La oligarquía guayaquileña nunca ha renunciado a su imaginario secesionista. Lo desempolva cada cierto tiempo, entre otros objetivos, para evitar su fosilización. Y, coincidentemente, lo hace cada vez que el raquítico Estado unitario nacional entra en crisis.
Hoy le tocó el turno al Municipio de Guayaquil; acaba de inventarse una figura histórica inexistente: la República de Guayaquil. Para ello, el cabildo porteño no ha tenido el más mínimo empacho en transformar una serie de anécdotas locales en acontecimientos históricos importantes.
Que a un tramo de la calle 10 de Agosto ahora le designen como el pomposo nombre de República de Guayaquil no es casual. Es la superposición forzada y ramplona de una ficción pueblerina sobre un hecho fundamental de la historia nacional. Precisamente, sobre lo que se conoce como el primer grito de independencia, un referente continental que abrió las puertas a las futuras guerras revolucionarias en contra del imperio español.
Detrás de la decisión del Concejo Cantonal de Guayaquil subsiste la arraigada grandilocuencia entomológica de nuestras élites criollas. El canto del grillo escuchado como rugido de león. Creen que la retórica política es suficiente para magnificar ciertos hechos y alterar la realidad. Ser pequeño entre los pequeños es considerado una virtud, no una limitación.
Al parecer, los ediles que aprobaron la resolución de marras no les entran a los textos de Historia. Si lo hicieran se enterarían de que la formación de las repúblicas en América Latina no tiene nada de grandiosa. En la mayoría de los casos, caudillos codiciosos e ignorantes terminaron definiendo formas jurídicas y límites territoriales no solo absurdos, sino trágicos. La fragmentación del continente está, en gran medida, en el origen de nuestra subordinación geopolítica actual. Eso lo entendieron astuta y pragmáticamente las grandes potencias de inicios del siglo XIX, especialmente los Estados Unidos. De ahí en adelante todo condujo a la inviabilidad unitaria que hasta ahora nos perjudica como región.
Republiquetas, repúblicas de opereta o repúblicas bananeras son, entre otros, algunos de los apelativos despectivos con los que nos encasillaron desde los poderes mundiales. Razón no les faltó. Sin embargo, en medio de la parodia que significó nuestra constitución como repúblicas, nos enseñaron a enorgullecernos solo del título. Poco importan las vergonzosas desigualdades sociales, el caos institucional, la deficiencia democrática y todas las demás taras que nos impiden constituirnos en Estados serios, soberanos y modernos. Somos repúblicas, nos sentimos repúblicas, nos califican de repúblicas, y con eso nos sentimos patéticamente satisfechos.
Hoy, un grupo de concejales ha decidido añadir una nomenclatura más a esta extensa lista de procesos fallidos. Como si con eso pudiéramos superar nuestros delirios republicanos.
Mayo 21, 2024
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