Jeremy Corbyn mostró el camino. Pero debemos aprender bien las lecciones

LONDON, ENGLAND - JANUARY 11: Jeremy Corbyn leaves Trafalgar Sq after speaking at a rally on January 11, 2020 in London, England. Saturday's demonstration was co-organized by the Campaign For Nuclear Disarmament and the Stop the War Coalition, an activist group formed in 2001. (Photo by Hollie Adams/Getty Images)
Por Daniel Flinn

El libro Socialismo parlamentario [Parlamentary Socialism, Merlin Press, 2009]de Ralph Miliband se convirtió en una referencia para los debates en relación al Partido Laborista británico tan pronto como apareció por primera vez al inicio de los años 1960.

Cuando Miliband publicó una nueva edición del libro en 1972, rechazó la idea de que los laboristas pudieran convertirse algún día en «un partido interesado de verdad por un cambio socialista». Reconoció que no había otra organización de izquierda capaz de desafiar la posición dominante del Partido Laborista, pero eso «no era motivo para una aceptación resignada o para seguir manteniendo una esperanza sin fundamento en la realidad política». El primer paso para la construcción de una fuerza alternativa sería «disipar las ilusiones paralizantes sobre el verdadero propósito y el papel del Partido Laborista».

Si bien Socialismo parlamentario fue un libro que tuvo mucha influencia, sus conclusiones políticas iban muy a contracorriente. En respuesta a Miliband, Ken Coates insistió en que el futuro de la izquierda británica tendría que pasar, de una forma u otra, por el Partido Laborista: «Una vez que el movimiento obrero de cualquier país construye sus organizaciones, éstas se interpondrán siempre entre la articulación de cualquier idea nueva y su realización. A menos que puedan atraerse las organizaciones de masas o dividirlas seriamente en el intento por lograrlo, éstas impedirán el surgimiento de cualquier alternativa ”.

Esa fue la perspectiva que guió a la gran mayoría de los socialistas en Gran Bretaña durante las décadas posteriores, en las que la izquierda laborista agrupada en torno a Tony Benn planteó un desafío sin precedentes al establishment del partido. En 1983, incluso Ralph Miliband empezó a preguntarse si su punto de vista no había sido demasiado apresurado: “Tienen un largo camino por recorrer, con muchos y grandes obstáculos, pero es obvio que subestimé la capacidad del desafío que podían plantear los nuevos activistas a los líderes». Para Miliband, la cuestión del futuro del Partido Laborista estaba ahora «más abierta de lo que creía».

Sin embargo, para cuando escribió ese artículo, la corriente ya había comenzado a volverse contra la izquierda laborista. Con la escusa de la fuerte derrota del partido en las elecciones de 1983, Benn y sus seguidores no pudieron mas que constatar cómo el nuevo líder laborista, Neil Kinnock, giraba constantemente a la derecha. Kinnock allanó el camino para el largo período en el gobierno de Tony Blair como el heredero autoproclamado de Margaret Thatcher. Ken Coates, que fue eleggido eurodiputado en 1989, fue expulsado por la dirección del partido nueve años después, un destino que Coates compartió con muchos otros inconformistas.

El camino equivocado

Reflexionando sobre el pasaje entre Benn y Blair en su libro El fin del socialismo parlamentario , Leo Panitch y Colin Leys concluyeron que, a fin de cuentas, Miliband tuvo razón: “La ruta al socialismo no pasa por la transformación del Partido Laborista. Lo que no significa que no haya que apoyar a las corrientes progresistas en su interior; pero el hecho de apoyarlas no debe confundirse con la tarea principal».

Para quienes compartieron este criterio, había que extraer una lección clara de la experiencia de los años ochenta. Por un lado, no tenía sentido adoptar un programa de izquierda a menos que el ala parlamentaria del laborismo [el Partido Laborista Parlamentario] estuviera decidida a llevarlo a cabo. Harold Wilson se deshizo del programa laborista radical de 1974 tan pronto como formó gobierno; y su sucesor, James Callaghan, a instancias del Fondo Monetario Internacional, lanzó los primeros ataques proto-thatcheristas contra la socialdemocracia keynesiana. Las mociones en las conferencias del partido seguirían siendo papel mojado mientras la derecha del laborismo copara las instancias dominantes del poder parlamentario.

