Cas Mudde: “A las élites no les incomoda una democracia iliberal si les ofrece ventajas”

Por Sebastiaan Faber

La vida de un emigrante tiene sus momentos complicados. El día antes de quedar con Cas Mudde –un investigador holandés que, como yo, lleva muchos años trabajando en una universidad norteamericana– lloré al ver al Ajax perder la liga holandesa, por un solo punto, frente al PSV. Pero cuando, al día siguiente, conecté por videoconferencia con Mudde, no solo lo vi radiante sino luciendo, orgulloso, una camiseta de los de Eindhoven. No tuve más remedio que perdonarle el gesto: es hincha del PSV de toda la vida y tiene tatuajes para probarlo. Así que le felicité, él me dio el pésame de rigor y pasamos al tema que lleva estudiando desde hace 30 años: el auge de la ultraderecha.

La última vez que le entrevisté, en 2020, Joe Biden acababa de ganar las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Hoy, el panorama se ve bastante distinto. El pasado noviembre, Mudde escribió en The Guardian: “La campaña más autoritaria y racista que he visto en mi vida ha vuelto a colocar a Trump en la Casa Blanca. (…) De nada nos han valido cuatro décadas de investigaciones académicas sobre la ultraderecha, que afirmaban confiadamente que los partidos abiertamente racistas nunca serían capaces de conseguir una victoria electoral”.

Cas Mudde (Geldrop, 1967) es profesor en la universidad pública de Georgia, en Atlanta, donde, además de enseñar Ciencias Políticas, también da cursos sobre fútbol. Es autor de Populismo: Una breve introducción (Alianza) y La ultraderecha hoy (Paidós).

En las elecciones europeas y norteamericanas de 2024, la ultraderecha ganó mucho terreno. ¿Ha tenido que revisar sus análisis? ¿Estuvo equivocado?

En algunos aspectos he estado equivocado, desde luego. Pero también es verdad que el mundo ha cambiado. Hay cosas que eran ciertas en los años ochenta y noventa que ya no lo son. La idea, por ejemplo, de que en Europa –fuera de Italia– un partido político no podía ser exitoso con discursos que recordaban con demasiada claridad al fascismo. Esto durante mucho tiempo fue cierto, pero hoy ha dejado de serlo. O la idea de que el voto de la ultraderecha es, sobre todo, un voto protesta. Sigue siéndolo en parte, pero hoy también hay personas que votan a la ultraderecha porque les gusta lo que ésta les da. En Estados Unidos, muchos de quienes votaron a Trump querían más de lo mismo. Era mucho más que un voto protesta contra Biden. Si cabe hablar de un voto protesta habrá que señalar a los millones de votantes demócratas que se quedaron en casa.

Como diría la protagonista de El mago de Oz, ya no estamos en Kansas…

Yo lo que digo con respecto a la ultraderecha es que estamos en la cuarta ola. Durante la tercera ola, en los años ochenta y noventa, sus partidos apenas tenían un pie en el mainstream. Hoy están firmemente plantados en él. Es más, en algunos países la ultraderecha es el mainstream, directamente. Y eso implica muchos otros cambios. Si me equivoqué en algo es en que durante mucho tiempo sobreestimé el apoyo que existe a la democracia liberal, tanto entre las masas como entre las élites. Hoy vemos que las élites económicas y mediáticas no están nada incómodas con una democracia iliberal, con tal de que les rinda ventajas.

Así como, en los años treinta, las élites económicas de Occidente simpatizaban con el fascismo…

Sí, aunque me desmarco del análisis comunista, demasiado conspiranoico para mi gusto, que señala al fascismo como la vanguardia del capitalismo. Para mí, la cosa es más sencilla: el gran capital siempre está dispuesto a trabajar con el poder que sea. Los hermanos Koch –los empresarios norteamericanos que llevan muchos años financiando iniciativas de derechas– son un buen ejemplo. No querían a Trump. Pero una vez que ganó, se pusieron a trabajar con él. A la gran mayoría de los empresarios les encantan las desregulaciones y, desde luego, pagar menos impuestos. En los años treinta, el gran capital no creó el nazismo o el fascismo, pero una vez que estos estaban instalados en el poder, el capital no tuvo problema alguno en trabajar con ellos.

Usted suele advertir contra la tentación de comparar el momento actual con los años treinta.

