Veintisiete millones de rusos murieron en la contienda. Al lado de la Guerra Patria, la toma de la Bastilla, tan pregonada en Occidente como el símbolo de la lucha por la libertad, es apenas una trifulca barrial. No por casualidad, hasta el día de hoy los desfiles que todos los nueve de mayo conmemoran en Rusia la victoria de 1945 resultan imponentes y multitudinarios.
Por Ariel Vittor.
La Unión Soviética, más allá de los rótulos propagandísticos. Con la Guerra Fría, los Estados Unidos pusieron de moda el concepto “totalitarismo” para definir al socialismo soviético. Luego, fueron haciendo cada vez más plástica la definición para abarcar a cualquier gobierno, corriente de pensamiento o movimientos político que no simpatizase debidamente con ellos, tanto fuera la revolución cubana, los maoístas, el nasserismo, el islamismo chií o el chavismo bolivariano. Usado para describir realidades históricas disímiles, el concepto perdió capacidad explicativa. Afirmar que la Unión Soviética fue un estado totalitario no ayuda a entender su historia.
En los albores del siglo XX, el imperio ruso adolecía de una industria permanentemente saboteada por los aristócratas latifundistas, una agricultura improductiva, un analfabetismo pavorosamente extendido, un aparato estatal corrompido y una burguesía muy débil como para imprimirle un rumbo alternativo a un imperio decadente. La revolución popular que en 1905 sacudió hasta los cimientos el tambaleante edificio de los Romanov fue sólo el anticipo de lo que vendría después.
La intervención de Rusia en la Primera Guerra Mundial precipitó el colapso. A las penurias que se habían vuelto habituales en tiempos de paz, se agregaban ahora las de una guerra conducida por militares incompetentes. La revolución se extendió entre los soldados del frente, los obreros de las fábricas y los campesinos del mundo rural. Los consejos populares (soviets) brotaron por todos lados y la consigna que unificó su lucha (paz, pan y tierra) evidenció que una gran alianza social los sustentaba.
La revolución de 1917 no fue ningún coup d´etat minoritario realizado por revolucionarios profesionales, como Occidente insistió en mostrarla. Una intensa y radicalizada movilización popular recorría por entonces Rusia. Los corresponsales de periódicos extranjeros, desde John Reed hasta Philips Price, atestiguaron en sus notas que una masiva ola revolucionaria se extendía desde el frente de batalla hasta los confines siberianos. La historiografía occidental ignoró siempre estos testimonios.
Cuando llegaron al poder, los bolcheviques no tenían un plan prefijado para transformar la sociedad. El único modelo que conocían era el de la economía planificada que los alemanes habían puesto en marcha con la guerra mundial, de modo que intentaron copiarlo. Al principio, Vladimir Lenin se limitó a pedirle a los obreros que no detuvieran la producción. ¿Qué otra cosa podía hacerse en un país devastado por el esfuerzo de la guerra, los despilfarros de la aristocracia y la inoperancia de los que hasta entonces habían gobernado?
Pronto hubo más tareas urgentes. Las burguesías de todo el mundo entendieron que la triunfante revolución socialista en Rusia traía para ellas mayores amenazas que las que había planteado la Comuna de París en 1871. Los ejércitos blancos contrarrevolucionarios, armados con el apoyo de las potencias capitalistas, desataron una cruenta guerra civil. La revolución tenía que defenderse, y lo hizo. León Trotsky logró convertir en pocos meses una masa de campesinos semianalfabetos en una fuerza armada regular en condiciones de combatir: el Ejército Rojo. Viendo sus conquistas amenazadas por los contrarrevolucionarios, obreros y campesinos no dudaron en pasarse masivamente al bando bolchevique. Después de tres años de guerra civil, los ejércitos blancos fueron definitivamente vencidos.
Por entonces, el programa de los comunistas rusos consistía, en cierto modo, en alcanzar el grado de desarrollo de las potencias como Alemania, Estados Unidos o Gran Bretaña por vías no capitalistas. A los trompicones, ese camino tomaron los bolcheviques. La industrialización de los planes quinquenales y la colectivización de la agricultura transformaron la economía, la sociedad y la vida cotidiana de la Unión Soviética en una escala jamás vista. El país agrario de 1917 se convirtió veinte años más tarde en uno dotado de industria pesada, no sin penurias y sacrificios, como la terrible hambruna de 1932-1933.