Por otro lado, las convulsiones internas en el partido se producirán, seguramente, si los parlamentarios laboristas confrontados a la no reelección impedían que el Partido ganase las elecciones generales. En respuesta a la insurgencia de la corriente liderada por Benn, un sector de la derecha laborista se escindió para crear el Partido Socialdemócrata, presentando candidatos contra los laboristas y denunciando su giro a la izquierda. Otros se quedaron para librar una guerra de desgaste contra el nuevo programa del partido. Los laboristas se presentaron desesperadamente divididos a las elecciones generales de 1983 y fueron incapaces de llevar a cabo una buena campaña. El precio de la unidad fue la sumisión a la derecha laborista, que además trabajaría incansablemente para sabotear las perspectivas del partido.

En 2010, John McDonnell publicó un balance del Socialismo parlamentario, justo cuando Ed y David Miliband estaban a punto de disputar el liderazgo laborista en plataformas que les separaban millas del legado político de su padre. McDonnell insistió en que Ralph Miliband se equivocó sobre el Partido Laborista, pero puso más énfasis en el lado negativo de la ecuación («todos los intentos de crear un partido a la izquierda del Partido Laborista han fracasado») que en la perspectiva para el renacimiento socialista en el interior de las estructuras del partido.

Cinco años después, el compañero de McDonnell, Jeremy Corbyn, ganó de forma inesperada las elecciones para reemplazar a Ed Miliband, y pasó a liderar el Partido en uno de los períodos más turbulentos que haya conocido la política británica desde al menos una generación. La experiencia de Corbyn supuso un desafío a las ideas preconcebidas de todo el mundo sobre el Partido Laborista británico. Ahora mismo está claro que los laboristas no formarán gobierno bajo el liderazgo de Corbyn, aún si el proyecto de izquierda continúa de forma diferente. ¿Qué lecciones se pueden extraer de lo vivido en estos últimos cuatro años y qué nueva luz arroja sobre los viejos debates?

Fracasar mejor

Antes de abordar la pregunta de por qué fracasó Corbyn, necesitamos establecer un punto de referencia de lo que hubiera significado tener éxito. Ganar las elecciones no hubiera sido suficiente, como bien lo muestra la experiencia de Syriza en Grecia. Definamos éxito en los siguientes términos: un Partido Laborista dirigido por Corbyn que forme un gobierno mayoritario y luego implemente la mayor parte de los manifiestos electorales de 2017 y 2019. Eso no habría significado el fin del capitalismo en Gran Bretaña ni nada parecido, pero ciertamente habría sido una ruptura decisiva con el consenso de la generación precedente: una administración reformista semejante a la del gobierno de Clement Attlee después de 1945.

Una primera explicación del fracaso de Corbyn sería que los escépticos tenían razón: la transformación del Partido Laborista para cambiar la Gran Bretaña siempre resultó ser una tarea desesperada. El nuevo sistema para elegir al líder del partido había hecho posible tener por primera vez un candidato de izquierda salido del grupo parlamentario, pero la tensión intentar liderar al partido desde la izquierda contra la voluntad de sus parlamentarios era, en última instancia, demasiado grande para que lo soportara cualquier político.

Cierto; los primeros dieciocho meses de liderazgo de Corbyn parecían reivindicar ese pesimismo. Enfrentándose a un incesante sabotaje por parte de sus parlamentarios, e incluso desde dentro del gabinete en la sombra del laborismo, Corbyn no pudo desarrollar su programa de campaña improvisado apresuradamente. Cuando Theresa May convocó elecciones generales anticipadas para junio de 2017, los laboristas parecían encaminarse a una derrota aún más fuerte que la sufrida en 1983.

La recuperación inesperadamente fuerte de laborismo ese año abrió un nuevo horizonte de posibilidades para el proyecto Corbyn. Sería suficiente un modesto trasvase electoral del Partido Conservador al Partido laborista en las próximas elecciones para situar a Corbyn en el nº 10 de Downing Street.

Es posible que esta visión de llegar a tener un gobierno de izquierdas haya sido siempre un espejismo. Quizás el gran salto adelante de Corbyn [en 2017] simplemente pospuso el día de ajuste de cuentas con la arraigada resistencia del Partido Laborista Parlamentario (PLP), ya que la próxima vez la facción derechista del laborismo haría todo lo posible para asegurarse de que nunca se convirtiera en primer ministro. Incluso si Corbyn hubiera logrado superar ese obstáculo al ganar las elecciones, tampoco habría podido llevar a cabo el programa del partido en el gobierno porque muchos parlamentarios laboristas seguían siendo hostiles a una seria agenda de izquierdas.

