
Jair Bolsonaro está ahora a la espera de juicio acusado de planear un golpe de Estado, privando al bloque de extrema derecha de Brasil de su cabeza visible. Sin embargo, con las elecciones presidenciales previstas para el año que viene, la izquierda brasileña aún no encontró un candidato que pueda igualar el atractivo popular de Lula.
Por Olavo Passos de Souza / Jacobinlat
Habiendo transcurrido ya más de la mitad del tercer mandato del presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, la nación más grande de Sudamérica sufre una nueva crisis de liderazgo. El índice de aprobación del otrora amado líder político alcanzó el punto más bajo de sus muchos años en la presidencia.
Según una encuesta de febrero de Datafolha, uno de los servicios de sondeos más fiables de Brasil, el 24% aprobaba al gobierno, el 41% lo desaprobaba y el 32% lo encontraba «regular». Con otros sondeos que arrojan resultados similares, el panorama que se está formando es el de un declive constante pero pronunciado del titán de la izquierda latinoamericana.
Tras agotar su luna de miel con relativamente pocos logros políticos de alto perfil a los que aferrarse, Lula enfrenta ahora la misma creciente insatisfacción que afectó a todos los presidentes brasileños que lo sucedieron en el cargo desde su salida en 2010.
La creciente polarización política entre la izquierda y la extrema derecha, un Congreso históricamente poderoso y conservador, y la incapacidad de atraer a una nueva generación de trabajadores son sólo algunas de las principales razones por las que muchos brasileños consideran que Lula y su Gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) se están tambaleando.
Peor aún, Lula y (en mayor medida) el PT deben asumir lo que hasta el momento es un fracaso en lo que hace a la construcción de un sucesor para la izquierda brasileña. Con las elecciones de 2026 cada vez más cerca y un creciente deseo popular de cambio, las perspectivas de que un presidente de izquierda sea elegido para un nuevo mandato parecen escasas.
Del consenso a la crisis
Los tres últimos presidentes brasileños dejaron el cargo con altos índices de desaprobación. Por lo demás, la centroizquierdista Dilma Rousseff, el neoliberal Michel Temer y el ultraderechista Jair Bolsonaro tenían muy poco en común y hubo muchos factores específicos que explican el fracaso de sus respectivas presidencias. En conjunto, sin embargo, sus trayectorias son representativas de la inestabilidad de la década de 2010, continuación de un período político más tranquilo durante el cual Lula ejerció sus dos primeros mandatos.
Cuando Lula abandonó el poder en 2010, tras haber gobernado durante ocho años, dejó tras de sí un legado increíblemente popular. Una encuesta registró un índice de aprobación de su gobierno del 87%. A todas luces, Lula era uno de los políticos más populares del planeta (título con el que Barack Obama se referiría a él en el transcurso de una reunión del G20).
Esto no quiere decir que Lula gobernara sin oposición ni críticas. El enfoque izquierdista del PT, centrado principalmente en la lucha contra la pobreza y el desarrollo de programas sociales, provocó la ira de la élite tradicional y de muchos miembros de la clase media.
Estos sectores no se sentían representados por Lula, antiguo obrero de una región pobre de Brasil, que nunca fue a la universidad y que hablaba en términos sencillos y coloquiales. Lula no era, sencillamente, el tipo de figura que tradicionalmente se asociaba a la presidencia brasileña, hasta entonces reservada a los vástagos de las dinastías políticas, a los iniciados en la política a largo plazo o (durante un tiempo) a algunos generales engreídos.
El escándalo del «Mensalão» de 2005 supuso una sacudida para el gobierno de Lula y el PT, y situó la corrupción en el primer plano del discurso político. Esto se debió en gran parte a los esfuerzos de la poderosa corporación de noticias Globo, cuya agenda neoliberal y de oposición a Lula inspiraron la cobertura negativa de esta etapa en el poder.
A pesar de esa oposición, el raro don de Lula para formar coaliciones y negociar le permitió construir una amplia base de apoyo en el Congreso. Esto hizo posible la aprobación de leyes históricas como Bolsa Família y Fome Zero, que sacaron a millones de personas de la pobreza y ampliaron considerablemente los sectores educativo y sanitario. Lula logró todo esto al tiempo que encabezaba un auge económico histórico e impulsaba la posición internacional de Brasil mediante acuerdos diplomáticos y económicos.
Lula también gobernó durante una época en la que el panorama político de Brasil se caracterizaba por el civismo y la estabilidad, un claro contraste con los últimos años. Los dos principales partidos políticos que competían por la presidencia eran el PT, de centro-izquierda, y el Partido Socialdemócrata, neoliberal y de centro-derecha. Aunque estos partidos se oponían a las políticas del otro en muchos frentes, ambos estaban más o menos de acuerdo en que Brasil debería estar en camino de convertirse en una república más igualitaria y económicamente robusta con instituciones democráticas fuertes.
