En 1957 Francia guillotinó en Argel a este comunista y militante por la independencia argelina. Entre otros, intercedió por él el escritor Albert Camus. Miterrand, entonces ministro de Justicia, desoyó las peticiones de clemencia
Por Gonzalo Gómez Montoro
El pasado lunes 10 de mayo, cuando se cumplía el cuadragésimo aniversario de la llegada de François Mitterrand al poder, nadie recordó a Fernand Iveton, guillotinado en la guerra de Argelia cuando el líder socialista era ministro de Justicia y pudo darle el perdón. El caso Iveton había saltado, no obstante, a los medios en 2016, cuando el escritor Joseph Andras (Le Havre, 1984) renunció al premio Goncourt de primera novela, obtenido con De nos frères blessés –basada en la vida de este militante anticolonialista–, “por coherencia y por no querer competir en literatura”.
Nacido en Argel en 1926, Iveton –apellido que a su padre, huérfano, le atribuyó la administración francesa– tuvo madre española, Encarnación, fallecida cuando él cumplió dos años, y fue militante del Partido Comunista Argelino y del Front de Libération Nationale (FLN). De nos frères blessés no es, sin embargo, una novela política ni histórica, sino un relato de amor: Fernand, que estaba curándose de tuberculosis en París, conoció a Hélène, polaca de nacimiento con pasaporte helvético por su matrimonio con un suizo, de quien estaba divorciada y tenía un hijo. Hélène –judía y residente en Francia desde niña– había huido temprano del maltrato paterno. Antes, había vivido la ocupación nazi: su familia protegió a niños semitas y ella alimentó a un resistente.
Hélène no fue sin embargo el único modelo del militante Iveton. En 1955, Henri Maillot, soldado del ejército colonial, secuestró a punta de pistola un camión con armamento que entregó al maquis soberanista, y se sumó a él (indignados, los pieds noirs desconocían que el sistema había removido las conciencias de otros “europeos” que también defenderían la independencia). Maillot, antes de desviar el vehículo, había visto cómo un soldado disparaba en la boca a un bebé musulmán. Eso lo incitó a desertar, y lo pagó caro: tras su detención, fue ejecutado, y su cadáver paseado sobre un tanque, como advertencia. Antes, había dejado escrito que apoyaba al maquis para contribuir a la consecución de una Argelia libre e igualitaria.
Iveton, leyendo emocionado estas palabras, quiso apoyar la causa: en octubre de 1956, planeó colocar una bomba en un local abandonado de la planta de gas donde trabajaba para que explotase después de la partida del último obrero. Su objetivo: mostrar al gobierno el respaldo del FLN entre los pieds noirs, sin producir heridos (días antes, dos artefactos de la guerrilla habían causado varios muertos en cafeterías que frecuentaban europeos, en Argel). De los medios utilizados por el FLN, Fernand solo rechazaba derramar sangre.
Un mes después, Fernand recibió una bomba de manos de Jacqueline Guerroudj, y la depositó en la fábrica, pero un vigilante alertó a los militares, que la desactivaron; detuvieron a Fernand, y lo llevaron a la comisaría central de Argel, donde lo torturaron –contraviniendo la orden de Teigen, secretario de la Policía supliciado por la Gestapo– hasta que el prisionero reveló nombres de colaboradores. Luego fue internado en la cárcel de Barberousse, en espera de juicio.
El novato abogado Albert Smadja –sin querer ocuparse del caso– defendió a Fernand, quien debía recibir solo pena de cárcel por no haber matado a nadie. Los pieds noirs y los medios de comunicación pedían, sin embargo, su cabeza, y el gobernador Soustelle –partidario de aplicar reformas para mejorar la vida de los “indígenas”– dijo que Iveton “quería destruir la ciudad”.
En el juicio, un médico declaró no poder distinguir las causas de las cicatrices resultantes de las torturas, y la acusación mencionó constantemente los atentados con bomba del FLN, insistiendo en que el gobierno se desprestigiaría si dejaba impune lo ocurrido. El abogado Laînée se sumó a la defensa, cambiando de estrategia: Iveton era alguien bienintencionado e ingenuo –arguyó–, instrumentalizado por los comunistas. Finalmente, un técnico certificó que la bomba no habría podido derribar ni un tabique.
Los esfuerzos por salvar a Iveton fueron inútiles: la presión de la opinión pública en Argelia para que lo ejecutaran era enorme, y en Francia, ni el diario L’Humanité –que Fernand solía leer– ni el Partido Comunista –dividido al respecto– lo apoyaron abiertamente. La condena llegó el 24 de noviembre de 1956, y ni François Mitterrand, ministro de Justicia, ni René Coty, presidente de la République, aceptaron el recurso interpuesto por Laînée.
El 10 de febrero de 1957 otras dos bombas del FLN explotaron en Argel. Diez cadáveres, treinta heridos graves, decenas de mutilados, todos europeos. Al día siguiente, de madrugada, un carcelero despertó bruscamente a Fernand, quien, camino del patíbulo, gritó: “Tahia El Djazair!” (¡Viva Argelia!), frase que corearon los demás prisioneros. Los yuyús de los vecinos se unieron al vocerío mientras los guardianes ordenaban callar a Fernand, quien respondió a uno que le había insultado: “¡Si estoy aquí es por ti también, imbécil!”
“¿Declara algo?”, preguntó a Fernand un funcionario, junto al cadalso. “Mi vida vale poco. Lo importante es Argelia y su futuro. Y Argelia mañana será libre. La amistad entre franceses y argelinos se estrechará tras mi muerte”, respondió. Los militantes independentistas Mohamed Lakhnèche y Mohamed Ouenouri fueron guillotinados a continuación. Según la costumbre, quien hubiera cometido el crimen menos grave no debía presenciar otras ejecuciones. Iveton fue tachado de “asesino y terrorista” por France-Soir y Paris-Presse.
Tras la ejecución, Albert Smadja fue encerrado en el campo de Lodi, para evitar que pudiera denunciar la represión, así como contactar con otros militantes detenidos. En 1958, Jean Paul Sartre criticó el ajusticiamiento de Iveton en su artículo “Nous sommes tous des assassins”, y se reveló que Albert Camus había intercedido por Fernand; luego, el caso devino tabú hasta 1981, cuando Mitterrand abolió la pena capital, intentando enmendar los excesos cometidos en Argelia.
Casi sesenta años después de la independencia argelina, De nos frères blessés muestra, pues, las heridas abiertas del conflicto (Macron no permite consultar los archivos, pese a que prometió hacerlo); y nos hace replantearnos aciertos y contradicciones de Francia –nación fundamental en la configuración del mundo occidental moderno–, así como del ya mítico expresidente Mitterrand.
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