La última decisión del movimiento Packakutik y de la CONAIE a propósito de la resolución del Tribunal Contencioso Electoral (TCE) pone a la orden del día la vieja y compleja discusión entre legalidad y legitimidad. Es decir, entre las normas jurídicas y los consensos sociales, entre la imposición formal y la aceptación general.
Que las leyes suelen carecer de legitimidad no es ninguna novedad. Las hogueras de la Santa Inquisición se sustentaban en principios jurídicos, pero nadie en sus cabales podría aceptar que echar a las llamas a una mujer acusada de adulterio o de brujería responde a un mínimo sentido de justicia. Aunque la institución se reclamaba católica, sus prácticas distaban totalmente del cristianismo; aunque una parte de la población –por miedo, ignorancia o fanatismo– aprobaba estas medidas, nadie les quita su naturaleza inhumana.
La colisión entre legalidad y legitimidad se activa cada vez que los acontecimientos desbordan los marcos jurídicos que norman la vida social. Mejor dicho, cada vez que el contrato social se demuestra insuficiente para procesar los conflictos políticos. En el paro de octubre de 2019, el poder legislativo estuvo ausente del diálogo entre el movimiento indígena y el gobierno, pese a ser el espacio donde, de acuerdo con la norma constitucional, deberían resolverse esos problemas.
Eso, exactamente, acaba de ocurrir con los dos organismos electorales encargados de administrar la voluntad ciudadana en las urnas. El argumento de la formalidad legal no disipa la sombra de duda que tiene la ciudadanía a propósito de la transparencia en las elecciones. No hay un reconocimiento pleno por parte de la sociedad del manejo del proceso ni de los resultados finales. En síntesis, la intransigencia frente a la demanda del movimiento Pachakutik, de verificar la votación, le resta legitimidad a la decisión final de ambos organismos, y justifica la postura del movimiento indígena de no reconocer a las autoridades que emanen de un acto que consideran espurio.
Desconocer al gobierno que se instale el 24 de mayo, hay que decirlo, es una medida fuerte, que no solamente requiere de un fundamento sólido sino de una amplia capacidad política para ponerla en práctica. No se trata de un “gabinete en la sombra”, como acostumbran los ingleses para formalizar la oposición al gobierno sin cuestionar la legitimidad el poder; acá asistimos a la impugnación del poder ejecutivo.
En ese sentido, la figura que más se acomodaría a esta situación oscila entre la desobediencia civil y la opción extrema de un gobierno paralelo. Todo dependerá del agravamiento de la crisis política que ya se anticipa. Porque al margen de la decisión del movimiento indígena, es obvio que el próximo gobierno no solo llegará profundamente debilitado, sino que tendrá que lidiar con una inestabilidad múltiple de pronóstico reservado.
Marzo 17, 2021
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