El ascenso de Bolsonaro
Este consenso se hizo añicos tras la salida de Lula. Dilma Rousseff, aliada del ex presidente durante mucho tiempo y su sucesora elegida a dedo, ocupó el cargo durante una época de crecientes escándalos de corrupción y de desaceleración económica, coincidiendo con el auge de las redes sociales como herramienta de movilización política.
Esto coincidió con las Jornadas de Junho, una oleada sin precedentes de protestas a gran escala que exigían reformas políticas y fiscales, pero que representaban sobre todo el deseo de un cambio más rápido en la sociedad brasileña. Aunque Dilma intentó responder a las protestas prometiendo una nueva forma de hacer política, su difícil relación con el Congreso se interpuso en el camino de cualquier cambio real en el arraigado sistema político brasileño.
Al carecer de la capacidad de Lula para formar alianzas y tener que apaciguar las crecientes demandas de reforma y de mano dura contra la corrupción, Dilma chocó frecuentemente con el Congreso. Tras una reelección por escaso margen en 2014, los líderes del Congreso se movilizaron para destituirla en 2016. La derecha lo consideró como una gran victoria, mientras que la izquierda lo vio como un golpe blando.
El sucesor de Dilma, el vicepresidente Michel Temer, era un conservador que inmediatamente empezó a aplicar medidas de austeridad. La izquierda despreció a Temer por considerarlo un usurpador antidemocrático, mientras que la derecha lo percibía como otro político del establishment. Su índice de aprobación pública llegó a ser del 7% en algunas encuestas. Sin embargo, a pesar de los llamamientos generalizados a su dimisión, la buena relación de Temer con el Congreso le permitió mantenerse a flote hasta el siguiente ciclo electoral.
En 2018, el panorama político distaba mucho de la pujante y estable década de 2000. La derecha brasileña llevaba años minando la popularidad del PT, mientras que sus propias fuerzas se radicalizaban cada vez más. La instrumentalización de la lucha contra la corrupción para atacar a la izquierda, como en el caso de la ahora tristemente célebre Operación Lava Jato, ayudó a encarcelar a Lula por cargos que posteriormente fueron anulados por el Tribunal Supremo Federal de Brasil.
Sin embargo, el daño ya estaba hecho. La popularidad del PT se había hundido y Lula no podía presentarse a las elecciones de 2018. Así, las elecciones presidenciales de ese año se saldaron con una victoria decisiva del hasta entonces marginal candidato de extrema derecha Jair Bolsonaro.
Bolsonaro ya era impopular al comenzar su presidencia, un problema que exacerbó al tratar de desmantelar las instituciones gubernamentales, llevar adelante una respuesta negligente a la pandemia del COVID-19 y encabezar una administración generalmente caótica. Las grandes protestas públicas, poco frecuentes en la década de 2000, eran ya cotidianas en las grandes ciudades.
Lula volvió a la carga y derrotó a Bolsonaro por un estrecho margen en las elecciones de 2022. Paradójicamente, Lula seguía siendo el político más popular de Brasil, al tiempo que era la figura de un partido ahora ampliamente impopular. Pero su vuelta al poder no trajo consigo el resurgimiento del consenso de la década de 2000.
Aunque Lula disfrutó de un prolongado periodo de luna de miel, durante el cual sus promesas de vuelta a la normalidad de los años 2000 y de defensa de la democracia le granjearon mucha buena fe, la incapacidad del presidente para curar el malestar general de la última década dañó seriamente su popularidad. No tiene un nuevo Bolsa Familia o Fome Zero para mostrar sus esfuerzos. En una era de noticias y distracciones constantes, una ley tendría que ser tan monumental como esas reformas para tener un impacto en la percepción de los votantes.
Una sociedad diferente
Una de las grandes dificultades a las que se ha enfrentado Lula es la de encontrar la forma de atraer a la nueva generación de brasileños de clase trabajadora, que difiere de la base que cultivó como importante líder sindical durante los años setenta y ochenta. Durante años, Lula y el PT apelaron a la clase trabajadora con promesas de reforma, incluidos programas sociales y mayores derechos para los trabajadores. Esto funcionó bien como mensaje para trabajadores de las fábricas y empleadas domésticas con un desarrollado sentido de conciencia de clase.
Sin embargo, ahora deben enfrentarse a un panorama social transformado, lleno de supuestos «emprendedores» de la economía de plataformas que consideran que «clase trabajadora» es un término peyorativo. Para este sector, las ideas promovidas por la derecha brasileña sobre los hombres hechos a sí mismos y el achicamiento del Estado —con «más libertad y menos impuestos»— resultan más atractivas que el discurso tradicional del PT.
