Por: Juan Cuvi.
Hay un clamor ecológico planetario desoído por la soberbia del lucro y la supremacía del consumo. Por todos lados, las iniciativas para proteger a la naturaleza se multiplican a diario, pero sin alcanzar todavía el ritmo ni la intensidad de las acciones destructivas. La voracidad del capitalismo no tiene contemplaciones con la vida.
Los conflictos alcanzan el nivel de una guerra sin cuartel. Y no es para menos, porque de por medio está en juego la supervivencia de la especie humana. Ya lo anticipó el coronavirus: en la lógica de la adaptación para la vida, los seres humanos corremos el riesgo de perder la competencia. La caja de Pandora destapada por un modelo irracional de producción nos puede reservar sorpresas aún más desquiciadas.
La situación se complica porque somos la única especie que ha introducido elementos artificiales para alterar el equilibrio y la evolución naturales de la vida. Lo que pomposamente definimos como civilización no ha sido más que la explotación sucesiva y exponencial de la naturaleza, hasta llegar al callejón sin salida en el que hoy nos encontramos. Al paso que vamos, pronto no existirán condiciones ni siquiera para un consumo racional de recursos.
Es lo que sucede con el agua. De ser un elemento fundamental para la vida, se está transformando en una simple mercancía; dicho de otro modo, en un insumo dentro del esquema productivo de los grandes proyectos industriales. Cuando la minería a gran escala requiere de agua para extraer metales, relega a un segundo plano el consumo humano y animal. En otras palabras, subordina la vida al negocio.
En esta contraposición de visiones e intereses, hay decisiones emblemáticas, como la que acaba de tomar el cabildo de Cuenca. Plantear una consulta popular para proteger las fuentes de agua de la ciudad, frente a la desbocada arremetida minera, le plantea a la sociedad ecuatoriana un dilema crucial. Desmonta un discurso que se había naturalizado de tanto repetirse. La idea de que el progreso y el bienestar de un país están anclados a la producción interminable de mercancías está puesta en duda. Financiar el desarrollo a costa de la depredación ambiental constituye una ecuación irresoluble.
La metáfora del mendigo sentado en un saco de oro, que muchos equivocadamente atribuyen a Humboldt o al italiano Antonio Raimondi, queda, a la luz de los hechos, completamente invertida: el oro del saco no sacará al mendigo de su pobreza; al contrario, hará de su vida un infierno (a menos, por supuesto, que se trate de un empresario minero).
El país-mendigo de la metáfora tiene otras opciones para resolver sus problemas históricos y estructurales. Por ahora, mientras permanezca sentado sobre el saco de oro de la megaminería, podrá al menos respirar y beber agua limpia.
Septiembre 2, 2020
Be the first to comment