Pero también hay explicaciones más contingentes que se pueden sugerir sobre el fracaso de Corbyn. Una de ellas enfatiza las opciones políticas realizar por la dirección laborista, especialmente después de las elecciones generales de 2017; la otra, pone énfasis en Brexit, un tema estrella en la política británica moderna.

Una revolución a medias

El resultado de las elecciones de 2017 tuvo un efecto paradójico en Corbyn y en su círculo más próximo. En ese momento su posición era incomparablemente más fuerte que cuando May convocó las elecciones, pero a menudo, en los dos años siguientes, parecía paralizado por la prudencia, temeroso de sacudir el bote cuando la victoria estaba al alcance de la mano. Esa aversión al riesgo afectó a su manera de abordar dos temas en particular: la reforma organizativa y la polémica sobre el «antisemitismo del laborismo».

Los frutos organizativos del corbynismo han sido muy limitados, sobre todo donde realmente cuenta, en Westminster y en otras estructuras representativas, desde los ayuntamientos hasta las asambleas escocesa y galesa. El centro de gravedad del PLP está algo más a la izquierda de lo que estaba hace cinco años, pero el candidato socialista Richard Burgon hizo frente a una ardua lucha para obtener suficientes nominaciones de sus colegas parlamentarios para competir por el liderazgo. El rival de Burgon, Ian Murray, un producto típicamente maligno de la derecha laborista escocesa, surfeó el proceso de nominación sin tener que sudar.

Los implacables oponentes de Corbyn todavía tienen una base más sólida en el PLP que aquellos que quieren continuar con su legado. A pesar de todo lo que se habla de los descartes en los medios de comunicación británicos, no hubo un solo diputado laborista eliminado de su cargo bajo la supervisión de Corbyn, aunque algunos se fueron voluntariamente porque pensaban que electorado iba a optar por candidato.

Si hay un momento que sintetice esta renuencia enfrentarse a la vieja guardia del laborismo, ese fue el del Congreso del Partido en 2018, cuando la dirección del partido y los sindicatos no apoyaron la puesta en práctica de la selección abierta de candidatos parlamentarios. Esa reforma habría obligado a todos los parlamentarios laboristas a buscar una nueva nominación de su electorado antes de presentarse a la reelección. Ahora bien, hubo una reforma del proceso de primarias que facilitó el desafío a los electos, pero obligando a los activistas del partido a realizar una campaña negativa contra ellos. En el período previo a las elecciones generales de 2019, solo hubo un puñado de primarias, ninguna de las cuales concluyó con la destitución de un parlamentario saliente.

Aún no se ha escrito la historia completa de lo que sucedió en el Congreso de 2018. Una buena información arrojaría más luz sobre el equilibrio de fuerzas y de criterios que produjo este resultado insatisfactorio (en particular, el papel desempeñado por los sindicatos). Pero su efecto fue obstaculizar cualquier esfuerzo para permitir a los laboristas disponer del grupo parlamentario necesario para llevar a cabo un programa de reforma radical. No hay duda de que si la derecha laborista recupera el control de la maquinaria del partido, purgará a sus oponentes con una despiadada crueldad y un desdén propio de las «camarillas», que Corbyn nunca mostró.

Giro incorrecto

La fake news sobre el predominio del antisemitismo laboristaalcanzó su apogeo durante la campaña electoral de 2019, cuando afirmaciones absurdas sobre el destino de la población judía de Gran Bretaña bajo un probable gobierno de Corbyn dominaron la agenda de noticias. Ese frenesí engañoso se construyó sobre bases que se establecieron a lo largo de varios años. Una vez más, podemos identificar un punto de inflexión decisivo en el otoño de 2018, cuando la Ejecutiva nacional del Partido Laborista se inclinó ante la presión y adoptó la definición de antisemitismo de la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA). Esa decisión se produjo después de un verano con una intensa controversia política que descarriló los esfuerzos del Partido por presentar una agenda constructiva.

A medida que la controversia cobraba fuerza, un aliado de Corbyn, Jon Lansman, publicó un artículo en el que expuso los fundamentos del código de conducta del laborismo sobre el antisemitismo, que se alejaba de la definición de IHRA en varios puntos. Lansman señaló de forma correcta que algunos de los ejemplos adjuntos al texto de IHRA podrían usarse para sofocar las críticas a Israel. También cuestionó la autoridad de grupos como la Junta de Diputados de Judíos británicos, que insistieron en que el texto de IHRA no se debía modificar de ninguna manera: «No creo que estas organizaciones, muchas de las cuales no se manifestaron contra la marcha de los Blackshirts en Cable Street, o dieron la bienvenida a la presidencia de Donald Trump tengan suficiente credibilidad para criticar el código de conducta robusto, exhaustivo y de largo alcance de un partido político».

