Cinco reflexiones sobre las nuevas extremas derechas: disfraces para la reacción

Por Pablo Stefanoni*
Las diversas formaciones de extrema derecha que pululan en el mundo configuran un magma confuso y contradictorio. Pero sus “novedades” no logran diluir algunos vínculos esenciales con el viejo fascismo. Su lucha “contra el sistema” encarna las aspiraciones de una revolución reaccionaria que sabe servirse de frustraciones populares auténticas.

El triunfo de Donald Trump en 2016 pareció un balde de agua fría contra lo que quedaba de unos consensos centristas ya erosionados y dio centralidad a una serie de discursos englobados en lo que comenzó a denominarse la alt-right (derecha alternativa), básicamente un conjunto de grupos y figuras de derecha radical –con fronteras difusas– que no solo cuestionan el progresismo sino las antiguas confluencias liberal-conservadoras y neoconservadoras. Ciertos discursos y referentes periféricos e incluso marginales comenzaron a ocupar un lugar en los medios mainstream y a romper los “cordones sanitarios”.

Adicionalmente, lo que ocurría en Estados Unidos tenía su correlato más transitado en Europa, donde en los últimos años ningún país ha sido ajeno a la presencia de la extrema derecha, incluso las ex “excepciones” como España y Portugal. Y si avanzamos más hacia el Este, encontramos derechas “iliberales” (otra forma de denominarlas) en el gobierno, sobre todo en Polonia y Hungría, desde donde se proponen, de manera explícita, bregar por una “contrarrevolución cultural” europea.

Finalmente, más cerca nuestro –Bolsonaro en Brasil– asistimos a una extrema derecha con características latinoamericanas, sobre todo por la presencia de miembros de las fuerzas de seguridad y de las iglesias evangélicas conservadoras en sus filas y en su base social/electoral. Pero sin duda Trump fue más global que cualquier otro y su reciente derrota, si bien no es una buena noticia para la derecha global, tampoco le cierra el camino.

En las siguientes líneas intentaremos ordenar algunas tendencias de la “galaxia ultra”, que hoy aparece como un fantasma tan amenazante como por momentos difuso que se cierne sobre el mundo.

1. ¿Qué extrema derecha recorre el mundo?

Como suele ocurrir con otros fenómenos sociales, los macroconceptos resultan necesarios pero, al mismo tiempo, cuanto más buscan abarcar menos heurísticos se vuelven. Hoy hay una oferta de nombres para referirnos a estos fenómenos resistentes a las simplificaciones.

Enzo Traverso retoma el término “posfascismo” elaborado por el filósofo húngaro Gáspár Miklós Tamás. Estas nuevas derechas radicalizadas no son, sin duda, las derechas neofascistas de antaño. Sus líderes ya no son cabezas rapadas, ni se tatúan esvásticas en el cuerpo; a veces incluso tienen “onda”. Son figuras más respetables en el juego político. Cada vez parecen menos nazis; sus fuerzas políticas no son totalitarias, no se basan en movimientos de masas violentos ni en filosofías irracionales y voluntaristas, ni juegan el juego del anticapitalismo (1). Para Traverso, se trata de un conjunto de corrientes que aún no terminó de estabilizarse ideológicamente, de un flujo. “Lo que caracteriza al posfascismo es un régimen de historicidad específico –el comienzo del siglo XXI– que explica su contenido ideológico fluctuante, inestable, a menudo contradictorio, en el cual se mezclan filosofías políticas antinómicas” (2).

Por su parte, el académico Jean-Yves Camus propone el término “nacional populismo” para dar cuenta de los esfuerzos por construir un cierto tipo de “pueblo” contra las “élites”, sobre todo las “globalistas”. Para el historiador Steven Forti estamos frente a una “extrema derecha 2.0”, que utiliza un lenguaje y un estilo populistas, se ha transformado sustituyendo el tema racial por la batalla cultural y ha adoptado rasgos provocadores y antisistema gracias también a la capacidad de modular la propaganda a través de las nuevas tecnologías (3).

