Limitarse a criticar genéricamente unas políticas sin ofrecer alternativa, o incluso apuntalarlas en la práctica, significa, en última instancia, normalizar los discursos xenófobos, islamófobos y racistas
Por Miguel Urbán
Hay balas en sobres que colman el vaso. Cuando pasa, conviene situar la barbarie puntual en un contexto preocupante que desborda nuestras fronteras y la convulsa actualidad electoral. Que la violencia ultraderechista no solo es un problema real, sino también en auge, lo demuestran los datos. En los últimos cinco años, los atentados terroristas etiquetados como de extrema derecha han crecido un 320% en todo el mundo, de acuerdo con el Índice Global de Terrorismo, uno de los indicadores de referencia en la materia que elabora el Instituto de Economía y Paz (IEP). En EE.UU., el 70% de los atentados y complots sufridos en los primeros ocho meses de 2020 están enmarcados bajo esta etiqueta de extrema derecha. En estos ataques murieron 39 personas.
En febrero de 2020, un terrorista ultraderechista asesinó a diez personas en Hanau, localidad situada a unos 20 kilómetros de Frankfurt. El propio ministro del Interior alemán, Horst Seehofer, cuyo gobierno tuvo que disolver una unidad de élite del ejército por sus vínculos con grupos neonazis, declaró que el terrorismo ultraderechista es hoy la mayor amenaza para Alemania. Declaraciones similares han realizado otros gobiernos europeos como Bélgica, Reino Unido o Países Bajos. Incluso el Comité de Antiterrorismo de la ONU emitió una alerta contra la “creciente amenaza transnacional del terrorismo de extrema derecha”.
Pero lo que parece una evidencia irrefutable fuera de nuestras fronteras es minusvalorado o directamente banalizado en nuestro propio país, donde seguimos anclados en el recuerdo constante del fantasma de la violencia de ETA y en la equidistancia, ejemplificada en el falaz y manido concepto de los “extremos se tocan”. Mientras tanto, los discursos de odio y el terrorismo ultraderechista no dejan de dar peligrosas señales de alerta.
El paradigma del nuevo terrorismo ultraderechista lo encarnó el noruego Anders Breivik, quien en julio de 2011 asesinó a 77 personas en un doble atentado perpetrado primero en Oslo y después en un campamento de la juventud laborista en la isla de Utoya. Con este doble crimen, se convirtió a la vez en precursor y referente de esta nueva ola de violencia ultraderechista. Desde entonces, se ha repetido un patrón de actuación en posteriores atentados, siguiendo el esquema de un terrorista que actúa en solitario y que deja un manifiesto, en forma de carta o vídeo, donde desgrana sus motivaciones y su visión del mundo. Anders Breivik fue calificado de enfermo mental por la mayoría de las autoridades, policía y prensa noruega. Siempre es preferible psiquiatrizar lo ocurrido antes que enfrentarse a la dura tarea de analizar las motivaciones políticas del fenómeno y las responsabilidad colectivas derivadas. El propio Trump utilizó la misma estrategia cuando el ataque a una mezquita en Nueva Zelanda causó más de 50 muertes. Su respuesta fue que no le preocupaba el fenómeno del terrorismo ultraderechista porque son “un grupo reducido de personas con problemas muy graves”.
Sin embargo, resulta que Breivik, antes que supuesto “lobo solitario”, había sido militante del Partido del Progreso de Noruega, una de las pujantes formaciones ultraderechistas escandinavas, que llevaba años propagando sus discursos islamófobos y racistas, con un alto índice de apoyo electoral. El actual auge del terrorismo ultraderechista está estrechamente relacionado con el ascenso de partidos y organizaciones de extrema derecha que llevan años echando gasolina ideológica, con su odio al “extranjero”, al “diferente”, y fomentando una imagen estigmatizada y estigmatizadora de la migración como “invasores” y como “delincuentes”. Una criminalización y un señalamiento que se extiende a las organizaciones y activistas que trabajan solidariamente con estos colectivos migrantes, y que llegan a ser catalogados de traidores o colaboracionistas. El propio Breivik justificó su atentado contra el campamento de las juventudes laboristas por su supuesta condición de cómplices con la “invasión de Europa”.
En 2019 Walter Lübcke, entonces alcalde conservador alemán, fue asesinado de un disparo en la cabeza por un militante neonazi que le acusaba de ser “defensor de la acogida de refugiados”. Ese mismo año, se registraron en Alemania más de 1.748 delitos contra demandantes y centros de asilo, 250 de los cuales fueron agresiones físicas graves. A ello hay que sumarle 124 actos violentos contra ONG, trabajadores sociales y/o voluntarios de este ámbito solidario.
