Luce lejana la imagen que Iván Duque vendió en campaña: un tipo accesible, vestido de jean y camisa de manga corta, decidido a vivir en el mismo apartamento de siempre después de convertirse en presidente de Colombia hace casi tres años. Ahora es otro: un funcionario distante que habla cada noche por televisión desde el Palacio de Nariño, donde se mantiene recluido por estos días mientras en diversos lugares del país arden las protestas contra su gobierno.
El momento es crítico: Colombia supera cada día el número de infectados y muertos por la COVID, el desempleo se disparó, la inflación y la pobreza crecen y las ayudas oficiales no logran paliar la crisis. Para corregir el hueco fiscal, empecinado contra las voces que recomiendan postergar el ajuste, Duque impulsa una reforma tributaria que no resuelve la desigualdad histórica de este país.
Esta mañana, después de un paro nacional, el presidente apareció en un programa de radio para decir que mantiene la reforma. No es común verlo ante medios dando explicaciones. Duque se ha guarecido por demasiado tiempo en el set de su programa Prevención y acción. Allí habla de forma rutinaria mientras se queja de la agitación que lo adversa en las calles.
Hablamos de un jefe de Estado impopular que encontró refugio en la televisión: un ambiente controlado donde habla sin contrapesos. El programa transmite cada vez más propaganda de forma abierta y monopoliza el espectro radioeléctrico con dinero público. Cuando falta solo un año para la próxima elección presidencial, el espacio empieza a convertirse en una ventajosa herramienta de campaña. En cambio, mientras dura esta pugna de hoy, podría ser el espacio donde el presidente discuta con críticos y aliados su controversial reforma.
Los colombianos no han tenido muchas oportunidades de recibir explicaciones. Durante su gestión, Duque apenas ha hablado ante la prensa, especialmente aquella que lo confronta. En la pandemia, sin embargo, su rostro ubicuo ha invadido los hogares colombianos con un discurso gastado que muy pocos ciudadanos quieren escuchar. El pretendido líder moderno, un tecnócrata conservador, imita a los populistas de izquierda, expertos en multiplicar su imagen con maquinarias de comunicación bien aceitadas.
En medio de la crisis este gobierno intenta forjar un relato nacional donde las vacunas llegan sin falta, el hambre se ha saciado y el posconflicto avanza sólido. Pero la realidad no se decreta en horario estelar. Esa tarea implica escuchar a muchos, sobre todo a los insatisfechos; y no solo a un reducido coro de aliados.
Los productores del reality show presidencial deberían incluir invitados diversos que le aporten al anfitrión un saludable vistazo fuera de su estudio insonorizado, a las avenidas y plazas donde palpita el disenso. El ruido de las cacerolas que muchos golpean por las noches es el grito manifiesto de millones de ciudadanos que no quieren ser tratados como espectadores.
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