El empresario que quiere fugarse a Marte está muy lejos de lograr el control de la mente
Por Danielle Carr (The Baffler)
La decepción adopta dos formas. La primera nos permite mantener la ilusión del objeto de deseo, que simplemente se nos ha escapado de las manos o quizás se ha vuelto en nuestra contra; la segunda revela que, desde el principio, aquello en lo que creíamos nunca fue real.
Teniendo en cuenta la posibilidad de elegir entre dos tipos de decepción con respecto al futuro de la tecnología, los caprichosos niños de la era espacial y su incomprendido problema milenial se ven tentados por el consuelo del primer tipo. Esta decepción manifiesta que no es que las mochilas propulsoras y la teletransportación que les prometieron fueran una fantasía, sino que surgirán en su forma oscura, ofrecida por los señores supremos de Silicon Valley. Es mejor ser traicionado que el objeto mismo haya sido una ilusión desde el principio; hasta el punto de que si nosotros no vamos a conseguir llegar a Marte, al menos que alguien lo haga. Desde la descarga de recuerdos y los esclavos digitales de Black Mirror hasta el tráfico biológico de Blade Runner, incluso las visiones más distópicas sobre el triunfo de la tecnología son preferibles a la melancolía de Alphaville (1965), de Jean-Luc Godard, una película de ciencia ficción y bajo presupuesto rodada en las futuras ruinas del París modernista. En Alphaville no existen tecnologías futuristas deslumbrantes, ni siquiera las malignas. Sin embargo, quedan los restos de una arquitectura deteriorada que se construyó cuando la gente imaginaba que el futuro sería diferente; eso además de una supercomputadora que observa cada uno de nuestros movimientos. El futuro se parece al presente, solo que empeorado.
Nuestra situación actual se parece más a Alphaville que a Black Mirror: en medio de un agravamiento del colapso ecológico y de las infraestructuras, la única tecnología que parece actualizarse constantemente son los dispositivos móviles que ofrecen una huida hacia lo virtual. Todo se deteriora por error, excepto tu iPhone, que se deteriora por su diseño. Dada la falta de opciones, incluso un ser malvado que ofrece una alternativa puede parecer un alivio temporal.
De este modo se podría explicar la credulidad con que se recibieron las declaraciones que hizo Elon Musk para Neuralink ante la prensa el mes pasado, incluso por parte de aquellos que se consideran sus críticos. En la primera manifestación pública de la reservada empresa de implantes neuronales desde que se celebrara un evento similar el pasado mes de julio, Musk sacó a colación a unos cerdos que durante los últimos dos meses habían vivido con un prototipo del dispositivo de Neuralink insertados en sus cráneos. Ante una diapositiva que nombraba enfermedades que incluían la adicción, pérdida de memoria, ceguera, ansiedad y parálisis, Musk razonaba que las enfermedades se deben a unas “señales eléctricas que las neuronas envían al cerebro”. Por consiguiente, “si se corrigen dichas señales, se puede solucionar todo, desde la pérdida de memoria… a la depresión”. Más tarde, en un aparte demasiado elaborado para ser espontáneo, dijo que había que “considerarlo [el dispositivo] como un Fitbit introducido en el cráneo”.
En su versión actual, el “Link” es un chip del tamaño de un dólar de plata implantado a ras del cráneo y unido a unos hilos de electrodos flexibles que contienen 1.024 canales “cosidos” a través de la corteza, la capa más externa del cerebro. El chip comprime la información acerca del cerebro recopilada por los electrodos e identifica patrones al escuchar las ráfagas de actividad eléctrica conocidas como “picos” que sobrevienen cuando se activa una neurona. Cuando el dispositivo ha emparejado el pico in vivocon sus plantillas codificadas, puede reducir el “ruido” de un cerebro vivo cacofónico a una “señal” digital lo suficientemente pequeña para poder transmitirla por una interfaz de ancho de banda limitado como Bluetooth.
