
El triunfo de Donald Trump puede ser analizado desde distintas lecturas. Todas negativas.
Empecemos por el fracaso de la institucionalidad. Que un personaje procesado por felonía, fraude tributario y apropiación indebida de documentos reservados haya llegado a la presidencia de un país es una completa aberración. Trump no solo se ha pasado las leyes por el forro, sino que ha hecho gala de ello. Es más, utilizó estas irregularidades como insumo marquetero para la campaña electoral. Que más de la mitad de la población de ese país haya votado por alguien que se enorgullece de violar la ley debería ponerle los pelos de punta a medio mundo.
No solo el triunfo, sino la propia candidatura de Trump, contrarían los principios políticos, jurídicos y sobre todo éticos de una república. De cualquier república que se asiente sobre la norma universal de que nadie está por encima de la ley. Y menos aún alguien que va a ocupar un cargo público de tanta relevancia.
El ideal humanista sobre el que se erigió la modernidad también fracasó el pasado 5 de noviembre. La mayoría del pueblo de los Estados Unidos decidió enclaustrarse tras los muros del supremacismo blanco, ese argumento xenófobo y racista que Donald Trump y sus más fervientes partidarios no dudaron en utilizar como insignia. La intransigencia represiva, autoritaria y belicista con contra de la migración extranjera terminó imponiéndose como condición para asegurar un modelo de dominación basado en la hegemonía racial. En el fondo, se trata de un retorno a la época colonial.
Un tercer fracaso se refiere al ideal de la progresividad de los derechos, una aspiración que, mal que bien, ha marcado la evolución de las sociedades desde hace dos siglos. Ha sido, además, un referente fundamental para las nuevas luchas sociales en las últimas décadas. Las posturas en contra del derecho al aborto, a la universalidad de la salud y la educación, o a la defensa del medio ambiente, por citar únicamente las más sonadas, salen victoriosas en contra de la lógica más elemental. Que los latinos y los pobres hayan votado por Trump es una anomalía que tendrá que ser seriamente estudiada desde la psicología, la sociología o las ciencias políticas. No estamos frente a una aparente falta de conciencia social, sino a la extrema patologización del individualismo.
En síntesis, el viejo modelo liberal sobre el cual se construyó el capitalismo muestra signos de agotamiento irreversibles. El descalabro de la democracia no solo afecta a los Estados Unidos como potencia imperial, sino al sistema capitalista en su conjunto. En todas partes, el desencanto ciudadano con la política oscila entre la abulia o la indiferencia generales y la incoherencia existencial. Esta última posibilitó el triunfo republicano. El pueblo de los Estados Unidos ha optado por una autoflagelación peligrosamente cercana al suicidio.
Noviembre 6, 2024
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