
El ciudadano moderno en tiempos de pandemia y post-pandemia se constituye como tal, en tanto que permanece confinado, laborando 16 horas o más frente a su computador o dispositivo tecnológico. No es solo quien usa mascarilla y guantes para escamotear al Covid19, sino aquel que se desagrega (por obligación) de su condición individual y familiar para subsumirse en el teletrabajo y ser objeto de la hipervigilancia virtual de sus actividades.
Por Alfredo Espinosa Rodríguez[1].
Lo señalado no pretende ser verdad absoluta – aunque sin arrogancia – es una interpretación que se puede insertar en las distintas vertientes desde las cuales, se construyen los relatos que emergen sobre una pandemia de cariz multifacético: hambre, pobreza, desempleo, precarización laboral y muerte.
La “nueva normalidad”, marcada por el ritmo del Covid19, está imponiendo a raja tabla un darwinismo social de nuevo tipo, donde los más aptos para sobrevivir son quienes personalizan las relaciones laborales en lo virtual y despersonalizan sus vínculos familiares en lo concreto; pues estos no serían más que un elemento distractor que limitaría la posibilidad de alcanzar mayor productividad y eficiencia. Para superar estos “obstáculos”, el ciudadano se ve en la necesidad de recurrir al en-cubrimiento o eliminación de su individuación, así como de su entorno familiar y social.
Este auto-atentado hace que muchos asimilen como un beneficio, derecho o incluso una bendición su precarización laboral. Ya no importa si el sueldo viene o no a tiempo cada fin de mes. Tampoco si la reducción de las horas laborables está acompañada de la disminución de derechos, igual carga de trabajo y más obligaciones.
El “buen ciudadano” de la etapa de pandemia y post-pandemia es el trabajador (público o privado) que obvia estas problemáticas y las asume con resignación; pero también es quien hace de la tecnología una extensión de su ser y acepta la hipervigilancia de la autoridad estatal o privada en el seno de su hogar. Dicho de otra manera, este es el paso estrepitoso que marca el abandono de la corporalidad humana para transitar hacia la digital. ¿Quiénes conforman este universo de teletrabajadores? Hombres y mujeres maquinales que están más atentos al chat de su oficina que al diálogo con las personas de carne y hueso con quienes conviven.
Estos seres humanos, confinados por la situación de pandemia que atraviesa el mundo. No tienen tiempo para aprovecharlo consigo mismos. Por ende, añoran la soledad, no como una condición perpetua de abandono; sino como un estadio para la reflexión. Preguntémonos entonces si la ausencia de la soledad no es otra forma de muerte sorpresiva de hombres y mujeres modernos de la pre-pandemia.
Al ser estos, ciudadanos ajenos a sí mismos, también son ajenos a los demás. En este sentido, las simpatías y afinidades – sobre todo en el ámbito laboral – han mutado hacia un canibalismo amparado en la revictimización y la discriminación.
Por ejemplo, algunas mujeres –pese a tener una condición de clase privilegiada –consideran ser más afectadas que los hombres por la pandemia y el teletrabajo, entre otras razones, por su condición de género y por ser madres. Sin embargo, al asumir tozudamente esta premisa como verdad absoluta se incurre en una discriminación hacia los hombres –y a las mujeres – que trabajan para subsistir.
Lo cual nos encamina a preguntarnos. ¿Acaso los hombres pueden trabajar más horas frente al computador que las mujeres, sin agotarse, por el simple hecho de ser hombres? ¿O por ser hombres no sienten la necesidad de ver a sus hijos e hijas y convivir con su familia? ¿O porque no dan de lactar no tienen derecho a disfrutar de sus bebes? ¿O por su condición de género no deben compartir equitativamente el trabajo del hogar? ¿O solo las mujeres de las clases populares son quienes deben realizar un doble y hasta triple trabajo para subsistir?
Esto no es lo único que ha cambiado. Los jefes creen hoy, más que antes, que sus teletrabajadores son propiedad no del Estado ni de la empresa, sino de ellos. En términos marxistas podríamos decir que han sido cosificados para convertirse – prácticamente – en propiedad privada de sus empleadores.
Con todo lo expuesto sobra decir que el sentido de nuestra existencia no será el mismo de aquí en adelante. ¿Acaso no es el momento de luchar por nuestra vida en toda su integralidad?
[1] Magíster en Estadios Latinoamericanos, mención Política y Cultura. Licenciado en Comunicación Social. Analista en temas de comunicación y política.
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