Quizás estas palabras impresionen pero, según los estándares de la neuromodulación actual, el Link es decepcionante. Los científicos llevan registrando los picos neuronales del cerebro desde 1868 y utilizando electrodos internos conectados a las computadoras desde 1951. La cascada de tonos musicales estilo Aphex Twin que Musk reprodujo en la demostración, que representan “señales en tiempo real” transmitidas por Link, la puede crear cualquiera durante la hora del almuerzo con un programa informático capaz de asignar una nota musical a un valor numérico. Según Andrew Jackson, profesor de interfaces neuronales en la Universidad de Newcastle, 1.024 canales no es nada extraordinario, y el hecho de que el dispositivo pudiera predecir aproximadamente el movimiento de un cerdo al caminar reproduce hallazgos que ya han sido publicados. Incluso en lo que respecta a los objetivos básicos a corto plazo de Neuralink, en 2013 salió al mercado un dispositivo de neuromodulación, llamado NeuroPace, que ya es capaz de detectar la actividad cerebral e intervenir en los circuitos neuronales en tiempo real para prevenir convulsiones.
Sin embargo, el anuncio a bombo y platillo era teatro científico, no ciencia. La ostentosa exposición se calibró para conferir verosimilitud a la visión a largo plazo de Musk, una fábula de ciencia ficción que dice algo así: Neuralink producirá un dispositivo de neuromodulación orientado al consumidor capaz de regular cualquier dolencia psicológica o neurológica, o más concretamente, aumentar la capacidad del cerebro con la computación frente a una supuesta amenaza inminente de una Inteligencia Artificial sobrehumana. Se implantará mediante un procedimiento totalmente automatizado que se puede realizar durante la hora del almuerzo, tan simple como la cirugía Lasik, que prescinde de los costosos honorarios de un cirujano y un anestesiólogo, lo que lo pone al alcance de cualquier bolsillo. El sistema se sacará del cerebro y se actualizará cada pocos años, como un teléfono.
En su prisa por plantear las obvias cuestiones políticas y éticas que provoca una tecnología así, la mayoría de los críticos del dispositivo se han tragado la premisa de que Musk podría hacer de forma verosímil lo que dice que hará. Si la descripción anterior suena a “control mental” o “suicidio de la mente” es porque se supone que lo es. Para Musk es mejor admitir con falsa timidez durante una sesión de preguntas y respuestas que tal vez sus aspiraciones sonaban “como un episodio de Black Mirror” que reconocer que sus afirmaciones sobre cómo funciona el dispositivo puedan ser descartadas como propaganda para aumentar la inversión.
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Si el sistema Neuralink no es particularmente innovador, tampoco lo es su horizonte imaginativo. El hecho de que la tecnología todavía no exista evidencia obstáculos técnicos y normativos formidables en lugar de la supuesta innovación histórica que presenta Musk; el lanzamiento del mes pasado está lejos de ser pionero en la presentación de elaboradas aseveraciones acerca de la remodelación de la naturaleza humana a través de interfaces informáticas cerebrales desde que los científicos dedicados al estudio del cerebro comenzaran a trabajar con computadoras a mediados de la década de 1950.
La malograda puesta en escena de Elon Musk con los cerdos cyborg fue, en todo caso, una versión más decepcionante que el espectáculo público que, en 1965, ofreció el neurofisiólogo de Yale José Delgado en una corrida de toros en Córdoba, España. Ese evento fue una noticia importante que publicó The New York Times en portada:
“La luz del sol de la tarde caía sobre las altas barreras de madera hacia el ruedo mientras el valiente toro se abalanzaba sobre el ‘matador’ desarmado, un científico que nunca se había enfrentado a un toro de lidia. Sin embargo, los cuernos del animal que atacaba nunca alcanzaron al hombre detrás de la capa roja. Momentos antes de que eso pudiera suceder, el Dr. José Delgado, el científico, presionó un botón en un pequeño transmisor de radio que llevaba en la mano y el toro frenó hasta detenerse. Luego presionó otro botón en el transmisor y el toro, obedientemente, se volvió hacia la derecha y se alejó trotando.
El toro obedecía las órdenes que recibía su cerebro mediante la estimulación eléctrica –por señales de radio– de ciertas regiones en las que se habían implantado, sin dolor, finos cables el día anterior”.