Imposible desligar este ascenso en Alemania de la violencia ultraderechista de la emergencia de plataformas sociales como Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente (PEGIDA) o del crecimiento electoral posterior de Alternativa Por Alemania (AfD). Pero no lo digo yo, sino los servicios secretos del Interior y su Oficina Federal para la Protección de la Constitución (BfV), organismo que lleva tiempo realizando seguimiento a las actividades de AfD por presuntas vulneraciones del orden constitucional democrático con sus declaraciones xenófobas
Pero posiblemente el caso más paradigmático de esta tendencia sea Estados Unidos, donde, durante los años de la Administración Trump, los grupos y la violencia ultraderechista no dejaron de crecer. Hasta el punto de protagonizar el asalto al Capitolio en enero de este año y convertirse, según el FBI, en la amenaza terrorista nacional “más persistente y letal” que enfrenta hoy el país. Nadie puede corroborar que estos grupos violentos estuviesen organizados directamente o tuviesen una relación orgánica con la Administración Trump. Pero, de la misma forma, nadie puede negar que su ascenso, popularidad y masificación estuvieron estrechamente vinculados con la llegada de Trump a la Casa Blanca y la propagación de sus discursos de odio desde las propias instituciones.
Otro buen ejemplo, esta vez en España, de esta simbiosis entre discursos del odio y aumento de la violencia ultraderechista, fue la campaña de Vox iniciada en el ciclo electoral de 2019 contra las y los menores extranjeros no acompañados tutelados por las autoridades públicas. Después de una intensa campaña pública contra este colectivo, el 5 de diciembre de 2019, los artificieros de los Tedax detonaron de manera controlada una granada en el jardín del centro de primera acogida de menores del madrileño barrio de Hortaleza. Es importante recordar que Vox colocó a este centro madrileño en el epicentro de sus discursos contra los migrantes durante la anterior campaña electoral de las generales y autonómicas. Apenas unas semanas después de este ataque en Hortaleza, la Guardia Civil retiraba de la puerta de otro centro de menores no acompañados, esta vez en Alhama de Murcia, un artefacto explosivo simulado. En Cataluña, desde 2019, se han producido más de una decena de ataques racistas contra centros de este tipo: agresiones a trabajadores y menores, y destrucción de mobiliario. El acoso ha llegado hasta tal punto que el defensor del pueblo, Francisco Fernández Marugán, ha culpado a los “mensajes xenófobos y racistas dirigidos a la ciudadanía” del incremento de la violencia contra las y los menores no acompañados.
Además de una relación directa “numérica”, que indica que a mayor éxito electoral mayor número de atentados, los partidos de extrema derecha han banalizado o justificado directamente los propios atentados en demasiadas ocasiones. Ante el ataque ultraderechista en Italia que hirió de bala a varios migrantes en medio de la campaña electoral de 2018, el propio Salvini declaró que “esta inmigración no controlada, que es una invasión organizada, lleva al choque social”. Apenas unos meses después, fue nombrado ministro del Interior. Quien había perpetrado aquel atentado terrorista era precisamente un antiguo candidato de la Lega que, al ser detenido, se cubrió con una bandera italiana al grito de “viva Italia” e hizo el saludo fascista.
Esa banalización persistente sitúa en un contexto de auge de la Internacional Reaccionaria episodios como los más recientes de Santiago Abascal, en un mitin de campaña, o de Rocío Monasterio, en un debate radiofónico, al poner en duda o directamente insinuar que las amenazas de muerte contra Pablo Iglesias “apestan a montaje” de Podemos.
Hasta aquí algunos elementos para contextualizar. Pero cualquier caracterización resulta estéril si no se complementa con un “qué hacer”. Y toca decir que, frente a este auge de los discursos de odio y la violencia racista, las denuncias genéricas y la apelación institucional a los valores democráticos en abstracto no son suficientes. En ausencia de contrapropuestas reales para combatir estos discursos excluyentes, los actores críticos están aceptando reactivamente de facto el terreno de confrontación que propone la extrema derecha, asumiendo de esta forma buena parte de sus postulados. Un magnífico ejemplo son las políticas migratorias comunitarias: una xenofobia institucional que estigmatiza a la población migrante y la presenta como un problema a través de políticas concretas diseñadas y aplicadas por las mismas instituciones que, en paralelo, dicen escandalizarse por el auge de los discursos de odio mientras hacen referencias abstractas a unos valores democráticos que no encuentran traducción en la práctica.
Limitarse a criticar genéricamente unas políticas sin ofrecer alternativa, o incluso apuntalarlas en la práctica, significa, en última instancia, normalizar los discursos xenófobos, islamófobos y racistas, legitimando así el espacio político que conjuntamente van generando. Un fenómeno que en Francia se conoce desde hace años como “lepenización de los espíritus”.
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