Todos los riesgos del mundo

Por Francisco Louça

Sandra Petrovello, ministra argentina de Capital Humano, sea lo que sea lo que quiera decir ese título, declaró solemnemente que cualquier beneficiario de programas sociales que participara en una manifestación esta semana, en protesta contra los anuncios del nuevo presidente Milei, perdería esas ayudas. Intento pensar lo que rondará por la cabeza de los “anarcoliberales” que ganaron la Casa Rosada con el grito de “viva la libertad” (y que me recuerda, culpa mía, esa deliciosa frase del entonces presidente del CDS en un debate con el entonces presidente de Chega, “si un regimiento de caballería desfilase dentro de su cabeza no se cruzaría con una sola idea”, y Milei se parece en esto). ¿Obligará la ministra de Capital Humano a las personas que se manifiestan a pasar por un control policial a la entrada de la manifestación, registrando su identidad? ¿Habrá ciudadanos con luz verde para manifestarse y otros que no puedan, por la superior determinación de la ministra? ¿Se aplicará la simpática motosierra exhibida en campaña a ese derecho elemental a expresar una opinión? ¿Pensarán sus colegas Bolsonaro y Zelensky, que se perfilaron en la toma de posesión, que la receta es universal? La respuesta es afirmativa. Y este es uno de los balances de 2023, sobre el que, ahora que me despido de esta columna, dejo una apreciación.

¿Todo cambiado?

Una de las facetas más iluminadoras del desorden mundial de los últimos años es que todo parece cambiado y, sin embargo, está exactamente en su lugar: los liberales, que se definen únicamente por el proyecto de reducción de impuestos para los más ricos, son proteccionistas (Trump) y autoritarios (Bolsonaro, Milei); transforman a la sociedad en el pandemonio de salve-se quien pueda, como en la vivienda; defienden la liberalización del trabajo y se oponen a la inmigración en el país construido por inmigrantes, Estados Unidos u otros. Son nacionalistas xenófobos e internacionalistas de las finanzas. Así, el liberalismo, la idea dominante de las últimas décadas, colonizó los bancos centrales, asumió el control doctrinal de los Gobiernos y, en la cima de su victoria, se convirtió en la lentejuela de la extrema derecha, al tiempo que absorbe la derecha tradicional en el vórtice y el centro busca acreditarse con recortes sociales, llamándolos perversamente “correcciones contables”.

Liberales represivos, partidarios del mercado libre que son proteccionistas, demócratas exterministas, economía medida por la inversión en armas, así va el régimen. Quiere nuestro destino patrio que nos sobren los más rastreros de los seguidores de este canon, que celebran a la portuguesa que una concesionaria de aeropuertos recupere su inversión en una década y luego se quede 40 años viviendo de los ingresos.

Tambores de guerra

La invasión de Ucrania, realizada en nombre del restablecimiento de las fronteras del imperio zarista, conviene no olvidarlo, aniquiló los planes energéticos de Alemania e impulsó la extensión de la OTAN al centro del continente. Los movimientos gemelos de Putin y Biden anuncian tristemente la sumisión de Europa, su condicionamiento estratégico, y, una vez más, instalan en su territorio los tambores de guerra. La otra guerra, la de Gaza, permitió a Netanyahu, al frente de un Gobierno que sería visto en cualquier país europeo como un ataque de zombies, promover una masacre que solo tiene paralelo con otras matanzas racistas. Así, somos entregados a guerreros del apocalipsis, a misiones de agresión religiosa y a ladrones que hacen de la muerte un trofeo.

Debo añadir, en el doloroso resumen de lo que fue el año que termina, que esta banalización del mal es el caldo de cultivo de la extrema derecha, que no es el resultado de ninguna particularidad cultural o entretenimiento folclórico. En un artículo publicado aquí, utilicé la definición de Foucault sobre los bufones, las personalidades que se evidencian por la obvia incapacidad para ejercer cargos de poder excepto por puro albedrío, a “Ubu Rei”; sigo pensando que es la descripción más adecuada de los personajes que ocupan la escena pública en varios países, siendo Trump el ejemplo más esclarecedor. La ministra Petrovello y Milei, o Netanyahu o Meloni, no son manzanas extravagantes en la cesta política, son lo trivial de esta ola y es lo que explica su éxito. Las finanzas, que rigen el mundo, quieren miedo y los bufones son sus heraldos.

En las elecciones europeas sentiremos el precio de este temor que los alimenta y de las sucesivas concesiones que han sacrificado la vida social para aplacar a la inmensa saga de los bufones. Contaremos los votos que pueden llevar esta ola de xenofobia y racismo social a victorias en Italia, Francia, Países Bajos, Austria, Alemania, y ni siquiera así el centro hará otra cosa que no sea asfixiar la economía y despreciar a sus países para buscar una adaptación a este movimiento. La bufonería, sin embargo, sabe cómo elegir los objetivos y, como es incompetente para una gobernanza hegemónica, sólo puede proceder mediante la cabalgata de los odios: tiene que distraer y aterrorizar, no necesita convencer. No retrocede. Por lo tanto, si alguien piensa que se puede hacer frente al peligro con un régimen ceremonioso basado en un centro que vende los principios que son el pilar de la democracia, pronto saldrá del engaño. La bufonería tiene un programa social: rechazo de la transición energética, choque de generaciones, discriminación de las mujeres o inmigrantes y la bagatela de la violencia, estas son sus normas. Ahí es donde debe ser vencido.

 

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Ecuador-Today, agencia de comunicación.

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