Es tal la catarata de incidentes que ocurren en el país que podríamos caer en la tentación de acudir a la astronomía para explicarlos. En dos días se han producido tres hechos que sacuden el mundo de la política, hieren la condición humana o indignan la decencia pública.
El Consejo Administrativo de la Legislatura (CAL) devolvió al Ejecutivo la Ley para la Creación de Oportunidades. El trámite podría considerarse como un episodio más de los típicos conflictos políticos del país, si no fuera por los opacos intereses y las turbias estrategias que operan detrás de estas movidas. En efecto, no hay una posición transparente que juanjustifique la formulación de varios contenidos de la mencionada ley, como la aplicación de impuestos a un determinado segmento de la población. Y tampoco existen argumentos claros de parte de quienes la devolvieron. Las argucias del poder generan la suspicacia de la oposición; y en ese vaivén de recelos es imposible generar un debate público.
El asesinato de 116 internos (no PPL) en la Penitenciaría de Guayaquil nos devuelve a un horror que corre el riesgo de naturalizarse. A este paso, el Ecuador ingresará en el libro Guinness de las masacres carcelarias. Las declaraciones rimbombantes, las buenas intenciones y los planes estratégicos sobran; solo sirven como conjuros para espantar a los fantasmas del fracaso de las políticas de seguridad del Estado. En el Ecuador no existe la pena de muerte; no obstante, en este año han sido eliminados más personas recluidas que en cualquiera de los países del mundo que la aplican.
La destitución definitiva del exalcalde de Quito nos enfrenta con una telenovela barata que, si no tuviera tantas consecuencias negativas para millones de habitantes de la ciudad, podría servir de solaz para la tribuna. Durante varios meses la marrullería judicial terminó imponiéndose sobre los derechos de la gente, sobre la racionalidad administrativa y sobre la lógica democrática. Al final, y luego de tantos vericuetos vergonzosos, todo llegó al punto previsto.
En medio de los sobresaltos que han generado estos tres episodios aparentemente inconexos, hay un elemento que nos puede servir de explicación: la desintegración de las leyes e instituciones que rigen la convivencia social. En concreto, el paulatino colapso del Estado como ente rector del pacto social. La vieja idea liberal de que existe una cancha donde se dirimen los conflictos de una sociedad está ingresando en una crisis irreversible.
El asalto al Capitolio en Estados Unidos, el país referente del liberalismo mundial, ilustra de manera cruda y descarnada el agotamiento de un modelo que no ha logrado lidiar con sus propios virus. Las desigualdades, la marginalidad, la codicia y la informalidad inherentes al capitalismo son tan extremas y progresivas que terminan dinamitando cualquier principio de autoridad, cualquier posibilidad de diálogo.
En el Ecuador, las bandas criminales imponen su reino de violencia al interior de los centros penitenciarios a vista y paciencia de las autoridades; la justicia no puede impedir que un grupo de abogados vivarachos paralicen a la capital de la república, utilizando incluso recursos ilegales; y la Constitución sigue siendo un simple telón de fondo para que las leyes se decidan en conciliábulos y no a la luz pública. Estamos cerca de convertirnos en lo que los expertos de moda denominan un Estado fallido.
Septiembre 30, 2021
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