una lucha que afirma lo humano. La justicia, concluye Badiou, aparece cuando empezamos a dejar nuestra condición de víctima, de cuerpo sufriente, esclavizado, y nos levantamos para ponemos de pie.
Se trata, por demás, de una concepción de justicia sumamente política. Cuando reconocemos la injusticia y nos levantamos, derruimos la relación de esclavitud y reconocimiento ante el amo. Aparece inmediatamente la igualdad, pues se deja de obedecer. Y en el contexto de esclavitud moderna del que habla Badiou, recuperamos la conexión del cuerpo con las ideas y principios universales, afirmando a la vez tanto nuestra humanidad como la libertad. Levantarse es, pues, el primer paso, que no solamente es individual sino, sobre todo, colectivo.
Hace poco, en el mes de octubre, asistimos a un levantamiento colectivo, impulsado sobre todo por el movimiento indígena, pero al cual se sumaron estudiantes, mujeres, trabajadores, campesinos y sectores populares urbanos. La palabra “levantamiento” ha sido utilizada a lo largo de los años para describir las insurrecciones populares sobre todo en el mundo indígena, pero desde octubre, parece ser que se extiende a todo el cuerpo social. Si hay levantamiento, es porque hay una situación de injusticia ante la cual es necesario ponerse de pie. Los indígenas y sectores populares conocen bien que cuando el Estado adopta medidas antipopulares, a las cuales las élites denominan de manera eufemística como “procesos de modernización del Estado”, “plan de ajuste fiscal y reactivación económica”, “ley de simplicidad y progresividad tributaria”, se trata de una agresión directa contra los sectores populares y de un seguro deterioro de las condiciones generales de reproducción material de la vida.
Cuando el pueblo deja de estar de rodillas y se levanta, las élites se vuelven estúpidas y reaccionan de manera despavorida y errática, porque entra en crisis el orden de dominación habitual en el que vivimos. Y el único instrumento que les queda ante esto es la represión y la imposición por la fuerza a la sociedad entera, de un proyecto de injusticia que beneficia apenas las minorías que ostentan ya el poder económico y político. Este orden de injusticia es sumamente endeble, porque el verdadero poder y autoridad residen en el pueblo, que en los escenarios insurreccionales descubre al levantarse la bandera de la justicia, de la igualdad y de una libertad que no es la vacua del propietario privado que todos los días cacarean los empresarios y los medios de comunicación; sino de aquella, verdaderamente auténtica, que busca romper todas la opresión y sus cadenas.
Luego de pensar en todo esto por algún tiempo, entendí finalmente que el padecimiento en las rodillas podía no ser tan misterioso. Todos los días estamos obligados a una servidumbre involuntaria que nos obliga arrodillarnos: ante el poder político y económico y su proyecto neoliberal; ante la imposición de un modo de vida que implica nuevas formas de esclavitud y separación de los cuerpos con respecto a las ideas; en las relaciones sociales de clase, género y raciales que están atravesadas por la desigualdad; y también en las afectivas, en que a veces hombres y mujeres terminamos también sometidos y arrodillados, unos ante otros. Aunque el dolor que tengo no ha cesado, no solamente se reduce a un problema personal. Quizá el verdadero misterio es que no se ha identificado todavía una epidemia. Porque las rodillas deberían estar doliéndonos a todos en este tiempo cada vez más oscuro en donde el único camino que queda ante tanta violencia, es aprender a estar siempre de pie.
Excelente. Gracias!
Excelente