Lo cierto es que, como lo expresó Camus en 2011, la emergencia de las derechas populistas y xenófobas introduce una competencia por el control del campo político que la familia liberal-conservadora no había conocido desde 1945. Por eso, la escritora estadounidense Anne Applebaum se queja con amargura de que los nacional-populistas hayan “enterrado el legado de Reagan y Thatcher”, un análisis que no ahorra idealizaciones de la “Revolución Conservadora” de los 80. No deja de ser sintomático que alguien como George W. Bush desprecie la deriva trumpista, aunque las fronteras son porosas y hay neoconservadores reconvertidos en nacional-populistas. Para los más radicales en la alt-right, los viejos neoconservadores son en verdad cuckservatives, una combinación peyorativa de “conservador” y “cornudo” que hace referencia a los conservadores del establishment supuestamente entregados al progresismo.

2. Líneas de tensión

Como han señalado trabajos como el de Forti, las extremas derechas comparten mínimos comunes denominadores pero también clivajes y líneas de tensión. Entre los primeros, encontramos el nacionalismo exacerbado –en el caso europeo el euroescepticismo–; un rechazo a los “globalistas” y a la inmigración, sobre todo de musulmanes; una visión mitificada del pasado, y una defensa de valores sociales conservadores, aunque su intensidad varía. Algunos señalan que muchos declinaron el lema de Trump –Make America Great Again [Hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande]– como Make America White Again [Hacer que Estados Unidos vuelva a ser blanco] y se puede pensar algo similar en términos de añoranzas de viejas jerarquías de género.

(Nota al pie: el rechazo al islam va más allá de los migrantes: a menudo se habla del peligro inminente de la islamización de Europa y del “reemplazo” del pueblo y la civilización europeas. Así, el partido español Vox anticipó la islamización de Cataluña si el independentismo ganaba las recientes elecciones regionales. Es importante destacar que, como señala Camus, el rechazo a los musulmanes no se basa ya en las jerarquías raciales de matriz fascista o neofascista, sino que se justifica, precisamente, en valores humanistas nacidos del Iluminismo y del combate de las izquierdas: laicidad, libre pensamiento, derechos de las minorías, igualdad de sexos, libertades sexuales). El etnodiferencialismo reemplazó en gran medida al racismo clásico.

Dicho esto hay, como decíamos, puntos de desencuentro. Las extremas derechas del Sur y el Centro-Este europeo son más conservadoras e incluso religiosas (Vox en España, Ley y Justicia en Polonia, Fidesz en Hungría). Mientras que las del Norte de Europa, e incluso Francia, aparecen como más “liberales” en cuestiones sociales y a menudo encontramos entre sus referentes a personas gays o lesbianas (4).

También hay un clivaje entre atlantistas y quienes miran a la Rusia de Putin como aliado para debilitar a la Europa globalista, así como económicamente liberales e incluso ultraliberales (Vox, Chega! [Basta!], Alternativa para Alemania, AfD), y otros más “estatistas”. En el “chauvinismo de bienestar” –un Estado de Bienestar solo para nativos– se puede incluir a Marine Le Pen, y parcialmente, a Matteo Salvini y a Giorgia Meloni. Se trata, con todo, de tipos ideales con muchos grises y, como sostiene Forti, de “tacticismos” que hacen que sus posiciones sean dinámicas: por ejemplo, muchos abandonaron la promesa de salida del euro en la medida en que crecían en las elecciones. Hay también que distinguir a las extremas derechas herederas de viejas fuerzas (pos)fascistas y los nacional populistas sin vínculos con el pasado fascista, aunque a veces, como en AfD, estén mezclados. En el primer caso, encontramos posicionamientos más “ecológicos” y al mismo tiempo racistas (tradición ecofascista), y en el segundo predominan posiciones más negacionistas del calentamiento global.

Finalmente, pero no menos importante: hoy nos encontramos frente a extremas derechas antisemitas (la “influencer fascista” española Isabel Peralta se hizo famosa por su discurso abiertamente nazi y antisemita) pero hay también una parte de la extrema derecha que ve a la Israel de Benjamin Netanyahu como una aliada en la cruzada antiislámica. Netanyahu fue, de hecho, el invitado estrella en la asunción de Bolsonaro, y en los foros de las derechas nacional populistas existe una “derecha judía” que comparte ideas antiprogresistas. Por ejemplo, Netanyahu y Orbán compiten por el odio contra George Soros, hoy personaje de múltiples teorías de la conspiración a escala global, que en Hungría declina en imágenes típicamente antisemitas.