Hay muchos motivos para rechazar esa comparación. Para empezar, nuestra situación económica no tiene nada que ver con la Gran Depresión. Ni siquiera la Gran Recesión de 2008-11 fue comparable, dada la existencia del estado de bienestar, por mínimo que este sea en un país como Estados Unidos. Ni tampoco contamos con el trauma de la Primera Guerra Mundial, que fue devastador en los países que la perdieron. Nosotros, en cambio, llegamos a este momento después de vivir muchas décadas en democracias que funcionaban bien y que, en muchos aspectos, daban buenos resultados. Por tanto, si vamos en busca de paralelos históricos, me parece mejor considerar épocas distintas: más que los años treinta, podemos mirar los cincuenta, sesenta o setenta. Para mí, el caso de la Alemania nazi me parece menos instructivo para comprender el momento actual que, por ejemplo, las dictaduras militares de los años setenta en Latinoamérica.

Lo que tienen en común estas con el nazismo es que buscan destruir la democracia. En la tribuna que escribió en The Guardian días después de la última victoria electoral de Trump, predijo que muchos colectivos vulnerables lo pasarían muy mal, pero que era poco probable que Trump fuera capaz de destruir la democracia norteamericana. ¿Sigue pensándolo?

Sí. Hay que recordar que, durante sus primeros cuatro años en la Casa Blanca, Trump no tuvo ningún impacto en el sistema como tal. La relación entre los tres poderes –el ejecutivo, el legislativo y el judicial– siguió intacta. Y si consideramos estos primeros cuatro meses de su segundo mandato, vemos lo mismo. A mí, la verdad, me ha sorprendido positivamente hasta qué punto el poder judicial está cumpliendo su papel. Es cierto que el legislativo está fracasando en ese sentido. Pero no es un fracaso estructural: solo ocurre porque el Partido Republicano controla el Congreso. Si los demócratas sacan una victoria en los midterms del año que viene, el Congreso volverá a cumplir su papel. Lo que quiero decir es que, a diferencia de un país como Hungría, la democracia de Estados Unidos cuenta con un sistema muy complejo. Esto le da una gran capacidad de resistencia.

De ahí que Trump gobierne a golpe de órdenes ejecutivas.

Ya, pero estas no dejan de ser un bluf, una táctica del bully. El truco solo te funciona mientras no te pases. Pero Trump no se ha podido contener y ya se ha pasado, pidiendo demasiado. Mira lo que ha ocurrido con la Universidad de Harvard, que simplemente le ha dicho que no.

Los ataques de Trump a las universidades nos pillan cerca. Más, si cabe, a usted, porque trabaja en una universidad pública, que depende directamente del Gobierno estatal de Georgia, y no tiene pasaporte estadounidense. Muchos de nuestros colegas admiten que, desde enero, andan con más cuidado en sus clases o en sus expresiones públicas, rebajando su perfil. ¿Le ocurre lo mismo? ¿Estará más nervioso de lo común cuando le toque pasar por la aduana después de su viaje a Europa este verano?

Para contestar primero a tu última pregunta: no estaré más nervioso, porque tengo permiso de residencia –no un visado– y porque hace un par de días hablé con un abogado de inmigración que me pudo tranquilizar en ese sentido. Ahora bien, el hecho de que decidiera hablar con un abogado ya te dice mucho. También debo admitir que no me dolería que me negaran la entrada y me enviaran a mi país. Quiero decir que, a diferencia de muchos otros, yo tengo a dónde ir.

¿Y se autocensura?

Sí, me autocensuro. No digo todo lo que pienso. Por otra parte, eso no es nada nuevo para mí. En los años ochenta y noventa, en Países Bajos, me autocensuraba con respecto a Israel, sobre el que en aquel entonces no se admitía crítica alguna. En los últimos años, me he autocensurado aquí en Estados Unidos por el ambiente políticamente correcto.

¿Le duele?

Para nada. Cuando era más joven, creía que era necesario decir todo lo que pensaba. Hoy sé que no es así. Estos días, si quiero expresar alguna opinión que pueda enfadar a gente en Bluesky, o que pueda causarme problemas con la administración de mi universidad, me impongo la obligación de preguntarme si vale la pena. Esto significa que en algunos casos me autocensuro y en otros, no.

Noto que ha rebajado su perfil mediático. Hace varios años dejó su columna semanal en The Guardian y estos días da menos entrevistas periodísticas.