El Times dijo con entusiasmo que esta era “probablemente la demostración más espectacular jamás realizada de una modificación deliberada del comportamiento animal a través del control externo del cerebro”.
Delgado no era un personaje marginal y se mostraba escéptico con los lobotomistas que, en esa época, eran aceptados dentro de la corriente principal de investigación del cerebro; consideraba que estaban pirateando groseramente la magnífica arquitectura del cerebro. Situado a la vanguardia de los estudios científicos del cerebro de mediados de siglo, fue una estrella en ascenso de lo que entonces se llamaba neurofisiología. Después de ser nombrado el galardonado más joven del premio más importante en ciencias dedicadas al estudio del cerebro de España, se formó en Yale con el renombrado neurofisiólogo John Fulton, y poco después consiguió un puesto en la facultad y ganó numerosos y prestigiosos galardones de instituciones como la Fundación Guggenheim. En la década de 1950, Delgado se dedicó a construir métodos para estimular y registrar el cerebro vivo, y pasó de tratar de encontrar correlatos fisiológicos para el movimiento a tratar de mapear los mecanismos de control neuronales para estados subjetivos como el hambre, el deseo sexual, el placer, la rabia y la motivación.
La demostración del toro fue su plato fuerte, mostrando su “Stimoceiver”, un implante neuronal controlado a través de radiofrecuencias que podía estimular las partes del cerebro donde se implantaba. Durante los años siguientes, Delgado trabajó para adaptar el Stimoceiver en humanos. En 1969 había publicado sus primeros resultados con humanos empleando fondos para la investigación proporcionados por las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, la Oficina de Investigación Naval y el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos.
La arquitectura básica del dispositivo era notablemente similar al implante Neuralink, si bien es cierto que tenía menos puntos de contacto para los electrodos. El Stimoceiver funcionaba acoplando hasta cuarenta electrodos intracraneales, implantados por todo el cerebro, con un transmisor y un receptor de ondas de radio conectados a la cabeza del paciente. El amplificador en la cabeza del paciente recibía las señales de los electrodos de profundidad para controlar la frecuencia del transmisor enviando las señales de forma inalámbrica a las entradas de un aparato de registro electroencefalográfico y una grabadora de cinta magnética ubicados a una distancia de hasta 30 metros del paciente. Simultáneamente se grabaron las conversaciones y actividades de los pacientes con equipos de sonido. El objetivo era descubrir “correlaciones entre los patrones eléctricos [en el cerebro] y las manifestaciones conductuales” con el fin de ofrecer al personal médico información sobre el objetivo neuronal más eficaz para la psicocirugía de cada paciente. Los patrones neuronales fueron analizados por una computadora para determinar qué región neuronal se correspondía con un comportamiento determinado.
A medida que más periódicos y programas especiales de televisión cubrían su trabajo, a menudo usando fotos y metraje difundidos por las actividades de prensa de su laboratorio, el público comenzó a leer artículos que sugerían que Delgado estaba desarrollando un “control de la mente” capaz de transformar radicalmente las emociones y la subjetividad. Delgado cortejó con los medios para dar esa impresión; haciendo un comentario típico de su estilo, en un artículo de prensa popular de 1959 declaró que “los animales y los humanos pueden ser controlados como robots, pulsando botones”. Con la publicación de su libro de 1969 Physical Control of the Mind: Toward a Psychocivilized Society, Delgado expuso sus argumentos para adoptar la ingeniería humana mediante la reprogramación del cerebro. Todo está en permanente evolución, argumentó; el siguiente paso debe ser que la humanidad aproveche la tecnología neuronal para lograr su propia renovación al servicio del avance de la especie, en lugar de su propia aniquilación a través de horrores tecnológicos como la bomba atómica.
