Para los perezosos: El presente es un ensayo escrito y visual que indaga los circuitos emocionales y la adversidad de los padres que trabajan en situaciones precarias. Se concluye que ellos, además de ocupar los espacios naturales y urbanos, han aprendido a doblegar los temores por el contacto con elementos más trascendentes. Por medio de un tono intimista, las fotografías incluyen padres de diversas etnias y sus respectivos oficios. De fondo, está latente la incapacidad del estado para proveer mayores oportunidades.
Al fotografiar las calles ecuatorianas, uno se topa frecuentemente con los padres que trabajan a la intemperie. A propósito del Día del Padre, que se conmemoró el pasado 18 de junio, realicé un recorrido por Urbina, Ambato y Quito. Así, registré con la cámara a un inmenso grupo de papás que se valen de distintas herramientas para llevar la comida a la mesa: el agua de coco, los huevitos chilenos, una guitarra, los inciensos o, al pie de una montaña, sostienen, como a un ‘diamante helado’, el hielo que han cortado con sus manos. Arropados por la arquitectura barroca, o las verdes alturas andinas con sus tempestades, o el vaivén del esmog y los vehículos urbanos, están ahí, siempre a la espera de un golpe de suerte.
Mientras iba retratándolos también me interesé por sus historias personales. Increíblemente se explayaron sin reservas; estos padres a la intemperie albergan miles de experiencias para libros aún no escritos. Dicho sea de paso, sus experiencias son secretas solo por el hecho de que entablar una conversación más profunda ya no es tendencia, irremediablemente las inunda el ruido digital o el quemeimportismo cotidiano. De veras, su caos interior, sus dramas llegan al nervio.
Primera parada
Se tiene una certeza al pisar Urbina, un pueblito enclavado en las faldas del Chimborazo: el aire es puro. Aquí, las nubes cremosas se fracturan, transitan, se reúnen de nuevo y de ellas cae un haz tenue que irradia en una especie de luz acartonada en distintas direcciones. Esta es la tierra del ‘último hielero del Ecuador’, Baltazar Ushca. Con casi 80 años mantiene la autoconfianza y fortaleza que, me cuenta, provienen de la conexión que tiene con el entorno, encontró lecciones en los vientos que soplan, en las lluvias que caen y en las piedras. Él, al modo de los filósofos antiguos, aprendió de los movimientos más seguros y constantes de la vida misma. Para sostenerse, Baltazar vende helados de paila, pero se ilumina su semblante cuando habla del Chimborazo, de la aventura de extraer hielo en las alturas.
Segunda parada: betún y viento
Juan Jácome es un betunero reconocido en el centro de Ambato. Frente al Parque Montalvo, tiene su coche rojo, está atento a los clientes desde muy temprano. Su cochecito escarlata llama la atención de los turistas extranjeros que le solicitan fotos y selfies. Además de las contrariedades de no tener un trabajo formal, él menciona, también, a los ‘balazos’ del viento, en sí del clima tan bipolar (seña particular de la Sierra). Viste delantal morado y una gorra, ha domado sus miedos para aguantar la jornada y “conseguir algo para el arriendito”, subraya.
Última estación: la pequeña sociedad de padres y perros callejeros
Jorge Gualoto, betunero, Darwin Noguera, vendedor de Bon-ice, y Rodrigo Quimbita, taxista, son padres que trabajan en las calles del norte y sur capitalinos. Pese a las distancias y trabajos diferentes, comparten el mismo objetivo: “reunir algo para comer y que sus hijos estén bendecidos”.
Asimismo, hay de esos padres que han fortalecido su mente, como Gonzalo Flores, 78 años, vendedor de inciensos en las inmediaciones del Centro Comercial El Recreo. Alrededor de las 3 pm, aún no ha desayunado. A veces consigue cinco dólares con lo cual asegura una merienda para él y sus hijos. Hay momentos en los que se vuelve una misión difícil, pero “hace fú aprendí a borrar el hambre de mi cabeza”, comenta y se coloca una gorra beige. Gonzalo continúa la pesquisa de clientes, cultivando la paciencia y el aguante; él se ha convertido en asceta por la adversidad.
Si uno se inmiscuye, por ejemplo, en la Plaza de San Francisco, y contempla las dinámicas sobre esa alfombra de piedra, descubre que el ‘Atrio de Cantuña’ es a un templo lo que los ángeles emplumados son a los padres laborando a la intemperie. Aflora en su mirada la inocencia, ese levantar de cejas con resignación como diciendo “chuta, hay que levantar vuelo”.
En este escenario, el tiempo y el espacio parecen difuminarse en un solo espejismo, y lo que importa es la pequeña sociedad formada por personas desconocidas y perros callejeros a pocos pasos de los corazones de pan de oro encerrados en las cúpulas de las iglesias. Son pequeños instantes en que la gente consciente o no comparte el sabor a hierba e incertidumbre que componen la ‘ley de la calle’, una ley que dibuja en los ojos de los padres a la intemperie cierta serenidad y vulnerabilidad que, en algunos, estalla en lágrimas de esmog. Ese lapso raro que solo permiten la contemplación y la empatía no debe tomarse como un mal agüero, más bien muestra la agrietada y maleada realidad del país, el desmadre en el cual numerosos padres de 70 o más años están cerca del abismo que es lo mismo que el olvido.
Por otro lado, rasgueos de guitarra detrás de los humos del sahumerio, dan cuerda a pasillos entonados por la firme y suave voz de un cantor y, también, padre que trabaja a la intemperie: “tu ausencia me mata”. Sea con pasillos o tonadas, el carisma y magnetismo de este padre artista invita a varios octogenarios a bailar en la famosa calle García Moreno. La música es una vía de escape, el ambiente adquiere un tono champán y colorado como una mejilla con fiebre que se parece bastante a lo que llamamos esperanza. Otros padres octogenarios, infaltables en esta zona, su guarida recurrente, deambulan en silencio o simplemente están con periódicos en mano.
Retratos de ‘pugilistas’
Rocky (1976), la película en que Sylvester Stallone se volvió una estrella, es una de las primeras analogías que encuentro en común con los sacrificios y vivencias de los padres que ‘viven al día’. ¿Acaso la perseverancia diaria con la que asisten al ring –nevados, calles y veredas–, obviando el miedo de no llenar el plato horas más tarde, no es la esencia vital de un luchador? Por supuesto, se trata de ‘pugilistas’ aventados contra el corazón de la desigualdad, en donde mal que mal alcanzan la victoria de unos pocos dólares… Por sus comentarios, noté que ellos conocen el horror estatal, su insuficiencia en materia humanitaria. A veces, la severidad de la ley oficial fulmina los quioscos invisibles de estos padres, pero ingeniosamente burlan las normas para ejercer el comercio.
Por medio del lente, capturé los gestos de varios padres de familia que viven de negocios informales o del destino que la calle les trae, varían entre señales de aburrimiento, cansancio y alerta. Hay quienes piensan que las fotografías crean sus propios recuerdos y suplantan al pasado. Sin embargo, las imágenes que acompañan este ensayo contienen las emociones que los padres a la intemperie mantenían ocultas. Las historias de estos individuos se entrelazan, son padres que ‘batallan’ en la calle y aceptan el turbión de la vida, sin rendirse.
Hola Sergio, felicitaciones e interesante como describes la cruda realidad de como se vive en nuestro país; pero mi sugerencia sería que tú como investigador social, no quedarnos en la descripción de esta situación, sino al mismo tiempo plantear alternativas de solución para cambiar la misma. Saludos y un abrazo.