Los cómicos errores del candidato demócrata Pete Buttigieg para posicionarse dentro de una clase social que no es la suya
Corey Pein (The Baffler)
El antiguo alcalde de South Bend, Indiana, Pete Buttigieg y yo tenemos unas pocas cosas en común. Unas pocas.
Los dos somos tipos blancos cis. Tenemos más o menos la misma edad. Los dos nos graduamos en universidades caras de la Ivy League y los dos sabemos que todo el mundo se preocupa.
Confío también en que los dos resultaremos ser igual de exitosos a la hora de convertirnos en presidente de los Estados Unidos.
A partir de aquí, empiezan unas pequeñas diferencias. Pete, aunque no es un gigante de la escena política, es ligeramente más alto que yo. Eso lo achaco a una falta de alimentación adecuada por mi parte. Mi padre en ocasiones se encontraba en el paro, pero siempre estaba borracho. Mi madre es una desconocida para mí y ha vivido en la calle durante la mayor parte de mi vida adulta. Me gustaría pensar que si hubiera tenido un poco más de apoyo en casa, yo también podría haber aprendido unos siete u ocho idiomas y haber crecido algunos centímetros más.
Pete y yo hemos publicado libros con nuestros nombres en la portada. Si alguna vez llegamos a hablar, me encantaría hablarle de su proceso de escritura.
Los dos hemos viajado por el mundo y hemos visto la cara negra del imperio estadounidense desde cerca, si bien con una perspectiva diferente. Los dos disfrutamos leyendo El americano impasible, de Graham Greene, cuando éramos estudiantes universitarios. Pete escribió su tesis sobre eso, y ha sido descrita como una lectura totalmente errónea que es abiertamente benévola con el personaje principal, un joven oficial de la CIA en Vietnam. La impresión que me dejó a mí el libro de Greene fue algo más tradicional: el colonialismo es un mal que los untuosos, los superprivilegiados y los naifs infligen sobre quienes no se lo merecen.
Puede que Pete haya temido por su vida en algunas ocasiones mientras estuvo desplegado con el ejército de los Estados Unidos, pero también es cierto que se apuntó por voluntad propia para correr ese riesgo. No recuerdo que nadie me preguntara a mí si quería experimentar la pobreza infantil.
Con la ayuda del psicoanálisis, he llegado a la conclusión de que quizá la única razón de que siga vivo hoy en día es que no escuché a gente como Pete. Cuando habla de educación y oportunidades, Pete me recuerda al orientador que tuve en el instituto. Ese tipo era un imbécil. No quería que fuera a la universidad cuando decidí ir, pensaba que lo que me hacía falta era disciplina y me sugirió que hiciera el servicio militar en el ejército. No me hacía falta disciplina, sino libertad y respeto. Y dinero. Más que nada, me hacía falta dinero.
De igual modo, Pete dice que la universidad no es para todo el mundo. En principio, estoy de acuerdo. Eso no significa que quiera que él (ni cualquiera de su procedencia social) elija quién es apto, y quién no, para ocupar puestos de gerencia, gubernamentales o puestos en otras profesiones que se reservan para los instruidos y los educados.
No obstante, a la universidad fuimos tanto Pete como yo. Después de saltar de Harvard a Oxford, Pete encontró rápidamente (aunque ahora le reporte mala fama) un trabajo en McKinsey & Company. Aunque a mí me fue bien en los estudios, nadie me enseñó cómo buscar trabajo. Cuando terminé la universidad pensé que había sido afortunado porque me contrató una empresa temporal. Me colocaron de bedel en un hospital. La plantilla, formada en su mayoría por señoras mayores, rara vez llevaba los guantes protectores para utilizar los químicos de limpieza. Sus articulaciones estaban inflamadas y nudosas.