Las purgas estalinistas constituyen uno de los procesos más difíciles de explicar por los historiadores. Entre 1936 y 1938 aproximadamente 1,3 millones de personas fueron encarceladas, exiliadas, arrojadas a los gulags, o ejecutadas después de juicios sumarísimos.Además del terror que esparcieron, las purgas arrasaron con la mayoría de los cuadros dirigentes, técnicos, militares, administrativos e intelectuales del Partido Comunista, y debilitaron decisivamente la organización del Estado.
La invasión nazi de junio de 1941 representó quizá el desafío más colosal que debió enfrentar la URSS. La decisión de los comunistas rusos de resistir y vencer en lo que llamaron Gran Guerra Patria, cambió la historia no sólo de la Segunda Guerra Mundial sino la de todo el siglo XX. El pueblo soviético se batió en soledad contra los nazis en su territorio. Los Estados Unidos centraron su atención en el Pacífico, deseosos de contener a los nipones, y Gran Bretaña, pese a las bravuconadas de Winston Churchill, simplemente no tenía cómo continuar combatiendo. Sin la lucha y el inconmensurable sacrificio del pueblo soviético, la derrota del nazismo no hubiera sido posible. Veintisiete millones de rusos murieron en la contienda. Al lado de la Guerra Patria, la toma de la Bastilla, tan pregonada en Occidente como el símbolo de la lucha por la libertad, es apenas una trifulca barrial. No por casualidad, hasta el día de hoy los desfiles que todos los nueve de mayo conmemoran en Rusia la victoria de 1945 resultan imponentes y multitudinarios.
La URSS emergió de la guerra con el aparato productivo arrasado. La industrialización de los planes quinquenales, que tanto esfuerzo había demandado, resultó seriamente afectada por la invasión nazi. Precisamente por esto, la recuperación posterior del país fue extraordinaria y sorprendente. En 1957, apenas doce años después de concluida la guerra, los soviéticos lanzaban al espacio el Sputnik, primer satélite artificial de la humanidad. En 1961, colocaron al primer ser humano en el espacio: Yuri Gagarin. Apenas medio siglo antes de esas hazañas, en Rusia se trabajaba la tierra con arados de madera. El mundo asistía, estupefacto, a una transformación que no tenía precedentes en la historia de la humanidad. La vitalidad del socialismo soviético durante la década de 1950 asombró tanto como preocupó a los países occidentales. ¿Qué era acaso Gran Bretaña a fines de esa década, sino un país económicamente limitado, que sobrevivía recordando su extinto imperio? ¿Qué era acaso Francia, sino un país con una industria dependiente, que pugnaba por no perder su lugar entre las naciones poderosas?
Durante la era de Leónid Brezhnev el pueblo soviético alcanzó probablemente el mejor nivel de vida de su historia. La alfabetización era total, los servicios de salud habían mejorado y la disponibilidad de viviendas y bienes de consumo durable había aumentado. El bienestar quizá era modesto, pero se había ampliado y extendido a todos los ciudadanos. Los rusos que vivieron esa época la recuerdan con obvia nostalgia. Sin embargo, la economía empezaba a ralentizarse. El descubrimiento de importantes yacimientos de gas y petróleo, en la década de los setenta, hizo pensar a los planificadores soviéticos que la venta de recursos energéticos salvaría al socialismo. Las reformas para aumentar la productividad y reducir el despilfarro se postergaron. Hacia fines de esa década, la Unión Soviética importaba cereales, mientras la industria armamentística consumía cada vez más recursos.
Cuando el 11 de marzo de 1985 Mikhail Gorbachov fue elegido Secretario General del Comité Central del PCUS, estaba claro que enfrentaba la responsabilidad de encarar las reformas que la estancada y laberíntica economía comunista necesitaba para recuperar un dinamismo que había perdido muchos años antes. La empresa no resultaría fácil. Gorbachov logró un indudable éxito en su política internacional cuando puso fin a la carrera armamentística, para lo cual contó con el sorprendente apoyo de su par estadounidense Ronald Reagan. Pero la transformación de una economía estatal planificada de mando centralizado en otra con empresas autónomas, mecanismos de mercado y capital privado no fue bien conducida y desembocó en un colapso gigantesco e inimaginable poco tiempo atrás. El 25 de diciembre de 1991, dos solitarios soldados arriaron la bandera roja del Kremlin.
El tiempo transcurrido desde entonces permitió profundizar los estudios sobre la historia de la Unión Soviética con nuevos libros, artículos y monografías. Sin embargo, aún no parecen suficientes para demoler la imagen de “Imperio del Mal” que la propaganda de Occidente le fabricó.
Ariel Vittor: licenciado en comunicación social, profesor universitario, editor, autor del libro Sobre la historia de la comunicación
Además, disfruta del el ajedrez, el tango y el fútbol de Bielsa.
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