por Mario Alejandro Valencia
El nuestro es un país que tiene una dotación de factores de producción abundante pero desaprovechados, lo que explica el creciente descontento de su población y la precariedad en actividades laborales y en el sistema de seguridad social. Las consecuencias del covid-19 desnudaron la fragilidad de su estructura económica lo que obliga a pensar en reformas para implementar una ruta diferente a su proyecto histórico. Aquí, algunas líneas gruesas sobre el particular.
Antes de la pandemia el mundo ya enfrentaba los albores de una nueva crisis financiera y económica, que se arrastraba desde 2007, sin total resolución. La emergencia de salud pública desatada por la pandemia del covid-19 aceleró la crisis, producto de lo cual la desigualdad a nivel global alcanzó nuevos niveles, como lo confirma el Foro Económico Mundial (2020), por ejemplo, en Estados Unidos otros 2 millones de hogares se sumaron en esta pandemia a los 30 millones que no tienen ingresos suficientes para comer, y uno de cada cinco hogares afroamericanos pasan hambre. No obstante esta realidad, el 5 por ciento más rico de los estadounidenses incrementó su fortuna en 26 por ciento durante la crisis.
Un fenómeno como el del covid-19, de mutación impredecible e inédita, afectó gravemente a países ricos y pobres, suceso incontrovetible, como también lo es que las sociedades que respondieron de forma más eficaz, controlaron mejor la situación y pudieron emprender reaperturas más prontas, son aquellas que anteriormente al virus habían construido, mantenido y fortalecido sistemas públicos de atención, instituciones públicas sólidas y disponían de abundantes recursos que fueron apropiados y canalizados de manera rápida hacia personas y empresas.
Es un diagnóstico que resume al mismo tiempo un signo común de las crisis económicas capitalistas, ninguna de las cuales ha sido resuelta por acción exclusiva del mercado, y cuya clave está en la intervención del Estado y su control sobre las actividades económicas principales. Una vez más, incluso con mayor severidad que en la crisis de 2007, países con Estados fuertes salen al rescate de las economías y a resolver las fallas de un mercado en el cual sus agentes de oferta y demanda colapsaron de manera simultánea.
Tenemos ante nuestros ojos una constante histórica, aunque el problema no está resuelto y seguirá siendo un reto de la humanidad por mucho tiempo, una estructura social y económica sólida como la de países asiáticos, europeos e incluso la fortaleza industrial de Estados Unidos, permitirán una reapertura más rápida y una reactivación económica más sólida. Contrario a lo que ya está ocurriendo en América Latina, una de las regiones más afectadas y en donde la pobreza y la desigualdad retornará a niveles de hace dos décadas, como lo proyecta el Fondo Monetario Internacional.
Es así como la crisis sanitaria y económica ha dejado clara la importancia de una combinación entre medidas estatales de intervención con mercados de ingresos altos y producción sofisticada. A pesar de todos los discursos sobre emprendimiento, economía naranja, ventajas comparativas y otras charlatanerías, lo cierto es que serán los países con más capacidad de producción industrial quienes estarán a la vanguardia de la economía poscuarentena.
En estas condiciones Colombia tiene ante sí una ventana de oportunidad para revisar y transformar su economía y dar un salto hacia adelante en su estructura productiva.
¿Qué transformación necesita el país?
Tras la crisis económica que lo afectó en 1999, las medidas de ajuste económico impuestas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, acogidas sin objeción –y con total convicción– por los últimos cuatro presidentes colombianos, con el apoyo de los centros de pensamiento al servicio del establecimiento (Fedesarrollo, Anif y la Facultad de Economía de la Universidad de Los Andes), dieron una apariencia de relativa estabilidad macroeconómica, con tasas de inflación controladas, crecimiento por encima de los alcanzados en la región y tasas de desempleo a la baja. No obstante, este supuesto buen manejo económico escondía una crisis profunda en marcha antes de la emergencia sanitaria.
Un manejo de lo económico, con supuesto beneficio colectivo que no es tal ya que transcurridas tres décadas de implementación del modelo de Apertura Económica, es notoria la renuncia a la intervención estatal para buscar el bienestar general de la población, mejorar el desarrollo y lograr la prosperidad. Por el contrario, la cultura de lo público en Colombia está convertida en una sistemática estrategia de llegar al poder con prácticas clientelistas y financiación ilegal, para aprovechar el tamaño de los presupuestos nacional, regional y local como fuentes de apalancamiento de negocios particulares. La consecuencia medible es que Colombia, según el Banco Mundial, se encuentra entre los cinco países más desiguales del planeta (Ver “Clase media, bienvenida a la pobreza”, pág. 12). De esta forma, las instituciones públicas se han transformado de prestadoras de bienes y servicios para mejorar la calidad de vida en general, a grutas de corrupción propiciadoras de riqueza para unas cuantas empresas y clanes electorales.