Si la sociedad psicocivilizada de Delgado coincide con la aspiración de Musk de prevenir la obsolescencia humana sincronizando el cerebro con la inteligencia artificial, se entiende mejor como una inversión política que como algo idéntico. Como español culto, liberal y antifranquista acérrimo, Delgado imaginó la ingeniería humana como una consecuencia natural de la gobernanza socialdemócrata, no distinta de las campañas de vivienda pública de Le Corbusier o de vacunación estatal. Así que es apropiado afirmar que el movimiento anti-psiquiatría de la década de 1970, que tomó a Delgado como su archienemigo, estaba ligado a exactamente la misma sensibilidad libertaria que, como ha demostrado el historiador Fred Turner, finalmente daría lugar a la política de Silicon Valley.
Pero en lo que el movimiento anti-psiquiatría erró respecto a su miedo terrible hacia Delgado es, irónicamente, lo que Musk está aprovechando para afirmar que el control mental ya ha llegado. En pocas palabras, es mucho más fácil manipular las funciones motoras del cerebro que influir (y mucho menos controlar) los pensamientos y sentimientos, y lograr el dominio técnico del movimiento del cuerpo no implica que el control mental sea inminente.
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El espectáculo de Delgado con el toro se basó en un juego de manos clave. Si bien afirmó haber encontrado los mecanismos para controlar la motivación y la subjetividad en el animal, la explicación era mucho más sencilla: el dispositivo se implantó en una zona motora del cerebro que imposibilitó que el toro siguiera caminando hacia adelante. Pero el teatro funcionó. El público estaba convencido de que el control mental estaba en el horizonte, mientras que en realidad el implante solo había interferido con el movimiento físico.
Los correlatos neurales del control motor son fáciles de localizar, se encuentran hurgando en el cerebro y haciendo zapping hasta que se logra la respuesta deseada. Es mucho más difícil, si no imposible, hacer lo mismo con sentimientos de origen social como la “tristeza” o el “trauma”. Así que no es sorprendente que las primeras aplicaciones previstas para Neuralink sean para trastornos del movimiento como la parálisis. Para una empresa inmersa en el caos interno, que un antiguo empleado describió dividida por frecuentes rotaciones y cambios de estrategia tremendamente confusos, apuntar a los trastornos del movimiento ofrece un objetivo afortunadamente fácil, un objetivo que tiene la ventaja de haber sido alcanzado por muchos otros equipos de investigación.
En cuanto a la posibilidad de que Neuralink pueda dar el salto de la aplicación motora a la psicológica, en el camino se interpone una maraña de obstáculos técnicos y normativos. Por un lado, el robot quirúrgico que utiliza solo puede coser filamentos de electrodos delgados y flexibles en la superficie del cerebro, que controla en gran medida la sensación física y la función motora; carece de la capacidad para implantarlos en estructuras más profundas debajo de la corteza. Dado que las experiencias subjetivas y emocionales involucran estructuras cerebrales profundas, es probable que no sea posible influir en las emociones o enfermedades mentales solo desde la corteza.
Según Alik Widge, líder nacional en estimulación cerebral para trastornos psiquiátricos, cualquier intento de utilizar el robot quirúrgico para implantar a mayor profundidad que la corteza se enfrentará a dos problemas de ingeniería importantes. En primer lugar, debe averiguar cómo hacer que los delicados electrodos flexibles que utiliza el dispositivo Neuralink lleguen al cerebro profundo. Aparte, el robot se basa en la visión artificial para esquivar los vasos sanguíneos y un solo error podría ser mortal. Widge dijo que la idea de que una cirugía de implante cerebral podría automatizarse por completo a corto plazo es una fantasía: “Implantar electrodos es fácil si todo sale bien, pero mejor no comprobar cómo es cuando sale mal. Cabe preguntarse si se podría hacer en un centro comercial con un chico que tiene una licenciatura y un curso de formación de dos semanas. Quizás cuando la tecnología esté lo suficientemente desarrollada. Pero si es una de las primeras diez mil personas que se somete a ello, necesitará que haya un neurocirujano cerca por si acaso”.
