El candidato y experiodista destila en su discurso los temas más duros de la extrema derecha global pero, al mismo tiempo, se presenta como un fiel continuador de la tradición gaullista
Por Guillermo Arenas / ctxt.es
Candidato putativo desde el verano y oficial desde el 30 de noviembre, Eric Zemmour goza por el momento de una popularidad electoral considerable. Los sondeos realizados entre el 6 y el 13 de diciembre de 2021 sitúan su estimación de voto en una horquilla que va de 10 a 17% en la primera vuelta. Esto lo ubica cuarto en la carrera presidencial, justo detrás de Emmanuel Macron (con entre 20 y 28% de estimación de voto), Valérie Pécresse (entre 12 y 23%) y Marine Le Pen (entre 13 y 20%).
No olvidemos que Marine Le Pen obtuvo, en las elecciones presidenciales anteriores de 2017, un resultado récord en la primera vuelta de 21,3%. Por lo tanto, si las estimaciones actuales se confirman en abril –conviene ser prudentes porque las encuestas sólo representan una instantánea con margen de error y no una previsión– las opciones etnonacionalistas habrán obtenido entre 23 y 37%, lo que representaría un crecimiento medio de casi un tercio. Conviene pues señalar que lo que observamos en el país vecino no es solamente un desdoblamiento del espacio político etnonacionalista, sino, además, un ensanchamiento de su base electoral.
¿Cómo se explica la popularidad del experiodista, un hombre que jamás ha desempeñado cargo público alguno y cuya experiencia de gestión privada es igualmente nula? Se trata de la culminación de un largo proceso de normalización de los discursos etnonacionalistas, que se acompaña de una degradación general y sostenida de la confianza en la clase política.
El representante histórico de la extrema derecha gala es, por supuesto, Jean-Marie Le Pen. Apodado “el menhir” por sus orígenes bretones, su imponente estatura y su gran longevidad, se trata de uno de los hombres políticos más truculentos de nuestra época. Diputado por primera vez de 1956 a 1962, Le Pen comienza su carrera política con 27 años, antes del advenimiento de la Quinta República actual. Veterano de la sangrienta guerra de Argelia, durante la cual reconoció haber cometido actos de tortura, Le Pen se convierte en una de las caras más visibles de la galaxia de grupúsculos de extrema-derecha que funda el Front national pour l’unité française en una tarde de otoño de 1972. La creación del Front national (FN) proviene de la constatación del fracaso de la estrategia anti-republicana y golpista por parte de los mismos fascistas que intentaron subvertir el régimen parlamentario el 6 de febrero de 1934 y que lo consiguieron cuando el mariscal Philippe Pétain fue nombrado jefe de Estado tras la invasión alemana en 1940 ; los mismos fascistas que se opusieron a la política de “descolonización” del general de Gaulle a partir de 1958 y que atentaron contra su vida en repetidas ocasiones. Se trataba de entrar en la arena institucional con nuevas caras, entre ellas la de Jean-Marie Le Pen, demasiado joven como para haber combatido en la Segunda Guerra Mundial junto con los nazis.
En aquel entonces, existía una clara fractura entre la derecha gaullista –fervientemente republicana y antifascista, aunque no exenta de reflejos autoritarios– y la extrema derecha colaboracionista y antirrepublicana. El Front national goza los primeros años del desprecio unánime de la clase política y mediática. Paradójicamente, ello comienza a cambiar con la llegada de François Mitterrand al poder en 1981. Mitterrand es, al llegar al Elíseo, un hombre de dilatada carrera política, exdiputado y exministro. Se trata, sobre todo, de un temible estratega. Así pues, cuando Le Pen toma personalmente contacto con él para lamentarse por su exclusión del espacio mediático nacional, el presidente socialista percibe rápidamente el potencial que puede tener para sus intereses el crecimiento de la visibilidad del líder frontista. La clásica estrategia de dividir para reinar conduce a Le Pen a su primera gran emisión de televisión pública en 1984: 50 minutos de entrevista con los más afamados periodistas políticos del momento. A partir de ese momento, su superficie mediática no deja de crecer. Posteriormente, sus comentarios abiertamente racistas y revisionistas contribuyen a forjar su reputación sulfurosa. Un ballet convenientemente coreografiado se instala rápidamente: Le Pen realiza una declaración nauseabunda; el ecosistema mediático la sitúa en primera página; el mundillo político y militante de izquierdas se indigna; la derecha calla y Le Pen clama contra la dictadura de los “bien pensants” –literalmente aquellos que “piensan bien”, es decir aquellos que, según el líder del FN, les dicen a los demás lo que tienen que pensar. De este modo, el veterano de Argelia va rompiendo poco a poco los diques que contenían el avance de las ideas de la extrema derecha en el espacio público. Se aprovecha de los grandes temas de cada momento para instilar sus tesis xenófobas. Por ejemplo, cuando, a partir de los años 80, el paro estructural deviene masivo, su respuesta es frenar la inmigración y reservar los empleos vacantes a los nacionales. Su personalidad histriónica, sus dotes de orador y su talento para la fisga hacen de él un excelente producto mediático.
