[Colombia] Francia Márquez: el espejo que desnuda a Colombia

Desde que Gustavo Petro anunció que Francia Márquez sería su fórmula presidencial, la ola de ataques contra ella no ha parado. ¿Qué nos enseña este hecho sobre nuestra sociedad? ¿Por qué importa más allá de las elecciones?

Por: Delfín Ignacio Grueso*

¿Qué refleja este espejo?

Hoy Francia Márquez es más que un fenómeno político.

Contra ella se agigantan todas las formas de exclusión —el patriarcalismo, el racismo, el centralismo y el clasismo—, y ella nos devuelve, como un espejo, la imagen de todo lo que es asignatura pendiente en nuestro proceso de construcción de nación.

La conexión de Francia Márquez con esa diversidad excluida permite desvelar mejor las posiciones de poder que soportan las imposturas de sus malquerientes. Están las posturas de quienes, con cierta razonabilidad, señalan su carencia de experiencia administrativa; o quienes simplemente la degradan comparándola con un simio; también las personas que la acusan de terrorista, castrochavista y cómplice del narcotráfico, y quienes, escandalizados con aquello de los nadies y las nadies, las mayoras, la juntura, etc., se erigen como defensores del idioma.

La saña con que obran unos y otros se vuelve olímpica sevicia. Su condición de mujer les estimula la misoginia, y su condición de negra, de provincia, y, además, de izquierda, la convierten en blanco para el escarnio público.

Por supuesto, el motor de esos ataques es el racismo que, aún tras el fin de la colonia y la abolición de la esclavitud, sobrevive entre nosotros. El racismo se articula con los sesgos clasistas, machistas y de centralismo que se expresan, por ejemplo, con la burla al acento y a los giros idiomáticos. No obstante, estos dan cuenta de un lenguaje incluyente, o simplemente legitiman usos idiomáticos de la otra Colombia.

Esta burla pone en evidencia esa particularidad de la cultura colombiana, la cual es heredera —como tal vez ninguna otra en América Latina— de una combinación entre gramática y poder. Esta mezcla alguna vez sirvió para excluir y humillar al resto de la población, y ahora también sirve para marcar una distancia orgullosa de quienes no gozaron de una educación privilegiada.

A esa dimensión idiomática del asunto, que también sirve para identificar la tensión entre la Colombia urbana, los territorios allende la capital y la región andina, volveremos luego.

Francia conoce las luchas negras, indígenas y campesinas

Por lo pronto centrémonos en el racismo que, en su versión más burda, es el mismo que heredamos de la Colonia. Reproduce la misma pirámide pigmentocrática que nos impusieron, y que todavía funciona para defender con orgullo las gotas de sangre pura que cada miembro de nuestra población cree retener en sus venas.

No obstante, en esa pirámide se yuxtaponen la naturalización del lenguaje discriminatorio de los estratos, lo pigmentocrático y lo clasista. Por eso se puede llamar indio a cualquier pobre de Bogotá y negro a cualquier recién llegado de tierra caliente. Cuando la gente de bien se altera por la llegada masiva de gente de color a su vecindario, o por la súbita presencia de la Minga indígena en la ciudad, bien puede hacerlo por aporofobia o por racismo.

 

El racismo se articula con los sesgos clasistas, machistas y de centralismo que se expresan, por ejemplo, con la burla al acento y a los giros idiomáticos.

 

Ese racismo colonial, por supuesto, perdió sus formas iniciales de expresión. Nuestras élites ya no van al campo de batalla para mantener la esclavitud como lo hicieron, por ejemplo, Sergio Arboleda y Julio Arboleda en 1851. La esclavitud desapareció como institución social, y no por gracia benévola de José Hilario López, como se lo repiten en los foros a Francia Márquez.

Ella, que más que caucana es nortecaucana, conoce esa historia. Sabe que a los negros de acá nadie les regaló la libertad; sabe que la pelearon en la revolución liberal del medio siglo XIX; sabe que partieron desde los territorios de El Palo y lo que ahora es Puerto Tejada hasta llegar a la capital y sabe que fue una lucha de raigambre cimarrona, palenquera y muy nortecaucana.