Los medios me tienen un poco harto. Pretenden ser los guardianes de la democracia, pero al fin y al cabo forman parte de una economía capitalista, por lo que no pasan de proporcionar infotainment [término que combina “información” y “entretenimiento”] y bothsideism [“equidistancia”]. Fíjate que no me estoy refiriendo a periodistas individuales –a algunos les tengo un gran respeto– sino a las instituciones. Para mí esto va en serio, no es ningún juego. Yo no quiero estar advirtiendo contra los peligros de la ultraderecha en la página ocho si, en la página nueve, hay una tribuna de J.D. Vance o una entrevista simpática con algún intelectual supuestamente heterodoxo. Prácticamente no hay grandes medios que no operen así. Así las cosas, colaborar en ellos no me rinde beneficio alguno y, en cambio, sí conlleva mucho riesgo. Un riesgo que, eso sí, ha crecido desde la vuelta de Trump a la Casa Blanca, y más porque vivo y trabajo en Georgia. Dejé mi columna en The Guardian –por más cariño que le tengo al diario– porque tenía las pilas gastadas. Además, me obligaba a seguir las noticias de forma constante, algo que no me sirvió en mi trabajo y tuvo un efecto nefasto sobre mi estado mental. No deja de ser un precio que paga mi familia, que para mí es lo más importante. Mira, llevo 30 años haciendo esto, diciendo más o menos lo mismo. Pero si notas que no se te presta atención, es hora de que te plantees si vale la pena seguir.

Usted lleva muchos años criticando a los medios occidentales por la frivolidad con que tratan a la ultraderecha. Pero, a estas alturas, ¿el auge de las redes sociales no ha disminuido la importancia de los medios tradicionales?

No compro el argumento que asigna un papel clave a las redes sociales en el auge de la ultraderecha. También es difícil probarlo científicamente. A mí me parece mucho más importante la privatización de los medios de comunicación, sobre todo fuera de Estados Unidos, que a su vez ha incrementado el peso relativo de las redes. Pero, al final, lo que ocurre en las redes refleja de forma amplificada lo que ocurre en la sociedad.

Hay mucha preocupación por la derechización de los jóvenes, sobre todo de los hombres, seducidos por Andrew Tate, Jordan Peterson y otras figuras de la manosfera. En una conversación con Ezra Klein, del New York Times, el analista David Shor dijo que el Partido Demócrata tiene “un problema” con los hombres jóvenes, que “los números reales son mucho peores de lo que la gente piensa” y que se trata de un fenómeno global, ya que “las comunidades online están mucho más segregadas por género que las comunidades offline”.

Soy escéptico. A pesar de todo, las generaciones más jóvenes siguen siendo más progresistas que nunca, en todas las áreas. Es verdad que hay hombres jóvenes que tienen una visión distinta con respecto a la discriminación de género. No es que estén en contra de la igualdad de género, pero creen que esta ya se consiguió hace 10 o 15 años, y que hoy las mujeres llevan la ventaja. Hace 20 o 25 años, en cambio, a los hombres jóvenes les parecía problemático que las mujeres recibieran lo mismo que ellos. La diferencia es importante.

También se me ocurre que lo que piensa un chaval de 17 años muy probablemente no será lo que piense cuando tenga 30.

Exacto. Como muchas personas de mi generación, me alegro un montón de que no existieran las redes sociales cuando yo era adolescente. ¡Las chorradas sexistas, homófobas y racistas que yo habría lanzado! Es verdad que, hoy, personalidades como Andrew Tate influyen en cómo los hombres jóvenes formulan sus experiencias. Pero esas experiencias son las que son. La idea, por ejemplo, de que las mujeres llevan ventaja nace de un contexto escolar en que, en efecto, las chicas lo hacen mejor no solo en el instituto sino en la universidad. Y consiguen mejores empleos. Claro que después, en sus 30, chocan con un techo de discriminación de género que sigue en pie, pero eso no es algo que vean los chicos de 18. Ojo, no quiero decir que esos chicos tengan razón. Pero sí es importante adaptar el discurso político para que vean reflejada su experiencia.

Aquí toca un problema más general, me parece, que tiene que ver con la aparente impotencia de la socialdemocracia ante la ultraderecha. O hay poca adaptación del discurso, o las adaptaciones resultan forzadas y copian directamente el marco de la ultraderecha. Estoy pensando en los últimos giros antiinmigrantes de “progresistas” como Keir Starmer, en Reino Unido, y Gavin Newson, el gobernador demócrata de California. Son de un oportunismo que da vergüenza ajena.