Sin embargo, ninguna figura destacada de la izquierda laborista argumentó con la fuerza necesaria durante los siguientes dos meses; meses en los que los opositores de Corbyn acumulaban calumnia sobre calumnia (la intervención de Len McCluskey, del sindicato Unite, fue una excepción que confirma la regla). Era como si esperaran que la historia contada sobre Corbyn se derrumbara bajo el peso de su propio absurdo. Si fue así, subestimaron mucho la capacidad de los media británicos para construir castillos en el aire.

Hay una explicación obvia para semejante timidez: la dirección laborista era reacia a pelearse con el ala derecha del partido creyendo que el gobierno de Theresa May se desintegraría pronto a causa de la crisis del Brexit. John McDonnell incluso pidió que se suspendiera la acción disciplinaria contra la diputada laborista Margaret Hodge, después de que Hodge insultara a Jeremy Corbyn, llamándolo «antisemita y racista», en una escalada retórica meticulosamente planificada.

Este fue un gran error de cálculo. Cuando la ejecutiva nacional del partido cedió y adoptó todos los ejemplos de IHRA, el «antisemitismo laborista» se convirtió en una meta-controversia eterna, libre de cualquier restricción empírica, que los oponentes de Corbyn podían activar y desactivar a su antojo. La facción derechista del Partido la encontró especialmente valiosa, ya que les permitió encubrir su hostilidad hacia la plataforma de Corbyn bajo un barniz superficialmente justificado.

No está claro el impacto que tuvo esta falsa narrativa sobre la popularidad del laborismo. La autoevaluación no debe tomarse al pie de la letra: muchos votantes de derechas vieron el término «antisemita» como un eufemismo asimilable a «pro-musulmán» o «anti-blanco», mientras que los liberales que habían abandonado el laborismo debido a su política sobre el Brexit usaron a menudo la controversia sobre el antisemitismo como una hoja de parra por ocultar su propia reticencia a hacer campaña contra Boris Johnson. Ahora bien, incluso si no hubo una sola persona para la que las preocupaciones genuinas sobre el «antisemitismo del laborismo» constituyeran un factor incitador, los costos indirectos para el proyecto de Corbyn fueron enormes.

La meta-controversia se tragó el tiempo y el espacio que los laboristas necesitaban con urgencia para defender su política. Durante la campaña electoral de 2019, esta controversia dio a los medio de radiodifusión públicos como la BBC una excusa perfecta para ignorar las reglas sobre la imparcialidad y hacer una campaña dura contra los laboristas. Y reforzó la percepción negativa de Corbyn como un líder incompetente que no podía superar los problemas en su propio partido, ni preocuparse por los del conjunto del país.

El enigma del Brexit

Esa percepción de Corbyn como un político indeciso e ineficaz surgió sobre todo de su enfoque de la crisis del Brexit. El tema del Brexit demostró ser tan importante para los laboristas y para la política británica que merecería un artículo propio. Pero hay algunos puntos evidentes que merece la pena señalar. En primer lugar, está claro que el Brexit atravesó el corazón de la base electoral laborista de la manera más desafiante imaginable, al tiempo que dio a los conservadores un impulso que nunca podrían haber anticipado antes de 2016.

Puede que mientras el Brexit fuera el tema central en la política británica no habría existido ninguna posibilidad para el éxito electoral de ninguna dirección del Partido laborista, fuera de la facción que fuera.

En segundo lugar, el hecho de que los laboristas tuvieran una dirección de izquierdas, considerada profundamente ilegítima por la derecha y el centro político británico, tuvo un claro impacto en la forma en que se desarrolló la crisis del Brexit. El ala anti-Brexit del capital británico, con mucho la fracción más importante de esa clase antes del referéndum de 2016, demostró ser el perro que no ladra, ya que los conservadores radicalizaron su política bajo la presión de los tabloides y el Brexit del partido de Nigel Farage. ¿Hubieran sido tan tímidos si el principal partido de la oposición no hubiera prometido romper con el consenso económico establecido desde hacía mucho tiempo?

