La desindustrialización es un subproducto de la financiarización y la falta de un proyecto de país soberano

Entrevista especial con Miguel Bruno y José Luis Febrero

Por Instituto Humanitas Unisinos

Traducción: Decio Machado

Para estos investigadores, la creencia de que el capital privado invertirá en la industrialización a falta de una política macroeconómica que privilegie al sector productivo generador de bienes con valor agregado, es una quimera.

El principio del declive de la industria brasileña se da en la década de 1980 con la primera fase del proceso de financiarización de la economía, momento en que la inversión en activos financieros se vuelve más atractiva que el sector productivo. La concentración bancaria se expande con las ganancias rentistas financieras que convierte al entorno de los negocios en inadecuado para la continuidad del desarrollo industrial del país, afirma el profesor e investigador Miguel Bruno en una entrevista por correo electrónico al Instituto Humanitas Unisinos.

«El problema de la década de 1990 fue la lógica de «equilibrio fiscal» como objetivo principal de la política económica, junto con la creencia de que el sector privado invertiría en la modernización de nuestro parque industrial si se sometía a dinámicas de la competencia internacional», explica José Luis Fevereiro, en una entrevista por correo electrónico con el Instituto Humanitas Unisinos IHU. «La combinación de una burguesía industrial sin un proyecto nacional, tan sólo como proyecto de clase, y un Estado con su capacidad de inversión limitada por supuestos macroeconómicos equivocados ha acelerado la desindustrialización», agrega el economista.

En períodos más recientes, la reprimarización de la economía agravó aún más la cuestión industrial. «El boom de los commodities fue creando una burbuja de crecimiento que desplazó el polo dinámico de la economía al sector primario de las exportaciones, con consecuencias políticas estructurales para el sistema productivo nacional. Tenemos una bancada del agro, ¿pero dónde está la bancada de la industria en nuestro sistema parlamentario?», reflexiona Fevereiro. «Las políticas industriales aisladas no son suficientes, es necesario devolver al Estado la capacidad de hacer política económica activa y pro-crecimiento. Es necesario tener metas de generación de empleo y crecimiento, y no sólo de control sobre la inflación», sugiere Bruno.

Miguel Bruno (Foto: Congreso de Economía de Brasil)

Miguel Antonio Pinho Bruno es doctor en Economía de las Instituciones por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS) de París y doctor en Economía por el Instituto de Economía de la Universidad Federal de Rio de Janeiro. También es profesor e investigador de la Escuela Nacional de Estadística del IBGE, de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Estatal de Rio de Janeiro y de Mackenzie Río.

José Luis Fevereiro (Foto: Archivo Personal)

José Luis Fevereiro es economista egresado de la Universidad Federal de Rio de Janeiro. Miembro de la dirección nacional del PSOL desde 2007 y fue secretario general del PT en la ciudad de Rio de Janeiro (1987-1988), donde presidió el partido durante los años 1988 y 1989. También ejercició como secretario general del PT estatal entre 1989 y 1993, siendo miembro de su dirección nacional entre 1990 y 1995 y de su ejecutiva nacional de 1993 a 1995.

Entrevista

Brasil vive desde la década de 1980 un proceso continuo de desindustrialización. En el ámbito del discurso político, esto coincide con la modificación de la llamada «política de sustitución de importaciones» por la expresión «política industrial». ¿Qué significa esto y cómo impacta hasta la fecha este giro neoliberal desarrollado en el país?

MB: La recesión de 1981, causada por el propio gobierno, inaugura la entrada de la economía brasileña en un largo período de dificultades macroeconómicas y estructurales. El década de 1980 vino marcada por la tendencia al estancamiento del PIB y de la renta nacional, la elevada inflación inercial y la crisis de la deuda externa como resultado del abrupto aumento de las tasas de interés internacionales. En este contexto, el Estado brasileño abandona su rol como promotor fundamental de un desarrollo nacional basado en la acumulación industrial, lo cual se impulsaba en base a una política de sustitución de importaciones. A esto hay que añadir que fue en la década de 1980 cuando se produjo la primera fase del proceso de financiarización de la economía brasileña, la cual estuvo basada en las llamadas ganancias inflacionistas y el «circuito financiero». La concentración bancaria se expande con ganancias rentistas financieras y hace que el entorno empresarial se convierta en poco propicio para la continuidad del desarrollo industrial del país. La demanda agregada se redujo considerablemente, lo que llevó a una caída de la inversión industrial y al comienzo de la desindustrialización.

