Devastación ambiental y educativa del capitalismo

Juan Cuvi

Discutir sobre los efectos catastróficos del capitalismo es tan inoficioso como discutir sobre la vejez, ese proceso natural e irreversible que nos muestra la maravillosa dialéctica de la vida. Por eso, proponer estrategias para asegurar la sostenibilidad indefinida del capitalismo equivale a impedir el envejecimiento a punta de cirugías plásticas. Una ficción.

La devastación ambiental ya dejó de ser –como malintencionadamente se lo difundió desde ciertos sectores interesados– un discurso de la izquierda radical, fundamentalista, utópica o pachamamista. Hoy, a la luz de las evidencias, los propios científicos del sistema advierten sobre la inminencia de un colapso global. Y las pruebas están al canto: los calores extremos en Canadá o las inundaciones en Alemania, por citar únicamente los eventos mediáticamente más impactantes, son fenómenos inéditos en la historia de la humanidad.

Hasta ahora, todas las medidas de mitigación que se han propuesto o aplicado desde hace medio siglo han resultado inútiles. No obstante, la economía del consumo y del despilfarro sigue marcando la pauta. La recuperación de la vorágine productivista a pesar de la pandemia concita el entusiasmo de los empresarios en todo el planeta. No solo eso: la misma pandemia sirvió para que las gigantescas corporaciones farmacéuticas hicieran su agosto: las ganancias reportadas en este último año tienen dimensiones siderales.

Esta concepción utilitaria y ultra pragmática de la economía penetra e impregna todos los aspectos de la vivida. Lamentablemente. Bienes intangibles como la educación terminan reducidos a simples valoraciones contables. Desde una lógica capitalista, la educación debe someterse a la desigualdad del embudo. A partir de parámetros como la excelencia, la especialización o el rendimiento se promueve a quienes logran escurrirse por la parte estrecha del tubo. Se trata, a no dudarlo, de una ley de la selva que, además, excluye de entrada: solo quien tienen posibilidades compiten.

En ese sentido, la masificación de la educación está considerada como un desperdicio. A lo mucho, hay que enseñar a leer y escribir a la mayoría de los ciudadanos para que puedan cumplir con las tareas elementales que demanda el sistema.

Esta selección excluyente está íntimamente ligada con la noción de educación privada. Al menos, en aquellos países donde campea el neoliberalismo. La potencialidad de los estudiantes no depende de sus capacidades intelectuales sino económicas. En tal virtud, la educación pública oscila entre lo complementario y lo desechable.

Lo estamos constatando en el Ecuador. Desde hace más de tres semanas un grupo de maestros realiza una huelga de hambre en demanda de sus derechos. Pero en lugar de aprovechar la situación para plantear un debate serio y responsable alrededor del problema general de la educación, el gobierno está empeñado en un forcejeo irresponsable. Ceder ante los huelguistas implica reconocer que hay sectores que no pueden ser entregados a la voracidad del mercado. Pero dentro del esquema empresarial del gobierno, el sector público de la educación no encaja. Como no encaja la naturaleza dentro de la economía globalizada.

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Miembro de la Comisión Nacional Anticorrupción (CNA), Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo, Parte de la Red Ecudor Decide Mejor Sin TLC.

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