Así mismo, conoce la lucha de los pueblos ancestrales en un Cauca, donde los patriarcas payaneses ya no tienen la fuerza para reducir a los indígenas a simples terrazgueros. Que los misak se excedan derribando estatuas, y los nasas se fortalezcan en sus territorios, es apenas un reacomodo inevitable tras el ocaso de ciertos apellidos peninsulares.

Francia Márquez, que conoce esas luchas indígenas, se nutre de todas estas transformaciones. Por eso pudo marchar, acompañada de otras mujeres, desde Suarez hasta Bogotá, para parar el abusivo dragado del Río Ovejas. 150 años y los nortecaucanos siguen en la misma lucha.

Pero ese racismo de raigambre colonial, en otro tiempo sustento de instituciones ahora caducas (la esclavitud, el terrazguero), fue capaz de revestirse con formato científico para justificar la subordinación del indígena, del afro y del mestizo y, en general, de los territorios.

En este revestimiento confluyeron de dos improntas crucialmente determinantes de nuestro —nunca acabado— proceso de nuestra definición como nación: la degradación ‘científica’ de las razas, y la legitimación de una dominación piramidal basada en la altitud sobre el nivel del mar y en el centralismo geográfico.

La degradación ‘científica’ de las razas

Fueron intelectuales de los dos partidos tradicionales los que llevaron a cabo, en las primeras décadas del siglo XX, ese revestimiento científico del viejo racismo. Lo hicieron acopiando teorías que compartían eso que el filósofo Tzvetan Todorov ha llamado racialismo: partir del color de piel y otros rasgos para clasificar a los seres humanos en superiores e inferiores imitando los cánones taxonómicos al uso de la biología de la época.

En un primer momento ese racialismo sirvió para justificar el aniquilamiento de pueblos y etnias en todo el mundo y la esclavitud a escala transcontinental. Y terminó volviéndose contra la propia Europa, primero impulsando científicamente las razones de sus nacionalismos y luego arrojando unas contra otras esas naciones en las dos grandes carnicerías que vivieron en el siglo XX y generando el holocausto judío.

A América Latina nos llegó también esa onda cientifista del racismo y en Colombia sirvió para apuntalar de nuevo esa pirámide pigmentocrática en cuya cúspide seguían aposentadas las mismas élites.

Basta ver las conferencias sobre las razas en Colombia pronunciadas por Miguel Jiménez López, Luis López de Mesa, Calixto Torres Umaña y Jorge Bejarano. Allí, intelectuales con formación de médicos tomaron a su cargo la tarea de explicar, recurriendo al expediente de las razas degeneradas, nuestro atraso como nación.

Sus teorías hicieron desfilar, como ratas de laboratorio, al mestizo y al mulato, pero sobre todo al negro y al indígena. Les contaron sus glóbulos rojos, midieron su temperatura corporal, el ancho de su caja toráxica y la forma de sus pómulos para explicar, a partir de allí, nuestra propensión a la violencia, al consumo de la chicha, la presencia de la sífilis, el alcoholismo y la locura.

Dominación basada en la altitud

Así legitimaron, con nuevos argumentos, los estereotipos sobre el pastuso antipatriota, el costeño perezoso, el negro ladino, el indio indolente, en fin, sobre la chusma irredimible.

Que no nos extrañen sus soluciones al problema, como aquella del intelectual antioqueño, López de Mesa, quien propuso embarazar a las boyacenses y a las huilenses con sangre nórdica (de buena calidad). Su intención era superar, en el primer caso, la descomposición cultural, y, en el segundo, la anemia.

Si bien en Colombia tales teorías no dieron origen a políticas eugenésicas, sí reforzaron la pirámide pigmentocrática heredada de la colonia. Pero también viabilizaron otra tendencia, igualmente incubada en las últimas décadas de la Colonia: la muy nacional pirámide territorial que privilegia, con base en la altitud, la región andina sobre la Orinoquía, la Amazonía, las dos costas y los valles interandinos. Una pirámide centralista que, cercenando más de la mitad del territorio, tenía como cúspide eso que a fines del siglo XIX terminó llamándose a sí misma la Atenas suramericana.