Las promesas de mejores condiciones de trabajo tienen un atractivo limitado para personas a las que les gusta pensar que son sus propios jefes, pasando de trabajos de reparto a las aplicaciones de viajes compartidos. En la sociedad brasileña se extendió como un reguero de pólvora una cultura individualista de «life coach», alimentada en gran parte por una vasta red de influencers de derecha en las redes sociales, sitios de noticias conservadores y políticos de extrema derecha que crean una imagen distorsionada de la situación en la que se encuentra el país.
En tanto los enlaces compartidos por redes sociales son la principal fuente de noticias para gran parte de la población, se produce generaliza este fenómeno de visión de túnel. Si se analiza la economía como ejemplo, se verá que Brasil experimentó una tasa de crecimiento superior a la esperada durante el gobierno de Lula. Sin embargo, la mayoría de los brasileños simplemente no lo perciben. Es omnipresente la idea de que la economía bajo Lula está en mal estado o incluso que colapsó, esencialmente por culpa de una corrupción catastrófica, algo que mucha gente asocia con Lula, el PT y la izquierda en general.
Las consecuencias de este enfoque sesgado se dejaron sentir recientemente cuando el Gobierno intentó implantar una regulación estándar para el sistema brasileño de pago instantáneo (Pix), un método de pago digital extremadamente popular para pequeñas y microtransacciones que forma parte de la vida cotidiana en Brasil desde su introducción en 2020. Cuando en redes sociales empezaron a circular rumores de que el Gobierno de Lula iba a gravar fuertemente las transacciones con Pix o incluso a prohibir el sistema por completo, se produjo una gran reacción pública.
En realidad, nunca existieron tales planes, ya que el gobierno simplemente quería identificar las grandes transacciones de dinero para evitar abusos criminales del sistema. Pero la oleada de noticias falsas dañó gravemente la imagen del gobierno, incapaz de disipar los rumores a tiempo. Finalmente, el Tesoro dio marcha atrás con la regulación, dando la impresión de que la infundada reacción pública había salvado a Pix, echando así más leña a la máquina de desinformación.
En resumen, no es sólo la falta de grandes leyes o reformas lo que está perjudicando a Lula y al PT. Es también la incapacidad de comunicar sus victorias a la población y de defenderse de una oposición implacable, que no tiene ningún compromiso con la verdad y que ha secuestrado los intereses de tantos trabajadores de la economía de plataformas.
La búsqueda de un sucesor
El PT comenzó su recorrido como una amplia coalición de corrientes de izquierda, desde marxistas revolucionarias hasta cristianas progresistas y socialdemócratas, cuyo objetivo era establecer a la izquierda como una fuerza poderosa para el cambio institucional. Con el paso de los años, el partido fue perdiendo diversidad y el papel de Lula fue reforzándose a expensas de figuras alternativas.
Cuando Lula dejó el poder en 2010, su sucesora, Dilma Rousseff, se apoyó en la popularidad heredada y en las reformas que se habían llevado a cabo en la gestión anterior. Pero su campaña de reelección en 2014 fue mucho más dura. En 2018, la opinión generalizada era que el regreso de Lula era la única forma de lograr otra victoria de la izquierda. Cuando su arresto lo hizo imposible, otro viejo aliado de Lula, Fernando Haddad, esencialmente hizo campaña como su apoderado, solo para ser derrotado por Bolsonaro.
En 2022, Lula volvió una vez más como el único político que podía derrotar a Bolsonaro. Su ajustada victoria trajo otros cuatro años con un Poder Ejecutivo de centro-izquierda. Pero con las elecciones de 2026 acercándose rápidamente, ninguno de los políticos actuales del PT consiguió escapar de la sombra de Lula y desarrollar su propio atractivo popular.
Otros partidos de izquierda desempeñaron un papel en la política nacional. El Partido Socialismo y Libertad (PSOL) creció considerablemente en la última década, ofreciendo una alternativa más radical al PT y compitiendo habitualmente por gobernaciones y escaños en el Senado. También presentó sus propios candidatos a la presidencia en las cuatro elecciones previas a las de 2022, en la que apoyó a Lula. El PSOL criticó al PT por negarse a apoyar a cualquier candidato que no proceda de sus propias filas, incluso cuando otro candidato de izquierda podría estar mejor situado para ganar.