David Darrow, un neurocirujano que ha trabajado durante la última década con sistemas de neuromodulación, se mostró más escéptico sobre la perspectiva de una cirugía cerebral profunda totalmente automatizada: “Es absolutamente imposible. Nunca habrá nadie que lo haga, excepto cirujanos altamente cualificados, lo que crea un obstáculo obvio para hacer de esta una cirugía al estilo Lasik”. Si un solo caso sale mal, el dispositivo podría arrojarse al mismo limbo reglamentario que detuvo la terapia genética durante una década después de la muerte de un joven de dieciocho años en un ensayo clínico.
Más allá de estos formidables obstáculos logísticos, subyace un problema epistemológico más abrumador. No existe un sustrato biológico universal que se corresponda con nociones como “depresión”, “tristeza”, “ira” o “alegría”. Estos conceptos están hechos de lenguaje y política; no se comparten universalmente entre personas o, más concretamente, cuerpos. En palabras de Widge: “Incluso si Neuralink estuviera listo para implantarse mañana, todavía no podríamos usarlo para enfermedades psiquiátricas porque la ciencia no alcanza a saber qué se puede hacer con él”. Las vicisitudes surgidas durante la investigación sobre el uso de la estimulación cerebral profunda, actualmente el modelo de referencia de los dispositivos de neuromodulación para tratar la depresión grave, ilustra muy bien el problema. “La palabra depresión es casi inútil” desde un punto de vista neurológico, explicó Widge. “No define una sola entidad biológica”. Las profundas diferencias sobre lo que es la depresión es la razón por la que algunos pacientes respondieron a la terapia mientras que otros no experimentaron ningún cambio en absoluto. Un gran ensayo clínico dirigido a la estimulación cerebral profunda para tratar la depresión que buscaba la aprobación de la FDA se cerró en 2013 cuando no mostró resultados suficientemente prometedores. A raíz de este ensayo fallido, los principales fabricantes de dispositivos de neuromodulación se retiraron de la investigación acerca de los trastornos del estado de ánimo y redujeron sus inversiones para dedicarlas al ámbito más seguro del trastorno del movimiento.
Frente a la paradoja de Zenón, desde la investigación hasta la comercialización, cabe preguntarse por qué Elon Musk soltaría fajos de billetes en efectivo en un espacio de inversión definido por la incertidumbre. ¿Qué obtiene con aportar más de 100 millones de dólares de los 158 millones que ha recaudado la empresa?
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Durante la última década, varias startups situadas en la confluencia de la tecnología y un servicio “real” –como Uber o DoorDash– han recibido torrentes de dinero de inversores de capital de riesgo aparentemente despreocupados por el hecho de que sus inversiones nunca hayan generado ganancias. Algunos comentaristas han planteado la hipótesis de que Uber y similares están haciendo una apuesta arriesgada por la automatización, alimentando a sus empresas con infusiones de capital de inversión mientras esperan que la competencia, compuesta por trabajadores humanos, muera. Pero otros han teorizado que el modelo de negocio ya está funcionando: el premio real que buscan los capitalistas no es la ganancia monetaria inmediata, sino los datos recopilados por plataformas y dispositivos. Algunos argumentan, entonces, que la economía de datos debe entenderse como un nueva variante del capitalismo en la que los datos en sí mismos no son una mercancía, sino capital, es decir, algo que los capitalistas quieren poseer porque genera valor a través de relaciones de explotación.
Una característica notable del prototipo de Neuralink es que sus electrodos actualmente son más adecuados para “escuchar” en el cerebro, en lugar de estimular la actividad neuronal. Esto tiene sentido dado que el uso del dispositivo más a corto plazo será para la parálisis, una aplicación que se basa en la utilización de ordenadores para reducir las diferencias entre la actividad de las áreas sensoriales y motoras en el cerebro y las prótesis. Pero también es lo que cabría esperar de una empresa que un antiguo empleado describió como que intenta ser a la vez “una empresa de tecnología y una empresa de dispositivos médicos”. Como empresa de tecnología, la rama de dispositivos médicos de la empresa no necesita generar ganancias ni incluso ser muy utilizada para generar datos sobre la actividad neuronal que pertenecerán legalmente a Neuralink.
