Por: Juan Cuvi.
Las discusiones alrededor del Covid-19 serán interminables y, en no pocos casos, bizantinas. Que dónde se originó la pandemia, que cómo se comporta y evoluciona el virus, que cuáles son las medidas más efectivas para combatirlo, que si se trata de una perversa conspiración mundial… en fin, tela habrá mucha para cortar.
Lo que sí puede darnos una medida coherente para el análisis son los impactos medibles. Es decir, el comportamiento de la pandemia en términos epidemiológicos: dónde hubo más afectados o, en buen romance, en qué países provocó un mayor desastre sanitario. Porque las cifras de contagiados y fallecidos, por más que hayan sido maquilladas, son difíciles de ocultar. Esos datos evidencian diferencias concretas, no atribuibles al azar ni a la casualidad. Los hechos están ahí, por más que algunas autoridades pretendan tergiversarlos desde la irracionalidad política.
Tres países en todo el continente americano tienen resultados ampliamente superiores al promedio general en cuanto a manejo de la pandemia: Cuba, Costa Rica y Uruguay. Coincidentemente, los países de la región con los mejores sistemas públicos de salud. Y no solo porque manejan presupuestos elevados (todos superiores al 6% recomendado por la Organización Mundial de la Salud), sino porque son sistemas basados en la idea de la salud como derecho y en la atención primaria.
En el otro extremo están aquellos países donde la salud es asumida desde una lógica completamente comercial. En esos casos, ni siquiera sirven los enormes presupuestos estatales, como ocurre con los Estados Unidos, donde 40 millones de personas están excluidas de cualquier forma de protección social. Ni tampoco sirve la sofisticada parafernalia tecnológica, que busca resolver desde la técnica lo que tiene que resolverse desde el cuidado.
Que ese país, con la cantidad de recursos que posee, tenga millones de contagiados y cientos de miles de muertos, es una auténtica vergüenza, no solo atribuible a la irresponsabilidad de su actual presidente. Desde su visión liberal, los Estados Unidos construyeron una lógica de la salud como una competencia que deja de lado a quienes no tienen condiciones para participar en la carrera. Los marginados están condenados a servicios caritativos o asistencialistas cada vez más indignantes.
No es casual que el concepto de complejo médico-industrial haya sido acuñado en ese país. Se refiere a esa estructura gigantesca que controla desde el poder económico las políticas de salud. Gigantescas corporaciones de seguros, medicamentos, insumos, equipos médicos y construcción de infraestructura sanitaria tienen injerencia directa sobre las decisiones políticas al más alto nivel. Ejercen diversas formas de presión sobre el poder ejecutivo, sobre la legislación y hasta sobre la justicia.
El negocio de la salud es tan rentable que resulta casi imposible confrontarlo desde la protección de los derechos humanos. Ni siquiera las tibias reformas de Obama pudieron aprobarse. Y Trump ha decidido ir aún más lejos: su confrontación con la OMS, organismo que tampoco es una pera en dulce, ratifica esa idea darwiniana de que frente a las catástrofes ambientales o sanitarias únicamente sobrevivirán los que tienen mejores condiciones. Mejor dicho, lo que tienen dinero.
Por eso el debate sobre los impactos verificables del Covid-19 es tan pertinente. Desde una concepción utilitaria de la medicina, hoy se le quiere vender al mundo una solución basada en el consumo desbocado de mercancías farmacéuticas, como vacunas y antivirales. Así se pretende negar las evidencias, como que la salud pública y la prevención han sido las mejores respuestas a esta y a las pandemias que vendrán.
Julio 1, 2020.
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