En las elecciones de 2022, se sugirió que Lula podría elegir como compañero de fórmula a Ciro Gomes, un ex ministro de uno de los gobiernos de Lula que se convirtió en un duro crítico del PT y acabó presentándose a las elecciones presidenciales contra Lula con una plataforma centrista. Otro posible candidato a la vicepresidencia podría haber sido Guilherme Boulos, del PSOL, candidato presidencial del partido en 2018, que fue elegido como diputado por São Paulo en 2022. Cualquiera de los dos le habría permitido a la fórmula petista dar una imagen de unidad de izquierda (o, al menos, de centro izquierda).
En su lugar, Lula eligió a Geraldo Alckmin, su antiguo oponente en las elecciones de 2006, proveniente del centroderechista Partido Socialdemócrata. Esto transmitió un claro mensaje de que los representantes del viejo consenso político estaban contraatacando al bolsonarismo. Sin embargo, nadie podía ver de forma realista a Alckmin como una figura de la izquierda o como alguien que pudiera presentarse él mismo a la presidencia en una etapa posterior y atraer votos del lado izquierdo del espectro político. Esta elección de compañero de fórmula por parte de Lula evitó que un posible rival del PT en el espacio de la izquierda ganara proyección nacional y quizás ascendiera al estatus de sucesor.
Flávio Dino también podría haber sido una alternativa viable a Lula como mascarón de proa de la izquierda, como excelente comunicador con un largo historial de victorias políticas. Elegido por primera vez al Congreso por el Partido Comunista en 2006, se presentó con éxito a las elecciones a gobernador del estado nororiental de Maranhão en 2014 y fue reelegido para ese cargo cuatro años después, antes de entrar en el Senado en 2022.
Dino se convirtió entonces en ministro de Justicia de Lula, ubicándose en el centro de la atención nacional tras el atentado de los partidarios de Bolsonaro del 8 de enero, al que respondió con presteza. Sin embargo, cuando hubo una nueva vacante en el Tribunal Supremo a principios de 2024, Lula optó por nombrar a Dino para cubrirla. Fue un gran honor y otra victoria para la izquierda, pero también lo retiró de la contienda como candidato político.
2026
La falta de alternativas a Lula es una situación que surgió, al menos en parte, de forma deliberada. Para 2026, Lula tendrá ochenta años, y ya dijo que no volverá a postularse a la presidencia. El PT debería haber tenido tiempo suficiente para formar a un sucesor, pero eso no ocurrió hasta ahora. Fernando Haddad, actual ministro de Economía, todavía no tiene el atractivo popular necesario y sus logros en el frente económico le dieron poca visibilidad.
Gleisi Hoffmann, presidenta del PT y figura más a la izquierda, no es más popular que Haddad y, de todos modos, no está interesada en el cargo. Rui Costa, ex gobernador de Bahía, que ocupa una posición más centrista en el PT, tiene un perfil más fuerte, pero su popularidad aún palidece en comparación con la de Lula. Más allá de las filas del PT, la lista de posibles nombres es cada vez más escasa y vaga. Es probable que haya una fuerte presión para que Lula vuelva a presentarse, lo que consolidaría aún más su posición dominante en la izquierda brasileña.
Por otro lado, la oposición de derecha a Lula y al PT tiene sus propios problemas. El 26 de marzo, el Tribunal Supremo aceptó por unanimidad la acusación a Bolsonaro por conspirar para cometer un golpe de Estado con el fin de revertir los resultados de las elecciones de 2022. Esto significa que el ex presidente es ahora un acusado a la espera de juicio, junto con siete aliados cercanos.
Con Bolsonaro ya excluido de cargos públicos por infracciones pasadas y ahora potencialmente enfrentándose a décadas de prisión, la derecha carece de una figura. Desde el políticamente hábil gobernador de São Paulo, Tarcísio de Freitas hasta el hijo de Bolsonaro, Eduardo, los candidatos potenciales serían efectivamente apoderados del ex presidente, en una refleja versión oscura de la situación con Lula y la izquierda de 2018.
Las encuestas muestran que Lula necesita retomar el control de la narrativa política. Si las elecciones se celebraran mañana, sus perspectivas de reelección serían escasas, pero aún así serían mejores que las de cualquier figura alternativa de la izquierda. Su gobierno tiene hasta octubre de 2026 para recuperar el terreno perdido salvando la distancia entre política y percepción y creando una atmósfera de crecimiento, lo que es mucho más difícil que evocar sentimientos de caos y negatividad.
Si Lula vuelve a presentarse, tendrá que hacerlo con un argumento que vaya más allá de la idea de ser la única opción para quienes se oponen a la extrema derecha. Si, por el contrario, opta por apoyar a otro candidato —muy probablemente un sucesor de su propio partido—, entonces éste tendrá que desarrollar una personalidad pública que pueda mantenerse al margen de la sombra de Lula, o se enfrentará a una derrota segura.
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