El recetario neoliberal no defiende la aplicación de las políticas industriales, especialmente aquellas relacionadas con el modelo de sustitución de importaciones, ya que implican proteccionismo comercial y control de capital. Bajo la presión de los organismos internacionales controlados desde Estados Unidos, Brasil se adhirió acríticamente a las políticas neoliberales de recorte del gasto social e inversión pública, abriendo su economía sin una estrategia nacional y soberana de desarrollo. En este sentido, aceptando irreflexivamente las políticas del consenso de Washington como única forma de adhesión a los mercados globales del comercio y de flujos de capital, el gobierno brasileño pierde, en la década de 1990, una oportunidad única para reinsertar al país en la economía internacional como exportador de productos con mayor intensidad tecnológica y complejidad económica, tal y como lo hicieron Japón, los Tigres Asiáticos y en estos momentos China.

El resultado de esto es visible en la agenda actual de las exportaciones brasileñas, donde los productos primarios representan más del 70%. Se trata de un retorno al pasado, a la exportación primaria que marcó las lógicas de la era colonial, imperial y de la Primera República brasileña. Esta última se conoció en la literatura de la Historia Económica Brasileña como la «república de los cafeteros», pero en la actualidad bien podría denominarse como la «república de los banqueros y del agronegocio». En ambos períodos de la historia brasileña encontramos un Estado nacional capturado y subordinado a los intereses de estos sectores, en detrimento de otros espacios de la economía, en particular, del sector industrial. La desindustrialización es un subproducto de esta captura del Estado que se manifiesta en ausencia de políticas industriales, pero sobre todo ante la carencia de un auténtico proyecto soberano de nación.

JLF: El proceso de industrialización de Brasil ha sido siempre impulsado desde el Estado. El ciclo de sustitución de importaciones tuvo su fin a finales de la década de 1980. Ese diagnóstico era correcto, pero el problema no radicaba ahí. El problema de la década de 1990 fue la lógica del «equilibrio fiscal» como principal objetivo de la política económica, junto con la creencia de que el sector privado invertiría en la modernización de nuestro parque industrial si se sometía a dinámicas de competencia internacional. La combinación de una burguesía industrial sin proyecto nacional, sólo como proyecto de clase, y un estado con su capacidad de inversión limitada por supuestos macroeconómicos equivocados aceleraron la desindustrialización.

En 1995, Fernando Henrique Cardoso nos dejó una de sus frases más famosas: «La era de Vargas se ha acabado». Esta sentencia implicó enterrar en cal viva a la industria estatal del Brasil y encarnó la idea de que el Estado debía ser regulador y supervisor, pero no inversor. Mirando hoy el contexto industrial en perspectiva, ¿cuánto de acertado y erróneo tuvo esa política?

MB: En primer lugar, es necesario situar esta política de superación de la «era Vargas» como una estrategia que partió del centro hegemónico (EEUU y aliados) con el fin de alinear a Brasil con sus intereses geopolíticos y geoeconómicos. ¿Qué motivos tendrían para admitir un Brasil totalmente industrializado, competitivo y desarrollado en América Latina, ya que dicho estatus implicaría -a la postre- compartir el poder político y la influencia en una región que siempre han considerado como su «patio trasero»? El hecho histórico y lamentable es que el gobierno de la FHC se caracterizó por su sumisión acrítica a las imposiciones de Washington, iniciando los procesos de desmantelamiento del Estado nacional a partir de la entrega -a precio de saldo- de las empresas estatales estratégicas fundamentales para el desarrollo brasileño.

