De entrada, pido disculpas a mis lectores por tener que recurrir a una historia personal, pero no encuentro una forma más práctica de sustentar mi opinión.
Hace varios años llevé a mi hija de ocho años, Maya, a un tour histórico por el centro de Quito. Bajando la calle Benalcázar, hacia la 24 de Mayo, presenciamos un asalto que nos obligó a refugiarnos en una pequeña tienda. Una vez pasado el susto continuamos con nuestro trayecto. Cuando vi un patrullero estacionado en la esquina de la calle Venezuela, le dije: vamos, allá estaremos más seguros. No, papá –me respondió–: si hay policías es porque hay delincuentes. ¿Te acuerdas que en París jamás vimos un policía en la calle?
La reflexión, tan obvia, me evidenció la absurda naturalización de la idea de seguridad a la que hemos llegado. Suponemos que la mayor presencia policial o militar en el espacio público reduce las amenazas. Pero la militarización de la sociedad es el camino más corto y directo hacia la implantación de un autoritarismo estructural, con todas sus secuelas: corrupción, discrecionalidad, nepotismo… Los países donde se ha implementado esta estrategia se parecen más a gigantescas cárceles asépticas que a sociedades seguras.
Recientemente, el directorio del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social designó a tres exoficiales de la Marina para hacerse cargo del hospital Teodoro Maldonado Carbo. El objetivo, se supone, apunta a blindar a esos funcionarios, por su condición de exmilitares, de los eventuales atentados de las mafias hospitalarias, que ya se cobraron algunas vidas en distintas instituciones de salud.
Es posible que la medida funcione parcialmente en cuanto a protección de los tres funcionarios, pero no resolverá el problema de fondo. Mientras la salud sea un negocio que reproduce las desigualdades sociales, las irregularidades vinculadas a la generación de ganancias particulares en los hospitales del IESS continuarán. Las mafias no soltarán la presa tan fácilmente. Y la sociedad tendrá que admitir un nuevo fracaso de la institucionalidad civil.
El problema de fondo, entonces, no radica en el mayor o menor uso de la fuerza pública, sino en las cualidades de un sistema global que, así como provoca una distribución desigual de la riqueza y los beneficios, también lo hace con los problemas y las anomalías. Lo que en los países ricos es un problema de salud pública (el consumo de drogas), en los países pobres es un problema de violencia criminal (la producción y tráfico y drogas). Con un agravante: en el capitalismo periférico lo único sustentable es la pobreza, con sus clásicas derivaciones: marginalidad y violencia. Por eso la guerra contra el crimen organizado y la inseguridad son una espiral interminable.
Abril 19, 2023
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