Hay sentidos de la oportunidad que pueden ser devastadores para la democracia o para los derechos de la gente. Por ejemplo, aquellos negocios que montan ciertos grupos empresariales aprovechándose del colapso de un servicio público. Y todo legitimado bajo un tramposo discurso del interés general.
Es lo que va a ocurrir con la generación de energía eléctrica en el país, un servicio que, por su naturaleza, debería ser tan amplio, universal y accesible como el aire que respiramos. ¿Quién con dos dedos de frente puede oponerse a que la electricidad llegue hasta el último hogar ecuatoriano? Pues ese argumento es el que están esgrimiendo esos grupos para justificar la privatización del servicio. Si el Estado no es capaz, nosotros sí podemos hacerlo, proclaman a los cuatro vientos.
Además de asegurarse un jugoso negocio directo, apuntan a garantizar la provisión de electricidad para sus actividades productivas. Y le dejan al Estado el hueso del suministro no rentable.
Habrá que ver hasta qué punto la ineptitud y la negligencia de los últimos 15 gobiernos (en concreto, desde que terminó la dictadura militar de Rodríguez Lara) han sido deliberadas. No sería de sorprenderse. El tema es que a esa desidia sistemática hoy se añade un fenómeno climático que puede terminar paralizando al país. Pero a pesar de la urgencia, las élites económicas no ven más allá de sus intereses particulares. Poco les importa la catástrofe nacional.
Es cierto que el Estado ha demostrado una ineficiencia crónica en la planificación de la producción sostenible de energía eléctrica. Pero el Estado no es un ser anodino, anónimo, amorfo e inmaterial al cual endosarle responsabilidades. El Estado es administrado por gobiernos reales y tangibles, por funcionarios de carne y hueso con nombre y apellido, por burocracias que también saben bailar al son de los intereses privados. Existen complicidades históricas y estructurales, y no solo las célebres puertas giratorias, ese mecanismo perverso que permite que altos funcionarios públicos y empresarios roten entre ambas esferas, es decir, entre el Estado y el sector privado. Van y vuelven en función de agendas y negocios particulares. Es una vieja y reiterada estrategia.
En ese sentido, que ciertos empresarios estigmaticen al sector público por su incapacidad para cumplir con sus obligaciones es un acto de hipocresía. No solo eso: es un acto de cinismo. Porque se han pasado toda la vida incidiendo en la inoperancia del sector público, ya sea de manera directa o por medio de sus operadores políticos. La corrupción, por citar una de las peores taras institucionales, no funciona sin la influencia ni la complicidad del sector privado. Al igual que la ineptitud estatal.
Octubre 14, 2024
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