Desde el punto de vista estructural, este error incluye una fuerte caída en la participación de la industria manufacturera en el PIB nacional, con el consiguiente avance de la reprimarización de la economía y el sector de los servicios de baja sofisticación. No es de extrañar que las ganancias de productividad de la economía brasileña pasasen a ser muy bajas en comparación a nuestras necesidades de desarrollo.

De 1981 a 2022, la tasa media de crecimiento de la productividad laboral se situó en el 0,1% y la desindustrialización en curso fue el principal responsable, ya que el sector primario y el sector servicios son obviamente incapaces de aumentar dicho indicador económico. Se observa entonces que la tasa promedio de crecimiento económico del período de desarrollo, basado en la política de sustitución de importaciones, fue de 7.5% a.a. entre 1947 y 1980, pero desde 1981 la economía brasileña se mantiene en torno a tan sólo el 2,2% a.a., según datos del IBGE. Hablamos de una tasa de crecimiento económico en realidad muy baja para un país todavía de ingresos medios, con disparidades estructurales regionales y enormes desigualdades sociales.

Sobre lo que sí funcionó, podemos mencionar el éxito del Plan Real en el control de la inflación inercial, aunque con un alto costo financiero para la población y para las empresas del sector productivo, ya que la alta inflación ha sido reemplazada por tasas de interés usureras que encarecen en demasía la oferta de crédito para empresas y consumidores. Por si fuera poco, el régimen de metas de inflación del Banco Central de Brasil todavía proporciona un argumento tecnicista para justificar el control inflacionario con aumentos de intereres sobre la deuda pública interna y con una política fiscal constreñida por el actual ajuste del gasto (marco fiscal del tercer gobierno de Lula) que sustituyó al anterior techo fijo formulado en el gobierno de Temer.

En resumen, la experiencia histórica de los países que se han desarrollado demuestra que todos estos utilizaron sus propios estados nacionales como instrumento para crecer y acumular riqueza, entendida como capital industrial, científico y tecnológico. Para convencerte de esto, basta con reconocer que los mercados y el sector privado no tienen objetivos sociales y el desarrollo nacional ex ante. Las empresas no están dispuestas a generar empleo, pagar salarios e impuestos para desarrollar un país, sino para generar los beneficios oportunos a sus propietarios y accionistas. Los impactos sociales y de desarrollo ocurren ex post, es decir, como efectos secundarios, como externalidades positivas, dirían los economistas.

Así las cosas, sólo el Estado puede y debe tener objetivos estratégicos tanto para el desarrollo económico como para la mejora sostenida de las condiciones de vida de sus poblaciones. En consecuencia, no se debe exigir ni esperar de los mercados y del sector privado lo que no son capaces de ofrecer en economìa, porque está fuera de sus objetivos comerciales. Suponerse que el Estado debe limitarse a mantener las instituciones de seguridad pública y el derecho de propiedad no es sólo un argumento ideológico y descabellado, es ingenuo… porque está completamente disociado de la historia real de los países económicamente avanzados antes mencionados.

JLF: El error está en que sin el Estado, Brasil se quedó fuera de los nuevos sectores de vanguardia de la industria. En las décadas de 1940 a 1970, el Estado brasileño cumplió el papel de establecer un sector industrial básico que el sector privado no estaba dispuesto a ofrecer. En la década de 1990, sin el Estado, ya no había nadie para hacerlo. Tecnología de la información, semiconductores, química avanzada, biotecnología, industria farmacéutica…, de todo esto Brasil quedó fuera. El boom de los commodities creó una burbuja de crecimiento, desplazando el polo dinámico de la economía al sector primario de las exportaciones, con consecuencias políticas estructurales para la estructura productiva nacional. Tenemos una bancada del agro, pero ¿dónde está la bancada da indústria en el parlamento brasileño?

¿Cómo superar en la actualidad la encrucijada de la desindustrialización en Brasil? ¿Si no lo superamos, adónde vamos?