3. Anticomunismo zombi

Una característica casi pintoresca de las nuevas extremas derechas es un discurso anticomunista propio de la década de 1950. El problema es que hoy hay anticomunistas pero ya casi no hay comunistas. Hace poco, varios referentes de estos espacios firmaron la Carta de Madrid, impulsada por el partido Vox para contrarrestar al Foro de San Pablo y al Grupo de Puebla (dos instancias de izquierda latinoamericana con escasa incidencia real hoy en día). “Una parte de la región está secuestrada por regímenes totalitarios de inspiración comunista”, dice la Carta firmada por argentinos como el diputado de Juntos por el Cambio Waldo Wolff.

El marxismo cultural, de la mano de Gramsci y, curiosamente, de la Escuela de Frankfurt, habría reemplazado al marxismo histórico y conquistado la hegemonía en instituciones nacionales y globales. Paso seguido, está imponiendo la “dictadura de la corrección política” y una nueva “inquisición”. Y, no menos importante, la “ideología de género” para separar sexo de género.

La extrema derecha actual va de la mano de la expansión de la “incorrección política”, una vía para traficar racismo, xenofobia, misoginia, homofobia, según los casos. Como escribió Juan Ruocco, la cultura y el lenguaje chaneros (por la plataforma 4Chan y otras similares), junto a la cultura del meme, atraviesan los nuevos discursos radicales (5) por lo que a veces es difícil separar lo irónico de lo literal. Es en este marco que Milo Yiannopoulos –hoy caído en desgracia– organizó la “Gira del maricón peligroso” por los campus universitarios progres de Estados Unidos después del triunfo de Trump para difundir la buena nueva de la alt-right. Y también en este clima pudo emerger en Argentina el grupo La Puto Bullrich, en apoyo a la ex ministra de Seguridad. Fue un chiste y quedó.

Frente a esto, las derechas como Vox, la húngara y la polaca mantienen discursos anticomunistas atados a la defensa de los “valores tradicionales”. Lo que no impide “accidentes” como la detención del ex eurodiputado húngaro e ideólogo del régimen de Orbán József Szájer en una orgía gay en Bruselas en diciembre pasado (por violar las restricciones por el Covid-19). Mientras en Hungría se avanza con leyes anti-LGBTI, en Polonia se restringió aun más el derecho al aborto, y en España Vox no deja de atacar las leyes contra la violencia de género.

4. Pueblos versus élites

“Somos el pueblo” puede ser el eslogan de cualquiera de las nuevas extremas derechas. La “gente corriente” enfrentada a una dictadura de las elites progresistas o directamente –Vox dixit– a la “tiranía izquierdista”. En muchos casos, los nacional populistas han logrado, como efecto paradójico, que los desencantados vuelvan a votar y no pocas veces impulsan consultas populares temidas por los progresistas. El Brexit fue uno de los más emblemáticos, pero hay otros, como la prohibición por referéndum popular de los minaretes de las mezquitas en Suiza en 2009. Sintetizando significados a priori “progresistas”, uno de los bloques de la extrema derecha en el Parlamento Europeo se denominaba Europa de la Libertad y la Democracia Directa, donde estaban Alternativa para Alemania, Demócratas de Suecia y el Partido de la Independencia del Reino Unido.

Obviamente, el “sistema” es una construcción de geometría variable. Para Trump era “Washington”, las grandes universidades, la gran prensa, etc. En Europa es “Bruselas” o, más en general, los “globalistas”. Pero más allá de a quien se elija, este discurso permite construir una división entre el pueblo y las “élites”.

Esto opera en un contexto en el que, en efecto, los líderes socialdemócratas se fueron volviendo parte del statu quo y perdieron la conexión con los de abajo, y los consensos centristas fueron debilitando las diferencias entre centroizquierdas y centroderechas. Pero hay algo más. Sobre todo desde la victoria de Trump y sus ataques contra diversos tipos de instituciones y prácticas no escritas pero sedimentadas, el progresismo se volvió particularmente defensivo: si Trump atacaba a la Organización Mundial de la Salud (OMS), los progresistas salían a defenderla; si el mandatario estadounidense atacaba a las Naciones Unidas, el progresismo salía a defender el multilateralismo; si criticaba la globalización, el progresismo salía a reivindicarla, y así. El problema es que las extremas derechas, como los espejos locos, reflejan un poco de realidad recubierta de enormes tergiversaciones. Y negar esa dosis de realidad, que normalmente se conecta con el “enojo” de ciertas partes de la población, y que combina razones diversas, reaccionarias y progresistas, aleja al progresismo del “pueblo”. Por eso, una de las tareas del progresismo debe ser diseccionar mejor ese inconformismo que hoy se mezcla de manera particularmente complicada. Desde el Joker hasta los “chalecos amarillos”, esas mezclas desafían a las izquierdas a evitar volverse simplemente defensoras del mundo tal como es frente a los peligros del mundo tal como puede ser en el futuro.

