Juan Cuvi
Tres hechos ilustran la irresoluble contradicción entre formalidad legal e informalidad política. Por efectos prácticos, vale plantearlos en orden cronológico.
A la luz de las más recientes investigaciones, que más parecen una rigurosa programación de telenovela, la grave crisis que vive la Contraloría data de mucho tiempo atrás. El incendio del edificio en el Parque del Arbolito solo sería uno más de los episodios de esta interminable y vergonzosa serie institucional. Desde la designación del anterior contralor hasta la seguidilla de reemplazos, todo está envuelto en una densa nube de irregularidades. El debate público respecto de la insuficiencia jurídica únicamente sirve para disimular el perverso juego de intereses económicos que subyace al desempeño de los funcionarios involucrados en el drama.
Difícilmente la designación de la nueva autoridad escapará a esta lógica. La vieja admonición respecto de la “politización” de las instituciones es la mejor estrategia para torpedear un hecho que es eminentemente político, y así poder llevarlo al terreno de los amarres partidistas. ¿Qué más, sino un acto político, es el nombramiento del principal funcionario encargado de velar por los fondos públicos del Estado?
Muy diferente es que esa designación esté atravesada por irregularidades, vicios de procedimiento, actos de corrupción o intereses de pequeños grupos de poder. Por ejemplo, cuando se designa a una persona que no cumple con los requisitos éticos y legales establecidos solamente porque va con la consigna de administrar el organismo con dedicatoria.
Otro hecho que desconcierta por su incoherencia es el proceso de remoción del alcalde de Quito. En principio, no se debería necesitar de tantos trámites para cesar a una autoridad que ha sido inculpada en un acto ilícito. Es más, lo mínimo que espera una ciudadanía consciente de sus derechos es la renuncia temporal o definitiva de ese funcionario. No obstante, la arbitrariedad de Jorge Yunda terminó paralizando a la administración municipal durante varios meses.
La solución final tampoco brilla por su coherencia. Al final primó el pragmatismo político: nadie sabe si la flamante vicealcaldesa es una decepcionada del correísmo o es su caballo de troya. Lo único cierto es que la necesidad se impuso sobre la coherencia política e ideológica, con lo cual queda tendida la mesa para nuevos embrollos.
La reactivación del Convenio Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (CIADI) completa este panorama de incongruencias. El artículo 422 de la Constitución es taxativo a propósito de la prohibición de ceder jurisdicción soberana en controversias contractuales o comerciales. Sin embargo, desde los sectores empresariales interesados en hacer negocios se argumenta que el contenido del artículo no se refiere explícitamente a las inversiones, como si detrás de cualquier inversión extranjera no existiera un contrato que establece condiciones.
La puesta de mano del gobierno (es decir, la política de los hechos consumados) provocó que inclusive la Corte Constitucional realice una interpretación forzada del artículo 419, para allanar el camino a la reactivación del CIADI. En la práctica, la reactivación económica se convierte en una aplanadora de las leyes y los derechos.
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