Esas bondadosas mujeres me protegieron de lo peor de ese trabajo, como por ejemplo “un código marrón” en la sala de operaciones (imagínate lo que puede ser). Las que siempre eran bruscas y exigentes –de la manera en que la gente suele ser cuando el capitalismo les concede un poco de poder sobre los demás– eran las enfermeras profesionalizadas. A juzgar por el relato de cómo son sus eventos de campaña a marchas forzadas, estas mujeres están muy cerca del ideal platónico de los votantes de Pete: enfermeras Ratched [la que aparece en Alguien voló sobre el nido del cuco] administrando un sedante a un prisionero político y tarareando “grandes, grandes, grandes, grandes esperanzas” mientras dan saltitos al caminar.
Pero mis camaradas de la plantilla de limpieza no necesitaban más papeleo, o lo que sea que Pete está vendiendo. Lo que necesitan es atención sanitaria gratuita, subsidios a la vivienda y un sindicato.
Pero esos puntos no están en la agenda de Pete. Y lo que es peor, se comporta como un espía de la dirección. El mejor ejemplo de esto se produjo el año pasado cuando se presentó en un piquete de United Auto Workers e interrogó con torpeza a un hombre que sujetaba un cartel sobre cuánto dinero quedaba en el fondo de huelga del sindicato. Hace poco, The Intercept publicó que su campaña estaba contratando gente a través de Amazon Mechanical Turk, un perverso proyecto cuyo objetivo es doblegar la fuerza de trabajo para siempre al convertir cualquier trabajo que te puedas imaginar en un trabajo a destajo desmoralizador y profundamente mal pagado.
Cuando miro a Pete, veo la cara de la podrida y falsa meritocracia estadounidense y sé que no estoy solo.
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Como tantos otros luchadores burgueses, Pete ocupa espacio allá donde va. Nunca quiso ser un periodista, pero aun así solicitó unas prácticas en una redacción de noticias. Uno de sus profesores de Harvard le consiguió el trabajo. Según el Washington Post, el reportero para el que terminó trabajando Pete había estado intentando “presionar para que su cadena encontrara un becario afroamericano, o al menos alguien que realmente quisiera convertirse en reportero”. En resumen, lo que hizo fue utilizar sus influencias para privar a un negro aspirante a periodista de una oportunidad que podría haber lanzado su carrera profesional. ¿Por qué? Porque quería ser presidente algún día y pensó que sería útil conocer cómo funcionaban los medios de comunicación.
“Crecí rodeado de fábricas que cerraban y casas vacías”, dijo hace poco Pete cuando le entrevistaron en el New York Times para decidir a quién apoyaría el periódico. ¿Pero sabe cómo es la realidad de las personas que viven y trabajan en ese tipo de lugares? No lo creo.
Te lo voy a decir, Pete: es difícil. Cuando me llegó la carta de admisión de una universidad de la Ivy League, no me emocioné. Sentí vergüenza de mí mismo porque iba a dejar atrás a mis amigos. Además, estaba aterrorizado, no solo por motivos sociales sino también económicos. Tuve que vender mi coche después de que me quitaran el carné por una multa que no podía permitirme pagar, una multa que me pusieron por no arreglar un tubo de escape ruidoso que no podía permitirme reparar. Me subí en un bus de Greyhound para cruzar el país desde Olympia, Washington, hasta la Universidad de Columbia en Nueva York. No era la primera vez que hacía ese viaje, y tras haber aprendido algunas cosas sobre defensa personal, llegué con un bate de béisbol envuelto en un saco de dormir.
Al contrario que Pete, yo tengo un buen motivo para estar ahí. Yo sí que quería ser un reportero, porque me parecía que era la única manera de ganarme la vida con algo que se ajustara a mis capacidades y temperamento. Si ignoramos los mitos de Horatio Alger y de Abe Lincoln, sabía que la presidencia no era para gente como yo. ¿Acaso Pete dudó de sí mismo alguna vez? Por lo que yo he podido comprobar, Pete piensa que está cualificado para liderar al país porque fue a una escuela preparatoria, luego a Harvard y luego consiguió una beca Rhodes. Enhorabuena, Pete. Impresionante. Pero te equivocas. Todos esos reconocimientos no dicen nada acerca de quién eres.
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