5. “Cordones sanitarios” erosionados

En la década de 1990, había cierto consenso democrático, sobre todo en Europa, respecto de la necesidad de un cordón sanitario alrededor de las extremas derechas. Por ejemplo, en Francia en 2002, Jean-Marie Le Pen quedó segundo con el 16,86% de los votos, superando al Partido Socialista. Entonces, todo el arco político votó a Jacques Chirac (centroderecha gaullista), incluso los trotskistas, contra el “fascismo”. Por eso, Chirac pasó entre ambas vueltas de 19,88% a 82,2%, mientras que el “viejo” Le Pen solo llegaba a 17,79% –casi el mismo resultado que en la primera ronda–.

Pero las cosas cambiaron desde entonces en al menos dos sentidos. a) Las extremas derechas consiguieron “desdemonizarse”, como dicen en Francia. Austria marcó el camino en 2000, cuando la extrema derecha llegó al gobierno con gran escándalo europeo. Y hoy Marine Le Pen en Francia disputa las segundas vueltas pero, a diferencia de su padre, con casi 35%. b) Las derechas “democráticas” terminaron tratando de robarles banderas a los ultras, por ejemplo respecto de la migración. Hace unos días, el ministro del Interior de Emmanuel Macron, Gérald Darmanin, acusó en un debate a Marine Le Pen de ser demasiado “blanda” con el islamismo y de estar falta de “vitaminas”.

Ella retribuyó diciendo que firmaría todo lo que Darmanin dice en su último libro. De la misma forma, el Partido Popular Español giró a la derecha, y aunque luego intentó volver al centroderecha, eso no le impide mantener alianzas de gobierno regionales con Vox.

Por otro lado, los cordones sanitarios no carecen de problemas: sobre todo, construir la imagen de que las extremas derechas están “solas contra todos”, es decir contra el “sistema”. Y a partir de allí tratan de explotar esa polarización para crecer. No hay que dejar de lado que, incluso sin ganar las elecciones, un éxito de las extremas derechas fue, precisamente, alterar la agenda de discusión pública, correr las fronteras de lo “decible” e instalar soluciones a menudo demagógicas pero atractivas por su simplicidad. Incluso los progresismos se ven frente a la tensión entre cosmopolitismo (mantener sus visiones culturalmente “liberales”, populares entre jóvenes y sectores medios) y comunitarismo (reconectar con los de abajo con propuestas de distribución material y de seguridad frente a un futuro demasiado “líquido”).

Es una batalla en todos los planos, incluso en el del humor, donde es necesario ser capaces de “ridiculizar a los ridiculizadores” de derecha sin aparecer como parte de las elites pedantes que se burlan de los de abajo. Sin olvidar el plano intelectual: hace mucho que la izquierda dejó de leer/tomar en serio las ideas de las derechas desde posiciones de superioridad intelectual y moral que hoy resultan contraproducentes y desde latiguillos “antineoliberales” que hoy ya no resultan tan efectivos como en el pasado –en parte porque un sector del propio progresismo también se neoliberalizó en estos años–. En todo caso, para dar cuenta de las derechas actuales es necesario captar lo nuevo que hay en ellas, sin dejar de observar cuánto de eso nuevo “rima” con el pasado. Incluso con sus peores momentos.

1. Gáspar Miklós Tamás: “On Post-Fascism. How citizenship is becoming an exclusive privilege”, Boston Review, verano 2000.
2. Enzo Traverso, Las nuevas caras de la derecha, Siglo Veintiuno editores, Buenos Aires, 2018.
3. Steven Forti: “Objetivo Europa. La nueva estrategia de la extrema derecha 2.0”, AAVV, Familia, raza y nación en tiempos de posfascismo, Fundación de los Comunes/Traficantes de Sueños, Madrid, 2020.
4. Desarrollé este tema en el capítulo: “El discreto encanto del homonacionalismo”, en el libro ¿La rebeldía se volvió de derecha?, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2021.
5. Juan Ruocco: “Cómo la extrema derecha se apoderó de 4chan”, Nueva Sociedad, Nº 286, marzo-abril 2020.

* Jefe de redacción de la revista Nueva Sociedad. Autor de ¿La rebeldía se volvió de derecha?, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2021.

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