Ambos van de pragmatistas, lo que no deja de ser una táctica neoliberal. No es casual que Starmer sea blairista, aunque obviamente carece de la energía o la capacidad inspiradora que tenía Tony Blair. Lo que es importante comprender es que tanto Newsom como Starmer son productos de un contexto muy concreto. Desde hace 25 años, los medios, incluidos diarios liberales como el New York Times, insisten en que el voto potencial de ultraderecha representa al ciudadano de a pie. Esto es una mentira como una casa, como hemos demostrado los investigadores una y otra vez. Es una construcción realizada por los medios y, además, falsa. Ahora bien, una cosa es lo que hagan o digan políticos como Starmer o Newsom. Más sorprendente es que las personas de su entorno, que seguramente leen análisis académicos, lleven varios decenios cometiendo los mismos errores. Siguen cortejando a los obreros blancos de derechas, que siempre han votado a la derecha y siempre la votarán, en lugar de apelar a otros votantes mucho más alcanzables, como el electorado joven –sobre todo mujeres, pero también hombres–.

Si le entiendo bien, señala dos errores en los partidos socialdemócratas. Es un error equiparar el potencial voto ultraderechista con la visión del ciudadano común, y es un error obsesionarse con intentar convencer a esa parte del electorado. Ambos parecen nacer de un déficit de comprensión sociológica.

Exacto. Hace bastantes décadas que los investigadores señalamos que los partidos socialdemócratas han perdido su conexión con la base. Su militancia es blanca, relativamente mayor, con diploma universitario. Vamos, son gente como yo. Y yo no me paso el día entero caminando por los barrios afroamericanos de Athens. Quiero decir que los partidos socialdemócratas cuentan con poquísimos militantes –y muchos menos cargos electos– de clase obrera o sin diploma universitario. Esos sectores de la población carecen de voz en el aparato. No sorprende, por tanto, que esos partidos tengan imágenes tan tergiversadas o prejuiciadas de su electorado. Todavía se asume que el obrero es hombre, blanco y reaccionario cuando muchos no lo son, e incluso hay bastantes hombres blancos que no son nada reaccionarios.

Pero ¿cómo se explica esta falta de comprensión del electorado a la luz de los tremendos avances que ha habido en la ciencia demoscópica, sobre todo desde las campañas de Obama? Cuando Ezra Klein le preguntó a David Shor: “¿Por qué debo fiarme de los datos que nos presentas?”, Shor contestó que, solo en 2024, su empresa, que trabaja como consultora para los demócratas, “realizó 26 millones de entrevistas”…

El problema de las encuestas es que se producen en un contexto que después desaparece de los resultados. Las preguntas y los conceptos que emplean nunca son neutrales; es más, muchas veces son increíblemente complejos, como “la democracia” o “la libertad de expresión”. Esos conceptos pueden significar tantas cosas que no significan nada. ¿Es imposible usar la demoscopia para comprender qué piensa la gente sobre fenómenos complejos como el racismo o la diversidad? Para nada. Pero hacerlo bien exige emplear preguntas abiertas, no de elección múltiple, lo que hace que las encuestas salgan muchísimo más caras.

Lo importante para los partidos socialdemócratas es volver a echar raíces en las comunidades a las que pretenden representar. Llevo mucho tiempo diciendo que la socialdemocracia no es una institución que represente los intereses de la clase obrera. En última instancia, la socialdemocracia es una ideología que plantea la necesidad de una sociedad más justa y equitativa. Y, como tal, es para todos. No quiero ponerme gramsciano, pero todo en política es ideología. Es en ese campo, el de la hegemonía, donde se libran las batallas. Y esto, en Estados Unidos, lo comprende mucho mejor el Partido Republicano que el Demócrata.

¿Ve complicado el futuro del Partido Demócrata?

Es indudable que está pasando por un momento muy malo. Probablemente sea el partido socialdemócrata menos popular de Occidente, lo que se dice pronto, ya que son muchos los partidos socialdemócratas que están en un punto bajo. Por otra parte, si miras lo que están haciendo Alexandria Ocaso-Cortez y Bernie Sanders, el Partido Demócrata de Estados Unidos contiene más ideología progresista que todos los socialdemócratas europeos juntos. El sector del partido que representan AOC y Sanders asume de forma entusiasta, sin titubeos, ideas como la multiculturalidad o los derechos trans. Eso yo no lo veo en Europa.

¿Quiere decir que, a pesar de todo, la izquierda en Estados Unidos tiene más potencial?

No lo sé. El gran desafío del Partido Demócrata es que es una coalición de muchas facciones diferentes, que siempre hay que unir de alguna forma. No me puedo imaginar que una figura como AOC sea capaz de hacer eso. Pero lo que sí logrará es empujar al partido hacia la izquierda.

Fuente: https://ctxt.es/

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