Nunca se sabrá a con absoluta certeza si Francisco Sebastián Barreiro, el hijo de la vicepresidenta de la república, estaba cobrando diezmos, fue víctima de una trampa o fue objeto del típico montaje conspirativo de nuestra política criolla. Habrá que esperar unos días para saber si, además, la trama de corrupción de la que se le acusa se extiende hasta su madre.
Lo único cierto es que Verónica Abad está pasando el trago más amargo del poder. Ese que únicamente se destila a la sombra de los grandes juegos de intereses detrás de la política. Si ella pensó que asistía a un juego de macateta se equivocó de cabo a rabo. El golpe, la jugada o la movida –como quiera denominarse al escándalo que involucra a su hijo– termina por arrinconarla.
Este rato, frente a la opinión ciudadana, el presidente Noboa tienen todos los argumentos a su favor por haber condenado a su compañera de fórmula electoral al ostracismo. Tenerla lejos aparece como una necesidad para la transparencia. No solo eso: a fines de año podrá inventarse cualquier triquiñuela para evitar encargarle el poder cuando se lance a su campaña para la reelección, tal como lo prometió. El pueblo, por obvias razones, le dará la razón.
El episodio de marras nos enfrenta con una dolorosa constatación: cuando el poder político se ejerce de espaldas a la democracia, se convierte en un perverso escenario de intrigas palaciegas, donde ganan los más astutos e inescrupulosos. El que no está bien amarrado al barco, se cae al agua.
¿Qué exige esta lógica para evitar caer en desgracia? Sumisión, complicidad, una ética volátil, cálculo, obsecuencia. Los proyectos de sociedad, para los cuales se supone que está diseñada la política, son sustituidos por objetivos más pedestres e inmediatos. El enriquecimiento personal echando mano de los dineros públicos, por ejemplo, se convierte en la norma. La corrupción termina naturalizada.
La dinámica política, en esas condiciones, justifica la existencia de rabos de paja entre los principales actores. Hasta los enemigos acérrimos terminan cuidándose las espaldas. Es lo que ocurre a propósito de los casos Gran Padrino, Metástasis y Purga. Las acusaciones mutuas entre nebotsistas, correístas y lassistas tienen piola, por si toca retirarlas el momento en que las llamas de la justicia se acercan demasiado. Peor aún cuando todos han compartido la misma cama de las irregularidades.
Verónica Abad nunca entendió en qué se metía. Ni siquiera tuvo un mínimo de inteligencia para procesar las primeras advertencias que le hicieron. El silencio que le impusieron desde el inicio de la campaña electoral, cuando se desbocó con sus exabruptos y sus declaraciones destempladas, era un mensaje suficientemente claro como para afinar la prudencia.
Ahora, las opciones que le quedan se redujeron drásticamente. Probablemente le estén insinuando renunciar a cambio de la libertad de su hijo. En otras palabras, le piden tirarse al agua voluntariamente.
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