Por Pablo Marín
El historiador italiano, autor del longseller El queso y los gusanos, reflexiona acerca de metáforas, conjeturas y ficciones en tiempos de Covid-19.
Adherido a una etiqueta pegajosa, la de “microhistoriador”, Carlo Ginzburg (Turín, 1939) es un especialista en la cultura popular y en las mentalidades de los siglos XVI y XVII en Europa. También, un explorador de los problemas metodológicos de su oficio, interesado como está en las relaciones de este último con otros ámbitos disciplinares.
Convertido en longseller gracias a la historia del juicio a un molinero de la región del Friuli (El queso y los gusanos, 1976), este profesor emérito en la UCLA y en la Escuela Normal Superior de Pisa, toca distintas teclas, como quedó de manifiesto en sus visitas a Chile: si en noviembre de 2008 sostuvo un encendido debate en la Biblioteca Nacional con el teórico holandés Frank Ankersmit, quien ninguneó su interés en Thomas Hobbes, diez años más tarde volvió para hablar de su libro Miedo, reverencia, terror. Releer a Hobbes hoy (traducido en 2014).
Ha pasado la pandemia en su hogar en Bolonia, aprovechando el reciente término del confinamiento para pasear junto a su esposa -enmascarillados- por un “paisaje urbano triste”. Y como es también un académico ocupado y un intelectual público, se ha visto envuelto en “conversaciones interminables por Skype”, no pocas de las cuales terminan abordando el impacto del coronavirus.
Pero una cosa es hablar como ciudadano de una emergencia sanitaria, y otra, oficiar de opinólogo. Por eso, cuando recibió de La Tercera una invitación a conversar de historia en el contexto de la crisis, se excusó en principio -“no creo que tenga nada relevante que decir sobre el tema del que todos hablan”-, pero quedó abierto a responder si se hablaba de cuestiones que conoce y que domina. En ese caso, ¿por qué no partir volviendo a Hobbes, cuyo Leviatán (1651) acaba de reaparecer localmente, en versión compendiada y con nueva traducción? ¿Por qué no echar mano, cuando el miedo se enseñorea, al filósofo que reflexionó sobre el temor como factor de subsistencia de las sociedades?
La sola mención del británico da pie para que Ginzburg reflexione sobre las posibilidades de la historia: no de profetizar, sino de advertir lo que hay de históricamente nuevo en un momento dado. También de conjeturar. Rescatando unas anotaciones de hace un par de años, comenta que alguna vez dijo que trata de aprender cosas del pasado para hacer conjeturas respecto del futuro. ¿Qué tipo de conjeturas? No de las que se elaboran acerca de acontecimientos específicos, aclara. Y prosigue:
“El conocimiento histórico puede contribuir a nuestra comprensión del mundo al familiarizarnos con sociedades distintas, con valores distintos, con distintas aproximaciones cognitivas a la realidad, con posibilidades históricas que pueden o no materializarse en el futuro. Puede considerarse la historia como un correctivo para nuestra tendencia irrefrenable a adoptar una perspectiva etnocéntrica -provinciana, por lo tanto-, que hace de nuestros puntos de vista, de nuestros valores, de nuestras actitudes, los únicos criterios para evaluar la realidad”.
De vuelta al presente, dice que le produjo un momentáneo desconcierto que su ensayo sobre Hobbes se haya vuelto contingente, que resuene, como el propio autor que lo inspira. Pero, retrospectivamente, dice que pudo entender el porqué.
Había comenzado aquella investigación sumergiéndose en una traducción que Hobbes hizo de la Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides. Este describió a Atenas devastada por una plaga, sin Dios ni ley, pero dicho en otros términos: “Ni el miedo a los dioses ni las leyes de los hombres awed any man [atemorizaban a nadie]”. Hobbes tradujo el griego apeírgein por el verbo inglés to awe -que también significa intimidar, imponer reverencia-, pero este verbo incorporaba un matiz asociado a la idea de restringir, de limitar.
Al final de su ensayo, cuenta, “la plaga reemergió, indirectamente, en una conjetura acerca del futuro: un mundo en el que la contaminación del medioambiente ha alcanzado un nivel tal que la supervivencia de la especie humana requiere la imposición de un control político intensivo y omnipresente, más omnipresente que todos los leviatanes que surgieron en el pasado”. Un futuro hipotético que con suerte, escribió Ginzburg, “nunca ocurrirá”.
Por supuesto, concede el historiador, ese futuro no es igual al del Covid-19, pero dice entender por qué se ha evocado tanto a Hobbes en el último rato: “El pasado puede ayudarnos a descifrar el presente, e incluso a imaginar un futuro posible”.
Ginzburg ha interpretado los afiches que interpelaban a los peatones durante la I Guerra Mundial en Gran Bretaña -con sus dedos índices conminándolos a enrolarse- como una versión secularizada del llamado del Todopoderoso. Las metáforas, como la que sugiere la imagen de Lord Kitchener llamando a salvar al Rey, pueden ser territorio de la poesía, pero también están a disposición del historiador.
Somos “animales metafóricos”, observa el autor de Mitos, emblemas, indicios. Y le devuelve la mano a la poesía, citando a este respecto unos versos de Baudelaire tomados de Las flores del mal (“Es la Naturaleza templo cuyos pilares /vivos dicen a veces parlamentos arcanos; /es un bosque de símbolos que cruzan los humanos, /y aquellos les dirigen miradas familiares”). “Todo aquí es metafórico, y todo el poema trata de “correspondencias”, es decir, de metáforas”, propone Ginzburg. “Las metáforas pueden actuar sobre el espectador, empujándolo a comprar algo o incluso a inscribirse como voluntario. Pero las metáforas también pueden tener un valor cognitivo, incluso predictivo”.
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