Sin embargo, sus resultados electorales son decepcionantes, más allá de las poco concurridas (y, en realidad, poco determinantes) elecciones europeas y del cúmulo de circunstancias que le lleva a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en 2002. En realidad, “el menhir” se complace en su papel antisistema. Su pequeña empresa política es gestionada como una empresa familiar y la renta que esta le procura le parece suficientemente confortable como para no plantearse expandir su negocio. Pero, de manera subterránea, algunos trabajan en pos de lo que llaman “la unión de las derechas”. Se trata de romper el cordón sanitario que sigue aislando al FN, acabando con la oposición entre gaullistas y frontistas. A finales de los años 90, el segundo del partido, Bruno Mégret, trata de imponer una estrategia de convergencia con la derecha. Mégret es un verdadero pionero que anticipa una serie de evoluciones del electorado conservador: crecimiento del “sentimiento nacional”, voluntad de limitar la globalización, hostilidad hacia la Unión Europea y el “marxismo cultural”. Cierto joven periodista conservador, aún desconocido, Eric Zemmour, emite también críticas hacia la estrategia rentista de Jean-Marie Le Pen. Pero este último no cede y decide poner punto y final a las ambiciones de Mégret en 1998. No obstante, la idea no desaparece y es recuperada por otro dirigente frontista: Florian Philippot. Este último es nombrado por la hija del “menhir”, Marine, que toma las riendas del partido en 2011. Su visión es la de un FN que no se conforma con jugar el papel de espantapájaros.
Paralelamente, la derecha de tradición gaullista efectúa un giro hacia posiciones mucho más duras con la llegada de Nicolas Sarkozy al Elíseo. Asesorado por Patrick Buisson, el presidente se apropia de los temas del FN: la identidad nacional, la restauración de la autoridad del Estado, la crítica de la inmigración. Buisson juega el papel de “topo” de la extrema derecha en el corazón del poder. Su pedigrí no deja lugar a dudas: muy cercano a la nebulosa nacionalista y colonialista del OAS (organización terrorista francesa de extrema derecha), ejerció como periodista en Minute, publicación emblemática de la extrema derecha francesa. Siempre fue, sin embargo, un militante activo a favor del acercamiento entre la derecha republicana y el FN. Su desempeño como consejero de Sarkozy representa una nueva etapa, determinante, en la convergencia entre dos derechas enemigas.
A partir de 2015, la funesta serie de atentados islamistas sobre suelo francés conduce a la instalación de un clima de ansiedad generalizada y constituye un poderoso combustible para las tesis más radicales (y menos informadas del pensamiento de Samuel Huntington) relacionadas con un supuesto “choque de civilizaciones”.
El año 2017 marca el último hito en la historia de la unión contra natura de la derecha gaullista y de la extrema derecha antirrepublicana. François Fillon, llamado a ser el próximo presidente por la sola inercia del movimiento bipartidista, realiza una campaña desastrosa. Marine Le Pen pasa a la segunda vuelta pero es barrida por el outsider Emmanuel Macron, que de antisistema tiene poco pues hereda poderosas redes de influencia adosadas al moribundo Partido Socialista. Tras su elección, Macron, que ya ha dinamitado la hegemonía del PS a su izquierda, acomete la misma estrategia hacia su derecha. La proximidad ideológica entre Macron y la derecha liberal permite que importantes personalidades de la familia gaullista, como el primer ministro Edouard Philippe o el actual ministro del interior, Gérald Darmanin, se unan a su ejecutivo. Esta situación es vivida como un trauma por una parte del electorado conservador, que se siente sitiado por los fiscales que investigaron a Fillon durante la campaña, los periodistas que relataron sus ilegalidades y la OPA hostil de Macron. La respuesta ante tantas dificultades toma la forma de una radicalización identitaria. Esto implica una exacerbación de los rasgos característicos de la derecha como reacción defensiva y como estrategia de diferenciación con respecto a Macron.
Tras una larga historia de normalización de las ideas lepenistas, con un público francés altamente expuesto a tesis xenófobas e islamófobas y tras varias tentativas, a veces exitosas como el caso de Sarkozy, de “unión de las derechas”, entra en escena Zemmour. Ensayista de gran éxito editorial, Zemmour destila en su discurso los temas más duros de la extrema derecha global. Pero, al mismo tiempo, se presenta como un fiel continuador de la tradición gaullista. Con él, la derecha francesa parece haber dado un giro histórico. Finalmente, la evolución señalada parece haber desembocado en una candidatura electoral aglutinante, sin barreras ni cordones sanitarios. Que un ejercicio tan lamentable de confusión ideológica procure tal nivel de rentabilidad política produce una sensación de vértigo.
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