La riqueza de las naciones depende en una muy buena medida de la capacidad estatal para estimular y permitir el engranaje requerido para que la iniciativa privada sea productiva y competitiva. En su ausencia, lo que florecen son iniciativas aisladas e individuales, y sectores económicos de baja complejidad, poca capacidad de creación de valor agregado y baja demanda de fuerza de trabajo. En el caso colombiano la relación entre actividades de crecimiento sostenido con baja capacidad de vinculación de mano de obra, se presenta principalmente en la intermediación financiera, la minería y el sector inmobiliario. En el comercio, hay una alta capacidad de ocupación, pero con salarios promedios bajos y alta informalidad, como se presenta en el Gráfico 1.
En consecuencia, existe un mercado laboral precario de bajos salarios promedio, baja vinculación a la seguridad social y alta informalidad, reflejo de un aparato productivo en proceso de desmantelamiento, que deja como resultado final una economía de alta dependencia foránea con persistentes déficits de balanza de pagos.
En estas condiciones, era difícil pensar que el Estado, en comparación con los países desarrollados, pudiera reemplazar temporalmente la oferta y la demanda colapsada por el confinamiento. Pero tampoco hubo voluntad política para buscar y disponer de las fuentes de financiamiento para hacerlo.
Como está a la vista, la ocasión sirvió para comprender el alto costo que significó la desindustrialización del país en sus posibilidades de desarrollo. Medir el desempeño basado en el crecimiento de la minería y la intermediación financiera, ha creado una falsa ilusión de prosperidad en beneficio de segmentos muy pequeños de la población. Mientras tanto la brecha científica y tecnológica que nos toman otras naciones es cada día más grande, con lo que cada vez es más distante también alcanzarlos.
La pandemia en curso y la crisis económica y social que desató, abre de nuevo el debate sobre la importancia del crecimiento económico y la explicación sobre la ‘naturaleza y causa de la riqueza de las naciones’. A escala global, ganan relevancia propuestas de crecimiento sostenible ambientalmente, que Colombia no puede ignorar. Pero, en el orden nacional la fórmula debe acudir al tradicional esquema de crecimiento económico por la vía del fomento a la producción. Realmente esta nunca ha sido su fuente principal de crecimiento, así que promoverla enérgicamente será de las cosas novedosas que podría traer la sociedad poscuarentena en el largo plazo.
En el corto plazo, el estímulo y protección de actividades productivas que lograron sobrevivir al confinamiento, será esencial como base de la economía requerida para resolver el principal problema social: la generación de empleo. Las medidas para hacerlo parten desde lo comercial con el establecimiento de protecciones arancelarias, pasan por lo fiscal con apoyos presupuestales y siguen por lo monetario, con el necesario uso por parte del Banco de la República de sus reservas para financiar el gasto público de subsidios a empresas y nóminas. Apoyar sectores agrícolas e industriales para evitar su quiebra, es el punto de arranque para pensar en una economía que avance hacia la transición energética y la transformación productiva.
En este marco de necesidades y opciones, no es cierto que la crisis actual haya mostrado la importancia de la agricultura sobre casi cualquier otra actividad, porque nunca dejó de serlo. Los multimillonarios subsidios de Europa y Estados Unidos a sus productores agrícolas, lo prueban. En Colombia hubo un paro agrario masivo en agosto de 2013 y sus consecuencias en términos de reclamos y exigencias todavía tienen plena vigencia. No obstante, sería necio desconocer la importancia que para las naciones ha tenido el avance científico y el desarrollo tecnológico en el campo y en las urbes.
Así como, de manera cierta, el debate sobre el crecimiento en Colombia debe ser más social y productivo que financiero y de austeridad fiscal, pues los bienes para satisfacer las necesidades esenciales de la población son reales, y alguien, en algún lugar, debe producirlos. La anhelada distribución de la riqueza depende en buena medida de su creación.
En este sentido, el mejor esquema de reactivación debe partir de recuperar la capacidad de ofrecer al mercado, con empresas y mano de obra nacional, las mercancías que la población necesita. Así, se genera un movimiento virtuoso porque permite que el capital se invierta en tareas que requieren conocimiento científico, innovación y tecnología, en lugar de invertirse en la renta inmobiliaria, el casino financiero o la minería. Asimismo, ocupa más fuerza de trabajo que las actividades anteriormente descritas; las que según el Dane, solo ocupan al 3,6 por ciento de la fuerza laboral del país, mientras la agricultura y la industria ocupan al 27 por ciento y podría ser mucho más si no se desperdiciara parte del capital pagando los salarios y ganancias foráneas de las mercancías importadas que en 2019 costaron USD 49.615 millones. Con esos recursos podrían financiarse muchas empresas nacionales cuyas ganancias permitirían pagar los impuestos que necesita el Estado para la educación y la salud pública, construir carreteras, ferrocarriles y generar energías renovables.
Quizás el mayor beneficio de la producción manufacturera y agroindustrial nacional radica en la capacidad de absorción de mano de obra estable y bien remunerada. La gran brecha salarial entre naciones, que se observa en el Gráfico 2, está explicada fundamentalmente por la poca capacidad de producción y por la orientación de la economía colombiana hacia el rentismo.
¿Cuáles deben ser las medidas económicas de la reactivación nacional?
