[Opinión] Liberales de cuento

Los griegos definieron tres espacios fundamentales para el desarrollo de las relaciones humanas en un Estado: el hogar (oikos), donde se procesaban los asuntos privados; la asamblea (eclessia), donde se definían los asuntos políticos; y la plaza pública (ágora), el lugar predilecto de la democracia. Era en este último espacio donde una sociedad discutía y construía su proyecto de vida en común.

La renuncia al espacio público implica, en estricto rigor, una renuncia a la democracia. Por eso resulta incoherente que nuestros liberales criollos, que se autodefinen como adalides de la democracia, festejen entre bombos y platillos la decisión del movimiento indígena de trocar las movilizaciones sociales por el diálogo formal con el gobierno. En otras palabras, valoran el sacrificio de un ejercicio esencialmente democrático en aras de la formalidad institucional.

La representación política de la sociedad surgió con el crecimiento poblacional, cuando el ejercicio directo de la democracia se volvió física, técnica y operativamente inviable. Pero la idea de la representación no implicaba una sustitución del sujeto político, sino una acción simbólica para hacer posible una voz colectiva. En principio, se supone que el representante lleva al espacio de la política las ideas que sus representados construyen e intercambian en el espacio público.

Sin la fuerza de lo público, la esfera de la política termina convertida en un simulacro; la democracia agoniza. No obstante, nuestros liberales criollos prefieren esa esfera, usualmente reservada a los chanchullos y negociaciones de trastienda, porque les permite a los partidos tradicionales ejercer el poder en condiciones preferenciales. Aborrecen el espacio público porque la diversidad se vuelve incontrolable desde las viejas prácticas políticas. Peor aún en sociedades tan informales y fragmentadas como la nuestra.

El argumento para descalificar las dinámicas públicas se resume en la supuesta inestabilidad que provocan las movilizaciones sociales. Nada se dice de las causas que originan el desbordamiento de la paciencia colectiva.

Los estallidos populares (para utilizar un término de moda, a propósito del libro que le endosan a Leonidas Iza) son inversamente proporcionales a la legitimidad de las instituciones: se radicalizan en la medida en que el sistema político se desprestigia. Cuando las instituciones se desentienden de las aspiraciones de la gente y priorizan un manejo espurio de los intereses particulares, la presión social no solo es inevitable, sino necesaria.

Un caso paradigmático fueron las movilizaciones feministas argentinas en favor de la legalización del aborto. Desde la plaza pública, la marea verde arrinconó a unos representantes políticos completamente desconectados de la realidad social. A nadie con un mínimo sentido democrático se le ocurriría sostener que ese movimiento atentó contra la integridad del Estado.

En el Ecuador, en cambio, una pléyade de analistas y editorialistas que presumen de un liberalismo moderno y depurado consideran que el ágora se ha convertido en la mayor amenaza para la democracia. Quién les entiende.

 

Noviembre 11, 2021

Acerca de Juan Cuvi 180 Articles
Miembro de la Comisión Nacional Anticorrupción (CNA), Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo, Parte de la Red Ecudor Decide Mejor Sin TLC.

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