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Por Daniel Iriarte
Cuando hace dos semanas EEUU anunció sanciones contra las hijas de Vladímir Putin, algunas voces señalaron que no tenía sentido dejar fuera a figuras como Alina Kabaeba, a quien muchos señalan como la amante del presidente ruso o, como mínimo, alguien que se ha beneficiado a lo grande de su cercanía personal con este. Sin embargo, si los estados occidentales quieren ceñirse a la legalidad a la hora de castigar las acciones del Kremlin, lo cierto es que no hay mucho que puedan hacer para imponer restricciones económicas fuera de los nombres de los funcionarios rusos o aquellos cuyas actividades ilícitas o reprobables puedan ser demostradas de forma fehaciente.
Un ejemplo es la carta que el Consejo General del Notariado habría escrito al gobierno español para pedirle que modifique el marco legal para poder tomar medidas reales contra los oligarcas rusos, puesto que con el actualmente vigente solo es posible confiscar las propiedades que estos posean a su nombre, pero no las de sus familiares o testaferros, que son la amplísima mayoría. Incluso si el Ejecutivo accediese a esta petición, las medidas que se adoptarían solo permitirían bloquear transacciones dudosas y operaciones opacas de compraventa entre estos individuos, pero aún entonces congelar los activos de estos propietarios nominales sería una tarea titánica.
Incluso el gobierno ruso utiliza sociedades opacas en paraísos fiscales para dificultad el rastreo de estas posesiones. Como señala Alina Polyakova, una experta del Centro de Análisis de Política Europea de Washington, en un reciente artículo del New York Times sobre esta cuestión, sancionar a Putin es un gesto sobre todo simbólico, porque “para llegar hasta él habría que sancionar al gobierno ruso al completo”, algo que está lejos de ocurrir.
En 2016, la revelación de los Papeles de Panamá mostró que un íntimo amigo de Putin, el violonchelista Sergei Roldugin, es técnicamente una de las personas más ricas del planeta, una fortuna imposible de explicar mediante sus actividades normales, lo que llevó a los investigadores a concluir que en realidad es, casi con certeza, el testaferro del presidente ruso. Pero este razonamiento lógico sirve de poco si no puede demostrar judicialmente, y la realidad es que esto a menudo solo es posible si se produce una filtración de los documentos pertinentes.
La buena noticia es que esto ya ha sucedido en alguna ocasión: esta misma semana, una nueva ronda de los Papeles de Pandora ha hecho pública la existencia de 3.700 sociedades opacas en paraísos fiscales vinculadas a oligarcas rusos, incluyendo a varios amigos cercanos de Putin. Como demuestra esta investigación, los movimientos de capital a través de dichas sociedades han conseguido engañar durante años a las principales autoridades financieras del planeta, incluyendo el Departamento del Tesoro de EEUU.
“Sigue el dinero”, reza el viejo lema del periodismo de investigación. Pero cuando se trata de los líderes de un estado que llevan décadas ocultando en el extranjero las riquezas expoliadas en su país, y que desde la anexión de Crimea en 2014 han contado con un campo de pruebas real a la hora de diseñar estrategias para evadir las sanciones internacionales, es mucho más fácil de decir que de hacer.
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