La hostilidad hacia Corbyn también condicionó el enfoque del centro liberal: los políticos centristas y los medios de comunicación insistieron en una línea maximalista, rechazando cualquier compromiso de un Brexit suave, precisamente porque sabían que abriría una brecha en el electorado laborista. El triunfo de Boris Johnson en diciembre de 2019 fue el resultado predecible de una oportunista pureza política.

Aún se puede discutir si los laboristas podrían haber resistido mejor la tormenta con una línea diferente. Hay, al menos, dos escenarios contra fácticos que vale la pena mencionar aquí, aunque apuntan en direcciones opuestas. ¿Se debería haber comprometido Corbyn de forma irrevocable a mantenerse en el Espacio Económico Europeo –el modelo noruego- , antes de finales de 2017, privando a la campaña del People’s Vote (Voto del pueblo) la oportunidad de sabotear su política? ¿O debería haber aceptado la idea de un segundo referéndum tras el rechazo parlamentario al acuerdo de Brexit de Theresa May, y antes de las elecciones europeas de mayo de 2019, apuntalando su posición contra los partidarios acérrimos del Remain (permanecer en la UE?).

Estos debates son importantes siempre y cuando reconozcamos que ninguno de los protagonistas podía tener esa retrospectiva cuando formuló sus propuestas. Quizás, en vista de los problemas objetivos mencionados anteriormente, el resultado de un enfoque diferente simplemente hubiera conducido a otro tipo de fracaso.

Después de Corbyn

La política no es un experimento que se puede definir y reajustar en un laboratorio, que nos permite ajustar una u otra variable en un momento dado. Hay tres explicaciones posibles para el fracaso de Corbyn: su proyecto iba a fracasar, tarde o temprano y en cualquier contexto político, dada la naturaleza del Partido Laborista; su proyecto podría haber tenido éxito si la dirección del partido hubiera seguido una estrategia diferente tras las elecciones de 2017; o, en tercer lugar, su proyecto podría haber tenido éxito a no ser por el desafío de Brexit, que se da una vez cada mucho tiempo. Por su naturaleza, ninguno de estos argumentos se puede probar como definitivamente erróneo.

La mayoría de los partidarios de Corbyn han rechazado tácitamente la primera explicación, al menos hasta ahora, y continúan en el Partido Laborista sumándose a la batalla para elegir a su sucesor. Si pierden esa batalla, como se espera, el espacio para el activismo de izquierda dentro del partido puede llegar a ser muy limitado, obligándolos a seguir un camino organizativo diferente.

Los partidarios de Keir Starmer en la derecha laborista esperan que Starmer juegue el mismo papel que Neil Kinnock, que margine a la izquierda pro-Corbyn y allane el camino a un sucesor más derechista. No están interesados en ganar el debate: lo que tienen en mente es una purga del laborismo en base a falsas acusaciones.

Sin embargo, esa lucha interna del partido se desarrollará en un contexto muy diferente. La izquierda laborista de la década de 1980 entró en escena cuando el neoliberalismo fue cobrando fuerza: fue la década de Thatcher y Ronald Reagan, la retirada de François Mitterrand y la crisis de la deuda en el Sur global. El colapso del bloque oriental supuso un nuevo golpe, incluso para quienes que siempre habían rechazado el modelo soviético de un Estado de partido único, ya que los conservadores lograron denigrar la idea de la propiedad pública y de la planificación estatal, asociándola a la URSS. La llamada Gran Moderación proporcionó una base material para el eslogan del Nuevo Laborismo: «Thatcherismo con rostro humano», mientras se acumulaban los problemas que llevaron al colapso global de 2008.

El neoliberalismo sobrevivió a ese choque gracias a los esfuerzos hercúleos de los políticos y los banqueros centrales que querían restaurar el statu quo previo. Pero su promesa de mejorar el nivel de vida de la mayoría ya no convence, y menos aún en Gran Bretaña, que acaba de experimentar la peor década de crecimiento salarial desde tiempos de Napoleón.

Con la crisis climática, que seguramente empeorará en los próximos años, el programa desarrollado por Corbyn y sus aliados desde 2015 es lo mínimo que exige la situación si se quiere evitar una drástica regresión social. La próxima generación de socialistas británicos tendrá que encontrar una manera de llevar adelante ese programa, dentro o fuera del Partido Laborista.

3/04/2020

https://www.jacobinmag.com/2020/04/jeremy-corbyn-labour-party-miliband-thatcher-blair-keir-starmer

Daniel Finn, es redactor jefe de reportajes y autor de One Man’s Terrorist. A political history of the IRA, Verso, 2019.

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Ecuador-Today, agencia de comunicación.

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