Francia Márquez vicepresidenta
Foto: Facebook: Francia Márquez – Francia Márquez opera como un espejo que la desnuda de cuerpo entero.

 

Este suceso recuerda lo que Freud llamó el narcicismo de las pequeñas diferencias. Este narcicismo hace que un homofóbico pobre pueda creerse todavía mejor que un homosexual, o que una mujer menos humillada por el patriarcalismo pueda humillar, clasistamente, a otra mujer más pobre.

 

Pero esa Atenas suramericana todavía no existía a fines del siglo XVIII, cuando el sabio Caldas trazó las primeras líneas de ese imaginario topográfico de nación. Su idea fue que, sólo después de ciertas yardas sobre el nivel del mar era posible desarrollar la civilización.

Entonces, las tierras bajas son territorios malsanos donde no puede cultivarse el espíritu. Nada bueno podía esperarse de esas tierras lejanas, plagadas de zancudos y serpientes, que en Bogotá todavía llaman tierra caliente. Ese lugar donde habitan negros que perezosamente vegetan en sus hamacas y donde hay mujeres aborígenes con rostros feos y varoniles.

Así, toda la esperanza quedaba depositada en Pasto y Tunja y, especialmente, en Popayán y Bogotá. Esa primera amputación territorial de la nación, escrita antes de que se alcanzara aquí la independencia de la metrópoli española, no habría de encontrar mejor fórmula que la imposición del imaginario de nación que debemos a La Regeneración.

La gente de bien también está oprimida

Si en algo fue exitosa la perspectiva centralista de don Miguel Antonio Caro, fue en convencernos, durante más de un siglo, de que aquí todos éramos blancos, todos éramos varones, todos españoles, todos católicos, apostólicos y romanos, y todos bogotanos. Fiel a su talante reaccionario de hispanista y latinista santafereño, que nunca salió de Bogotá, reforzó una imagen de la Colombia tal y como se puede ver desde el Cerro de Monserrate.

Por eso ahora resulta extraño y amenazante todo lo que tenga sabor extra-andino: las comunidades indígenas, las comunidades afro, el sincretismo religioso de este país mestizo y la riqueza lingüística de las regiones. Esa otredad no puede sino chocar con el buen gusto de la gente de bien, pues amenaza los cimientos que sostienen su poder social, económico y simbólico en este país, el más inequitativo de América Latina.

Se entiende eso de la gente de bien. ¿Pero qué hace una cantante, nacida en Buenaventura, comparando a Francia Márquez con un simio? ¿En qué amenaza la defensa de los derechos de las minorías y del ambiente sus intereses artísticos? Evidentemente aquí se expresa, en buena parte, la polarización de nuestro presente político, que lanza a unos menos oprimidos contras los más oprimidos.

Este suceso recuerda lo que Freud llamó el narcicismo de las pequeñas diferencias. Este narcicismo hace que un homofóbico pobre pueda creerse todavía mejor que un homosexual, o que una mujer menos humillada por el patriarcalismo pueda humillar, clasistamente, a otra mujer más pobre. Que una mestiza pueda sentirse orgullosa de sus gotas de sangre pura y apertrecharse en su piel un poco más clara para humillar a cualquier mujer negra e indígena. Para poner entre ella y ellas una barrera. En fin, el juego macabro de subalternidades que enfrenta a los oprimidos en la base y que no alcanza a cuestionar a quienes están en la cúspide.

Es trágico y cómico a la vez. Una artista venida de la provincia se yergue frente a otra mujer, exhibiendo sus pechos más redondos y su nariz más respingada, llamándola simio. Pero, por lo que es, esa mujer que se supone resultar ofendida, obra como un espejo que desnuda a la otra y la refleja de cuerpo entero. Y entonces las miserias quedan reflejadas de manera inversa.

*Sociólogo y filósofo de la Universidad del Valle. Ph.D. en Filosofía de la Universidad de Indiana, profesor titular de la Universidad del Valle y Líder del Grupo Praxis (Colciencias A1).

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