Por Decio Machado / Miembro del Consejo Editorial de Ecuador Today
Para una ciudad en continua expansión como es Quito y cuyo parque automovilístico crece sin cesar, la necesidad de construir subsistemas rápidos de transporte público que, al menos en parte, desincentiven el uso del vehículo privado y permitan brindar a la ciudadanía un servicio eficiente en materia de movilidad es una prioridad.
Pero más allá del factor ahorro de tiempo ciudadano, un adecuado sistema de transporte urbano tiende a modificar múltiples dimensiones de la economía de una ciudad, afectando al acceso al empleo, precios de la vivienda en zonas mal comunicadas e incluso incide en el crecimiento del PIB local.
En este sentido, los subsistemas de Metro -cuyo origen data de 1863 en la ciudad de Londres- son herramientas de transporte rápido con gran capacidad de mover personas de un punto a otro de la ciudad con un uso mínimo de suelo.
La implementación del Metro en Quito ha sido conflictivo desde su inicio. Esto viene motivado tanto por factores técnicos como económicos. Así, tanto los retrasos en la ejecución de la obra, el incremento de costos preestablecidos inicialmente, el plan de viabilidad económica del proyecto y otros elementos de carácter interno y externo han ido generando un ambiente enrarecido y hasta conflictivo respecto al Metro. Incluso las proyecciones realizadas sobre el uso de dicho subsistema de transporte son problemáticas, dado que se plantea que en el primer y segundo año de su puesta en marcha la demanda de pasajeros sería sustancialmente inferior a los 450.000 usuarios/día inicialmente concebidos, lo cual tiene una importante afectación en el plan de viabilidad económica que acompaña dicho proyecto. De aquí nace uno de los conflictos fundamentales respecto al Metro de Quito: el modelo de operatividad del sistema.
Bajo criterios de rentabilidad social el Concejo Metropolitano de Quito fijó una tarifa de 45 centavos por pasajero con una variante diferenciada, lo cual no permite cubrir de forma rápida los costos de operación del sistema y condiciona que la gestión del servicio sea pública y directa. Un operador privado tendría como mínimo que multiplicar por dos el precio estipulado por pasaje para poder obtener cierta rentabilidad económica, penalización que recaería sobre los bolsillos de los sectores más populares de la ciudadanía quiteña.
Pese a que sobre esto no debería haber mucha discusión, dado que desde que se constituyó la Empresa Pública Metropolitana Metro de Quito, destinada a administrar y operar este subsistema, el modelo de gestión pública siempre estuvo determinado, hay sectores vinculados a intereses privados que claramente mueven sus hilos buscando voltear tal decisión.
De hecho, una parte de la disputa en torno a la Alcaldía de Quito tiene que ver con el enfrentamiento entre grupos económicos que tanto en el ámbito inmobiliario, como en obras y servicios, se disputan el control de capital. Entre estos, porque no decirlo, existen también actores interesados en operar el Metro de Quito. En torno a estos intereses se construyó, como ya es habitual, una red de periodistas de alquiler, generadores de opinión y consultores que en algunos casos hasta fueron resucitados de la era en que Jamil Mahuad gestionaba el Municipio. Bueno…, ya sabemos que lo retro está de moda.
En este contexto, el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social -un órgano que se ha demostrado en la práctica como inservible- aprobó la conformación de una veeduría al Metro de Quito que inició sus actividades el pasado 18 de marzo y cuya composición no deja de ser singular. Su coordinador, David Dávalos, es un consultor en comunicación y marketing corporativo carente de experiencia alguna en movilidad y transporte, el cual consta con trece infracciones registradas en el Consejo de la Judicatura que abarcan temáticas que van desde cobro indebido de dinero hasta abusos de confianza entre otras cuestiones; lo mismo sucede con Guido Páez, otro de los miembros de la veeduría cuya expertise profesional son las finanzas, sin conocimientos técnicos en materia de movilidad y transporte, y con veinticinco infracciones registradas en la función judicial que abarcan temas vinculados a cobro indebido de dinero, letras de cambio, estafa y otras defraudaciones, propiedad intelectual y abuso de confianza; sorprende también el rol en la veeduría de Fernando Patricio Sancho, quien es esposo de la ex concejala del partido VIVE Ivone Vonlipke y que estuvo vinculado a la anterior e ineficaz administración de Mauricio Rodas y cuya experiencia en movilidad proviene de aquella época y no es de grata memoria para la ciudadanía quiteña, registrando a su vez veintiún infracciones en los históricos del Consejo de la Judicatura en temas tales como violencia doméstica, letras de cambio, estafa, impugnación de paternidad y alimentos; por último, el cuarto miembro de la veeduría es Manuel Mesías Dávila, otro experto en finanzas sin experiencia en movilidad y transporte, cuyas cinco infracciones registradas en la función judicial -lesiones intencionales y tenencia ilegal de armas en otras- le convierte en un angelito comparado con el historial del resto de sus compañeros.
Pues bien, estos son los responsable de elaborar una informe de veeduría ciudadana que dice estar prácticamente terminado y en el cual se cuestionará el funcionamiento del Metro y su modelo de gestión. ¿Tendrá una comisión veedora de estas características credibilidad a la hora de exponer su informe?
La puesta en marcha del Metro de Quito es una demanda urgente ciudadana, un proyecto bandera para el país y su gestión desde lo público una necesidad si queremos tener un sistema integral de movilidad urbana que prime al ciudadano por encima de intereses privados. Así opera el Metro tanto en Madrid, Barcelona, París, Berlín, Moscú y otros tantos lugares más que referencia de su buen funcionamiento.
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