Guayaquil, una de las mayores ciudades de Ecuador, exhibe su naturaleza de la manera más cruda en estos días de pandemia
Por Mario Campaña
El lenguaje humano cada vez dice menos; el léxico cotidiano se estandariza y en su uso oculta más de lo que descubre; navegamos como polizontes con banderas que nos permiten acodarnos a todo puerto; y elegimos la jerga que mejor disfraza nuestra identidad e intenciones, que no nos atrevemos a confesar. Pero la realidad no es real y de pronto viene un zas y se desmorona, y quedan al descubierto nuestras grandilocuentes e impostadas declaraciones. Es cuando lo siniestro comparece sin envoltura a los ojos de todos. Es el momento en que el lascivo Aquiles, cuando ya se ha consumado la victoria y se ha asesinado a los hombres y esclavizado a las mujeres, pide que ante su tumba se le sacrifique a la bella Polixemes. Es cuando en medio de la pandemia los millonarios de Estados Unidos pretenden sin pudor que les sean ofrendadas las vidas de sus trabajadores en nombre de la nación y la economía. Solo bajo la premisa de una diferencia cualitativa de valor y dignidad entre el dador y el receptor del sacrificio puede entenderse la liturgia demandada: la muerte ritual del primero consagra la supremacía del segundo, cuya existencia tiene una función superior para la comunidad. Sobre esa base es sobre la que las oligarquías de antes y de ahora demandan la inmolación de los otros.
América Latina vive regularmente así. Como deidades del inframundo, las oligarquías se nutren del asolamiento de la mayor parte de la población, condenada a la miseria. La cultura de la dominación moral naturaliza allí la opresión material y el reclamo de superioridad se traduce en diferencia de derechos, en privilegios y discriminaciones.
Pero ocurre que tanto aquí como allá un zas de la realidad real, el horror de los contagios puede desarticular el discurso persuasivo para recalcar sin tapujos, en un lugar u otro, el esquema de las jerarquías.
Guayaquil, la ciudad portuaria, un paradigma de la ciudad oligárquica latinoamericana, exhibe en estos días su naturaleza de la manera más cruda. Sin infraestructuras culturales, sin instituciones educativas y centros de investigación en humanidades, irrelevante desde hace décadas en la vida cultural de Ecuador, carece de instalaciones y redes sanitarias adecuadas para la atención de la ingente cantidad de trabajadores que viven hacinados en sus suburbios. Hace mucho que la oligarquía conservadora de Guayaquil se liberó de los molestos pero preceptivos modales de otros tiempos para convertirse en una masa insolente mayormente desprovista de nociones como ciudadanía y cultura. Desde hace veintiocho años gobierna la ciudad con alardes de machismo, clasismo, racismo e inobservancia de la ley. De ahí que su alcaldesa haya llegado a bloquear de modo caprichoso la pista del aeropuerto de la ciudad para impedir el aterrizaje de vuelos humanitarios procedentes de Madrid y Amsterdam, autorizados por las autoridades de aviación del Estado, con el pretexto de “defender la ciudad” de la tripulación europea, del Covid 19.
La ciudad, con tres millones de habitantes, es con mucha diferencia la más contagiada en Ecuador por el coronavirus. La pobreza en que malvive la mayoría se la población y la falta de servicios básicos, equipamientos e infraestructuras médicas y sanitarias ha quedado a la vista de un modo inclemente. En la última semana el gobierno central ha recogido en domicilios más de trescientos cadáveres de gente que ni siquiera llegó a ser atendida en centros médicos. En los últimos días de marzo empezaron a aparecer cadáveres en las calles, en las aceras, en los barrios o incluso en el centro de la ciudad. Permanecían durante horas o días. La alcaldía anunció la apertura de una fosa común. El 1 de abril comunicó otras medidas: trámite de compra de 6.120 trajes y equipos de protección, 50.000 pruebas rápidas, 40 respiradores portátiles, 20 respiradores para la UCI y tres contenedores para los cadáveres.
Es harto improbable que la macabra presencia de cadáveres en las calles apiade o avergüence a la oligarquía de la ciudad: hace años que se instalaron a unos quince kilómetros, en una antigua ciudad llamada Samborondón que transformaron con urbanismos, tecnología e instalaciones al estilo Miami. El viejo Guayaquil quedó abandonado con su caos, su hacinamiento, su pobreza y ahora con sus muertos en las calles.
El mismo día 24 de marzo en que el gobierno central recogía cadáveres de casas de sus barrios pobres, el director de cultura y promoción cívica del cabildo –y de paso de la biblioteca y del museo del Municipio– se permitió publicar un abominable comunicado oficial –con faltas de ortografía y erratas– en que acusa de la rápida propagación del virus a los centenares de miles y quizá millones de migrantes ecuatorianos pobres y a migrantes internacionales que habitan la ciudad. Dice que a Guayaquil llegó “gente extremadamente ignorante” y “primitiva” del país, “gente de deficiente condición”, “ignorantes”, “indolentes” e “indisciplinados”, y señala a “los miles de venezolanos” que se habrían afincado en Guayaquil “para vivir como parásitos”. Los auténticos guayaquileños, asegura, son “verdaderamente concientes [sic] y disciplinados, que cuidan de sí mismos y de sus familias”.
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