MB: Para superar la desindustrialización en ritmo rápido en Brasil, es necesario considerar el actual proceso de financiarización de la economía y la forma de inserción internacional subordinada a los intereses del capital rentista a corto plazo, la división del trabajo y la producción impuestas por el hegemon: los EEUU y sus aliados internacionales que, lamentablemente, tienen aliados internos que se benefician del modelo económico impuesto y de las políticas neoliberales que se articulan estructuralmente a estas.

Las políticas industriales aisladas no son suficientes, es necesario que el Estado retome su capacidad de hacer política económica activa con foco en el crecimiento económico. Es necesario tener metas enfocadas a generar empleo y crecimiento, no solo destinadas al control de la inflación.

El Estado brasileño ha perdido el control de la política monetaria, que quedó completamente bajo las decisiones unilaterales de un Banco Central monetarista de criterio neoliberal, convertido institucionalmente en un ente autónomo, el cual fija las tasas de interés sin consenso con el gobierno electo y sin contemplar las necesidades del desarrollo nacional. Para completar el grado de captura y sumisión a los mercados financieros y a las élites rentistas que poseen bancos, el actual gobierno de Lula se ha autoimpuesto reducir su control sobre la política fiscal.

El nuevo régimen fiscal del ministro Haddad es un techo ajustable del gasto primario que se basa en un enfoque erróneo, todo ello desde una visión pre-keynesiana de la gestión de las finanzas públicas. Sin duda perjudicará al gobierno en las próximas elecciones por el bajo desempeño macroeconómico que presentará el país. En lugar de utilizar la política fiscal, los aumentos en el gasto público y la inversión pública para acelerar el crecimiento económico, el gobierno espera que aumentar la recaudación fiscal al sector privado -con base a un supuesto crecimiento económico por venir- para aumentar su gasto social y de inversión. Es decir, olvida que el Estado tiene que gastar antes de recaudar, lo que deriva del principio keynesiano de «demanda efectiva», dejado de lado para complacer a los sectores rentistas de la economía: cada gasto crea un ingreso de la misma cantidad que necesariamente cruzará la cadena de impuestos gubernamentales aumentando la recaudación.

En definitiva, estos criterios realmente pertinentes de teoría macroeconómica simplemente quedán descartados a expensas de la industria y otros sectores productivos. En la práctica, es la validez de una macroeconomía anti-desarrollo la que somete al Estado nacional brasileño y mantiene al país en la trampa de la renta media, inmerso en un modelo económico neoliberal y dependiente. Esto último, ahora, bajo una nueva gestión del PT que la legitima a cambio de estrechos márgenes de gobernanza y la renuncia a cualquier intento de construir una verdadera estrategia nacional y soberana de desarrollo.

JLF: No soy optimista. Sabemos lo que hay que hacer, se señala a algunos sectores en los que Brasil tiene ventajas comparativas para ser un actor internacional importante, como la industria farmacéutica, pero con la capacidad de inversión pública limitada por la estructura de techos fiscales y por una correlación de fuerzas absolutamente desfavorable a la reanudación de un papel del sector público en el área productiva, el camino está bloqueado.

¿Quieres añadir algo más?

MB: Con el mantenimiento de este modelo económico que beneficia sólo al sector financiero y al exportador de materias primas, la estrategia de neoindustrialización del ministro Alckmin tenderá al fracaso. Para tener éxito, es necesario que el Estado nacional recupere su autonomía decisoria sobre las políticas fiscales y monetarias para que el entorno macroeconómico vuelva a ser propicio a la inversión industrial y a las innovaciones científicas y tecnológicas. Un ejemplo emblemático son los niveles en los que se encuentran las tasas de interés reales tanto para la financiación del consumo como para la inversión de las empresas productivas, a pesar de las pequeñas reducciones de la tasa básica Selic. En vista de ello, podemos considerar que el Brasil hoy en día no tiene un modelo de desarrollo auténtico, sino un modelo de maximización de rentas financieras y de los beneficios de la agroindustria y de los productores y/o exportadores de otros commodities metálicos y energéticos.

 

 

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