No hay que rebuscar mucho para identificar las medidas por implementar, porque la creación de empleo se dará cuando las empresas que operan en Colombia tengan capacidad de sostenerse y crecer por medio de la producción elaborada en el territorio nacional, para lo cual es indispensable un sistema de economía dirigido a la reindustrialización, una política agraria eficiente en donde las vacas no tengan más tierra que los cultivos de alimentos, y una reforma tributaria que fortalezca el recaudo directo y reduzca la evasión, para aumentar el estímulo que las empresas deben recibir del Estado en aspectos como: investigación en ciencia y tecnología, infraestructura, transporte multimodal, créditos y capacitación para aumentar la productividad laboral, todos factores imposibles de lograr sin recursos públicos.
Una consideración adicional es la necesidad de renegociar los acuerdos comerciales implementados en los últimos años, especialmente con México, Estados Unidos, Canadá, Corea y la Unión Europea. Las condiciones de los cuales impiden que se pueda implementar una política de estímulo a la producción nacional, inversión en sectores claves y compras públicas, so pena de ser demandados en tribunales de arbitramento extranjeros, como ocurre actualmente en los casos de Foster Wheeler por el caso Reficar, Gran Colombia Gold por Marmato, América Móvil por Claro y South 32 por Cerro Matoso.
Además, las pérdidas comerciales para el país han sido escandalosas: entre 2005 y 2019 el déficit comercial de la industria asciende a USD 400.148 millones, casi tres veces más que la deuda total del país. Estos recursos significan la desaparición de miles de empresas incapaces de competir en un escenario de comercio desleal y desequilibrado, y la destrucción de cientos de miles de trabajos estables para personas incapaces de beneficiarse de la globalización porque no tienen ingresos. Según las cifras oficiales, en los 7 años previos a la entrada en vigencia de los TLC se crearon 1.371.000 empleos más que en los 7 años de implementación de los acuerdos.
Un elemento adicional, acompañando a estas medidas, el país debe abordar una mayor producción agrícola e industrial con sostenibilidad ambiental. De lo contrario, nuevamente se correrá la suerte de las sociedades rezagados de las dinámicas progresistas, que cada día se interesan más en buscar recursos energéticos menos contaminantes, por lo que se espera que el pico de consumo energético con hidrocarburos y minerales sea en 2033 con una reducción gradual hacia 2050, según el International Energy Outlook.
Cualquier empresario enfrentado a este panorama estaría buscando diversificar su portafolio de inversiones, sobre todo considerando la alta dependencia de un recurso en vía de extensión; al menos así lo han hecho Shell y Chevron con sus inversiones en energías renovables. Contrario a ello, en Colombia el 40 por ciento de la inversión se dirige al sector minero-energético, que se traduce en exportaciones que pesan el 61,2 por ciento del total del país y el 7 por ciento de los ingresos públicos, a pesar de lo cual el sector solo genera el 1 por ciento de la ocupación total, tiene una baja distribución de sus ganancias hacia el factor trabajo (el 89 % de las ganancias del petróleo van para los dueños del capital, mientras en la industria manufacturera es el 62 %), representan no más del 5 por ciento de las empresas exportadoras y disfrutan casi el 9 por ciento de los beneficios tributarios totales.
En este marco, un aspecto clave de una nueva economía es que las medidas para promover la creación de empleo y elevar el nivel de ingresos de la población derivado del mismo, tenga en cuenta la necesidad de crear el entorno amigable al fortalecimiento empresarial no monopolista y ligado a la obtención de ganancias provenientes de la producción, no de la renta financiera e inmobiliaria. Al respecto, Joseph Stiglitz afirma que “es evidente que el crédito bancario por sí solo no nos sacará de este atasco económico”, pues se ha presentado un exceso de liquidez con excedentes de depósitos en las entidades de crédito, que ha desalentado el consumo y la inversión, por lo que no es suficiente un estímulo a la demanda, sino también a la oferta. En consecuencia, “el único que puede romper este círculo vicioso es el Estado”, dice el Nobel de economía.
Son retos por implementar que implican rupturas, toda vez que durante las décadas anteriores los gobiernos no han actuado para brindar bienestar sino para saquear las finanzas públicas. ¿Por qué cambiarían su lógica, incluso a pesar de la adversidad reciente? Nada los obliga a pensar y actuar diferente, pues consideran que el destino de la población la construye cada individuo de manera aislada, con emprendimientos, sin reivindicar que el Estado los proteja. Bajo esta lógica, la economía configurada previamente a la pandemia, las medidas erróneas para sortear la pandemia y las que están por implementarse en la sociedad poscuarentena, solo conducen a profundizar la crisis económica y social. Por otra parte, se abre una oportunidad de transformación positiva que pasa ineludiblemente por un cambio en la política que conduzca a la aplicación de una nueva política económica del desarrollo con bienestar social. La industria y el conocimiento ligada a ella, es el vehículo ideal para el cambio deseado.
*Director del centro de estudios Cedetrabajo, docente de economía de la Universidad Nacional y del Cesa. Integrante del Grupo Alternativas Programáticas, de la Universidad Nacional.
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