La información en tiempo real sobre la actividad neuronal es actualmente una de las formas de datos más difíciles de adquirir: todo el mundo tiene un teléfono, pero muy pocas personas tienen implantes neurales. Esta es la razón por la que los investigadores científicos tratan a los pacientes con implantes de estimulación cerebral profunda como recursos muy valiosos; a menudo trabajan simultáneamente en varios equipos de investigación que ejecutan experimentos en los que los datos cerebrales recopilados por el dispositivo se pueden combinar con datos sobre el comportamiento. Al combinar diferentes formas de datos –el tipo de información que recopila tu teléfono, por ejemplo, y la actividad de la corteza–, ambos conjuntos adquieren más significado. Es decir, se vuelven más útiles para predecir y dirigir el comportamiento.
Si bien no es inmediatamente perceptible qué modelos comerciales surgirán para capitalizar los datos neuronales, Rune Labs, una empresa tecnológica fundada por un antiguo alumno del departamento biocientífico de Alphabet, Verily Life Sciences, sugiere una respuesta aproximada. La mayoría de los fabricantes de dispositivos médicos son gigantes de la vieja economía y carecen de los recursos para seleccionar la gran cantidad de datos que generan sus dispositivos. Lo mismo ocurre con los investigadores universitarios, que con sus becas de investigación rara vez tienen margen para comprar o construir las herramientas computacionales necesarias para correlacionar grandes cantidades de datos conductuales y neuronales. Hay que meterse en la página de Rune Labs, que ofrece a los fabricantes de dispositivos e investigadores un trato: dennos acceso a los datos generados por sus implantes neuronales y, a cambio, proporcionaremos acceso al almacenamiento y la computación de datos de última generación.
Desde su objetivo, Rune Labs ha desarrollado una variedad de aplicaciones telefónicas para recopilar datos sobre el estado de ánimo autoinformado. (Se están llevando a cabo investigaciones similares en “psiquiatría digital” para crear aplicaciones que recopilen datos sobre cualquier cosa, desde la modulación de la voz hasta el ejercicio, que luego se pueden acoplar a la información sobre la actividad cerebral obtenida de los dispositivos neuronales). La única restricción en el uso de datos de dispositivos neuronales por parte de Rune es que tienen que mantener a los pacientes en el anonimato. Esto se parece cada vez más al modelo de negocio que definirá los implantes neuronales. Como comentó Alik Widge: “Con los implantes cerebrales ya está aquí la idea de que tus datos son el producto. Neuropace ya ha dicho que están avanzando para ser menos una empresa de implantes y más una empresa de datos cerebrales”.
De todas las locas especulaciones que hizo Elon Musk durante el lanzamiento de Neuralink, la predicción más precisa fue su broma de que el dispositivo es “como si tu teléfono entrara en tu cerebro”. De hecho, es “algo parecido”: Neuralink es como un teléfono en el sentido de que es una máquina más construida para generar datos. Si bien el dispositivo no representa un avance importante en las interfaces cerebro-máquina, y a las aplicaciones más allá de los trastornos del movimiento le quedan décadas en el mejor de los casos, lo que ofrece Neuralink es una oportunidad para recopilar datos sobre el cerebro y acoplarlos a los tipos de datos sobre nuestras elecciones y comportamientos que ya se recopilan constantemente. El dispositivo se entiende mejor no como una ruptura con el pasado, sino como una intensificación de las formas de vigilancia y acumulación de datos que han llegado a definir nuestra vida cotidiana.
La crítica tecnológica no debe creerse las fantasías publicitadas que vende gente como Elon Musk; el control de la mente no está más cerca que cualquiera de los sueños del pasado futurista, como los coches voladores o el socialismo. De lo que tenemos que preocuparnos es de algo mucho más decepcionante, de que el futuro se parezca al presente, solo que mejorado. En ese sentido, Musk tiene razón: el futuro ya está aquí.
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Este artículo se publicó en The Baffler.
Danielle Carr es doctoranda en la Universidad de Columbia y escribe una historia política de las tecnologías de implantes cerebrales.
Traducción: Paloma Farré / ctxt.es
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