Que los procesos electorales se constituyan cada dos o cuatro años en la válvula de escape pacífica de todas las frustraciones y depresiones colectivas no es nada nuevo, de hecho, esta es una regla casi general con la que los ciudadanos -en un acto de constricción- intentan resarcir en las urnas sus descalabros políticos. Así llegaron al poder Rafael Correa y Guillermo Lasso. Tampoco es novedad que, por tradición y ausencia endémica del Estado, los ecuatorianos tiendan a hipotecar su futuro al pasado, porque en medio de su dependencia emocional e incluso baja autoestima, la mayoría de la población es adicta a consumir -sin miedo al empacho- lo que provenga de candidatos y gobernantes (nacionales y locales) con patología autoritaria, caudillista y clientelar.
¿Qué quiere el pueblo? Es lo que muchos nos preguntamos. Los resultados de las elecciones del pasado 5 de febrero, en las que el oficialismo perdió las seccionales, la posibilidad de incidir en el CPCCS y todas las preguntas del Referéndum, ratifican la desconexión del régimen de Lasso con los ciudadanos y los anhelos de autoridad de estos últimos frente a un gran vacío de poder y descomposición institucional que se agudizan en veintiún meses de errática gestión presidencial. El epicentro del problema es que la línea de frontera entre la búsqueda de una figura con autoridad y una autoritaria, es tan delgada que los ecuatorianos tienden a perderse en ella y a cruzar de un extremo a otro como si se tratara de un mismo territorio.
Consecuencia de ello y de la profunda raigambre feudal que permea tanto en las conductas ciudadanas como en el quehacer político, y una vez que se hicieron públicos los primeros resultados oficiales preliminares de las elecciones 2023, se reafirma el marasmo existencial de buena parte de nuestra gente, al requerir nuevamente “patrones de hacienda” para que funjan como gobernantes y hagan con el país como a bien tengan, sin importar los recursos que utilicen, aunque esto confirme la dependencia del pueblo al maltrato sistémico y multidimensional, así como su complejo de inferioridad enraizado en una población que responde a la lógica del “pegue patrón”.
El modelo hacendatario de la política está vigente. ¿Ocurrirá esto en las elecciones generales del 2025? ¿Seguirán los ecuatorianos buscando y viendo héroes ficticios donde no los hay? ¿Los resultados de las elecciones seccionales 2023 y del propio referéndum marcan una posible recomposición de los autoritarismos? Lo único cierto hasta el momento es que el actual, es un gobierno de transición devaluado.
Pero hay algo mucho más grave, la sociedad ecuatoriana, en medio de sus trastornos y los dimes y diretes de esta vorágine electoral, ya no se interpela ante la corrupción de la política y sus élites. Es más, tolera a quienes, en medio de discursos demagógicos y memoria selectiva, la reivindica con la salvedad de que sus gestores oferten y hagan obras que se traduzcan en salud y educación de calidad, y trabajo digno. Es decir, en todo lo que hoy en día no existe.
Los ecuatorianos asistimos a un nuevo escenario de alta conflictividad, en donde la democracia y la gobernabilidad penden de un hilo. ¿Cómo frenar el desenlace autoritario que aparentemente se le avecina al Ecuador? Esto dependerá de la capacidad institucional del país y la madurez de la sociedad. Sin embargo, frente a los aires triunfalistas y el ambiente burlesco que impera en varios de los ganadores de la contienda electoral 2023, el peor error que podrían cometer las autoridades electas es ahogarse en el mismo mar de egos e idolatrías del pasado, por sobre las obligaciones que emanan de sus nuevos cargos, pues la democracia no es un cheque en blanco.
* Magíster en Estudios Latinoamericanos, mención Política y Cultura. Licenciado en Comunicación Social. Analista en temas de comunicación y política.
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