Según datos de la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica de EEUU (NOAA por sus siglas en inglés), 5 millones de toneladas de escombros fueron arrastrados mar adentro cuando las aguas del sunami regresaron al mar. Pero estos materiales no se hundieron en el fondo marino, sino que continuaron a flote más de 8.000 kilómetros a través del océano Pacífico, llegando a las costas de Alaska, Hawái y California, en EEUU. Y en ellos no había solo madera y clavos, sino también unos ‘autoestopistas’ indeseados.
Según datos del Smithsonian Environmental Research Center, alrededor de 300 especies diferentes de caracoles de mar, anémonas e isópodos, de las cuales 289 solo se encontraban en Japón, descubrieron en las costas de Estados Unidos un nuevo hogar. Una nueva ‘casa’ que alterar y modificar a su gusto. Se convirtieron en especies invasoras. Algunas de ellas lograron sobrevivir a la deriva en el Pacífico hasta 6 años.
Aunque el ejemplo del tsunami de 2011 es un caso masivo y extraordinario, le debemos ser conscientes de un nuevo y severo problema: la basura que generamos en tierra y que acaba en el mar, no lleva consigo solo la liberación de microplásticos o el daño directo a diversos ecosistemas marinos, sino también un riesgo para las especies nativas de costas lejanas, para sus hábitats, para la salud (las microalgas son la mayor amenaza, como se explica en este informe de la UNESCO) y, además, son capaces de provocar un estrés añadido en ecosistemas marinos que ya se encuentran en riesgo debido a la contaminación o a la sobreexplotación pesquera.
No nuevo, pero sí más fuerte
Este fenómeno lleva teniendo lugar millones de años, es natural y normal. Los organismos marinos se ‘agarran’ a lo que pueden (de troncos de árbol a botellas de plástico) y viajan así miles de kilómetros. El sargazo, por ejemplo, una de las algas más comunes, es uno de los vehículos más habituales dada su capacidad para flotar (gran parte de las variedades de esta planta tienen vesículas llenas de gas para mantenerse a flote). Esto permite que determinadas especies, que no destacan por su capacidad para nadar largas distancias (como los caballitos de mar, los peces de arrecife o los peces aguja), puedan atravesar grandes extensiones de océano.
A pequeña escala (cuando son solo unos pocos peces, o un par de caracoles en un tronco), es raro que una especie pueda sobrevivir en un nuevo ecosistema. Pero según aumentan los parches de contaminación (de los que somos responsables) aumentamos el hábitat para que las especies, entre el punto de origen ‘A’ y el de destino ‘B’, se reproduzcan sin control. Aunque hay diversas formas, una de las más comunes es la ‘bioincrustación’, en las que los organismos se pegan como mejillones a los escombros, y viajan así de forma casi indefinida.
Como explica la Profesora Bella Galil, del la Universidad de Tel Aviv, «esto convierte un proceso evolutivo esporádico y raro en uno cotidiano«.
Ever Given: el tapón que ayudó al Mediterráneo
Nuestro mar, ese que está cada día más amenazado por diversos factores (desde la sobreexplotación pesquera o el aumento de la temperatura de sus aguas como a la contaminación que sufre -y que cada día va en aumento-) es uno de los ecosistemas que más amenazados se ven por las especies invasoras. En la década de los años 90, llegó al este del Mediterráneo la ‘uva de mar’ (también conocida como ‘caviar marino’), cuyo nombre científico es ‘Caulerpa lentillifera‘. Esta especie invasora procedente del sudeste asiático y de Oceanía fue capaz de desplazar a otras algas marinas del área, produciendo una alteración de los ecosistemas y una consiguiente reducción de los crustáceos y gastrópodos que dependían de las especies de algas endémicas.
El punto de entrada del ‘caviar marino’ fue el Canal de Suez (al menos es ese el consenso en la comunidad científica). Según la profesora Galil, la mayor parte de las 455 especies invasoras ahora mismo presentes en el Mediterráneo oriental entraron en nuestro mar a través de esta masiva estructura. Lo hacen de dos maneras: la primera es a través de la corriente (a pesar de que el Mar Rojo y el Mediterráneo se encuentran a la misma altura -y por ello no es necesaria la utilización de esclusas como en el Canal de Panamá-, esta fluye en dirección norte). La segunda es en el interior de los tanques de lastre de los navíos que discurren por el canal, que se vacían al entrar en él y, así, se liberan grandes cantidades de agua (y plásticos contaminados) procedentes de lejanos mares en la vía que discurre a través de Egipto.
Es por esto que, durante unos días, la el riesgo de introducir especies invasoras a través del canal se redujo gracias al bloqueo que el barco mercante Ever Given, aunque los efectos a largo plazo se consideran «mínimos». Ahora, explican los investigadores, con la propuesta que ha hecho el gobierno de Egipto sobre la ampliación del Canal de Suez para permitir un mayor tráfico, se espera que, tras realizarse, el riesgo al que esté expuesto el Mediterráneo aumente. «Un mayor canal es igual a barcos más grandes y, por tanto, a un mayor volumen de especies del Mar Rojo llegando al Mediterráneo«, explica Bella Galil.
La conservación de ecosistemas es esencial para la supervivencia de millones de especies alrededor del mundo y, en muchos casos, también para la nuestra. Es nuestra responsabilidad limitar los efectos que nuestros actos tienen en poner en peligro miles de hábitats de la Tierra.
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